Viernes, 26 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Leo en La Vanguardia, en el diario del 23 –el diario de este martes que cuesta 40 centavos más de lo habitual, porque viene con el pliego extra con los resultados del Gordo de Navidad y todo eso–, una interesante doble página firmada por Josep Corbella cuyo tema es “la psicología del regalo”. Y ahí nomás me entero –en uno de los párrafos destacados– de que “un estudio científico prueba que el acto de regalar hace más felices a las personas”. De acuerdo, no seré yo quien lo discuta: regalar es lindo y bueno y gratificante. Pero –ya lo he comentado varias veces– vuelve a inquietarme eso de “un estudio científico”. Vuelve a ponerme nervioso la idea de hombres de ciencia de gran talento y generosa entrega –canadienses en este caso y trabajando en tándem con investigadores de la Escuela de Negocios de Harvard– dedicándose a investigar estas cosas. ¿Para qué? ¿Por cuenta de quién? ¿O es lo que hacen, en sus ratos libres, mientras no están buscando la vacuna para vencer al sida? De acuerdo, son canadienses y –por lo poco que sale en las noticias– Canadá parece ser un lugar sin demasiados problemas y tal vez allí puedan darse estos gustos. Pero aun así...
DOS En cualquier caso, los resultados de la investigación que cita el periodista catalán ocupan ahora varias páginas de la revista Science, donde se predica la buena nueva de que –contrario a lo que se pensaba– la gente disfruta más del dar que del recibir. Si uno se la pasa regalándose, parece que acabará transformado en un ser ruin e infeliz. En un di-ckensiano Scrooge. Pero, en cambio, si se va por ahí arrojando billetes al aire, la dicha está garantizada. Todo esto resulta de la decodificación de encuestas varias en las que se les preguntó a unos 632 norteamericanos cuál era su sueldo, cómo lo gastaban y cómo se sentían más felices. Y la muestra de estas 632 personas reveló que lo que gastaban en ellos no había aumentado sus niveles de dicha. Pero, en cambio, lo que dedicaron a donaciones varias y obsequios habían obtenido un apreciable incremento en el voltaje de sus sonrisas. Uno de los métodos utilizados para llegar a semejantes conclusiones –me parece– peca de ingenuo: a unos se les dio sobres con 5 dólares y a otros sobres con 20 dólares para que los gastaran a lo largo de un día. Y, sí, la mayoría se lo gastó en algo para alguien que no era él. Puestos a pensar mal, puede concluirse también que los conejillos de Indias se dijeron “¿Qué cuernos me puedo comprar que me guste con 5 o 20 dólares?” y que, entonces, enseguida, pensaron: “Ya está: lo gastó en algo barato para X o Z y quedo bien y a ver qué me regalan a mí y Feliz Navidad”.
TRES El mismo artículo venía ilustrado con cuatro fotos de un cerebro donde se destacaban unas pequeñas zonas en rojo. El epígrafe informaba que lo que allí se apreciaba era el momento exacto en que se manifestaba la actividad cerebral relativa a la expectativa que se tiene en el momento inmediatamente previo a recibir un regalo. Y, otra vez, lo del principio: tengo una carpeta llena de recortes periodísticos donde –de unos años a esta parte– se viene anunciando el descubrimiento de diferentes zonas del cerebro donde se ubica la culpa, el irresistible deseo de bailar charleston, el deseo sexual, la obsesión por conseguir una figurita difícil, la fe en Dios y la súbita necesidad de comerse un kilo de helado de sabor de pistacho.
Ahora es el turno del centro neuronal regalístico (y supongo que a esta altura ya van quedando pocos lotes libres en el cerebro; así que apresúrense a reclamar el lugar donde se ubican las ganas de no seguir leyendo esta contratapa) y todo indica que la cosa pasa por la dopamina. La sustancia que dispara el placer regalón. Gracias a las investigaciones publicadas en la revista Proccedings, parece que los cerebros infantiles son ricos en dopamina (lo que explicaría los arrebatos de éxtasis que experimentan los niños frente a una caja envuelta en papel metalizado de colores) y parece también que, a medida que envejecemos, la dopamina va perdiendo su potencia y recibir regalos nos produce menos placer, nos hace pensar que ahora estamos obligados a regalarle algo a ese alguien que nos regaló algo, una porquería que no nos gusta y que, seguro, no puede haberle costado más de 5 o 20 dólares.
CUATRO Leídas estas páginas me concentré en la gran noticia del día: los ganadores de la lotería de Navidad. Ya los había visto –en el noticiero de la noche, con una mezcla de emoción y envidia– saltando y aullando y descorchando botellas y abrazándose y besándose y bailando sevillanas y tirando besos al cielo y a los santos.
Esos sí que eran felices.
Y, de algún modo, su felicidad no contradecía los resultados de las últimas investigaciones: toda esa gente adulta se había gastado entre 5 o 20 dólares (su equivalente en euros) en algún décimo de lotería (parte de lo que se recauda va para obras de beneficencia y afines) y ahora recibía un regalo que los devolvía a la más centrífuga y eufórica de sus infancias. Dopamina para tirar al techo del cráneo. Y qué decir de esa mole con aspecto de hooligan (el tipo de persona que uno jamás querría cruzarse en una calle oscura) sollozando con voz inesperadamente finita un “¡Que me han tocado 50 millones, joder!”. Otro –desafiando todas las estadísticas– se había llevado el tercer premio entero y parte del primero. Varios aseguraban que repartirán entre familiares buena parte del botín, que disfrutarán regalando parte de lo que le regalaron. Y parecen sinceros.
Y ahí –como todos los años frente a este paisaje; para colmo esta vez buena parte del premio había caído en Barcelona y los billetes se habían vendido en una agencia frente a la que paso seguido y en la que nunca me detengo porque nunca compré un billete de lotería y probablemente nunca lo compre– activando la zona del cerebro donde reside la capacidad de imaginarse en detalle y creerse sin dudarlo que uno ha ganado la Grande.
Me dicen que uno de los placeres de comprarse un billete es que –desde el momento en que se lo compra hasta que se lo rompe y se lo tira a la basura– esa zona del cerebro se estimula, a lo largo de días, en los momentos más inesperados. Quién sabe. Puede ser. Pero no creo que yo pudiera soportarlo. Me parece más sano ese ejercicio minimalista de unos pocos minutos, cuando todo ya ha sido consumado, sentado frente a la pantalla con una sonrisa zombi, viéndolos rebotar de alborozo e imaginándome entre ellos.
Y después a otra cosa.
Supongo que ahí radica la diferencia entre ser escritor y ser personaje.
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