Viernes, 26 de diciembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Vicente Romero
Estos días los comentaristas políticos de todo el mundo despiden en sus columnas a quien casi unánimemente califican como “el más nefasto entre los presidentes norteamericanos”. Pocas veces esta ceremonia periodística del adiós, que suele ir acompañada de flores dialécticas, ha resultado tan áspera. Incluso un colega iraquí –poco sutil en el ejercicio del oficio–- le arrojó un zapato, “calibre 44” según señaló el propio Bush. (¡Con lo caro que está el calzado! Tal vez habría sido más adecuada una tarta de crema, en la tradición del “slapstick”, aunque para estos casos el refranero español recomienda “puente de plata”.) Y en las próximas semanas, hasta que Obama y sus funcionarios demócratas tomen las riendas políticas en Washington, leeremos despedidas a otros personajes tan desagradables como Cheney, Rumsfeld, Rice o Norton... Los feroces perros de presa de las corporaciones económicas que han gobernado los destinos del mundo durante los últimos años.
Sin embargo, seguramente se escribirá muy poco sobre Barney, el único de los habitantes de la Casa Blanca que merece una despedida sentida, el único con el que yo habría compartido un rato y un paseo sin miedo a ser atacado, el único al que se recordará con una sonrisa. Porque Barney es el único animal noble que ha transitado por los pasillos del poder en Washington: un terrier escocés negro, la mascota presidencial.
Barney ha soportado a su amo con ese gesto indulgente que sólo los canes saben mantener. Tan sólo una vez vimos que le llevara la contraria a Bush: cuando se resistía a seguirlo a un avión, rodeado de militares. Un gesto de inteligencia, una mínima “desobediencia civil”, junto a los muchos detalles de ternura y humor que el bueno de Barney ha aportado a la vida en la Casa Blanca. Su actitud, su modo de contemplar al presidente de los Estados Unidos, me recordaba a un perro negro al que muchas veces vi junto a un vagabundo por la madrileña calle de Sainz de Baranda. Era un animal distinguido, que acompañaba y cuidaba a su amo alcohólico; lo esperaba en la puerta de los bares y lo guiaba de vuelta a su cobijo.
En el discurso de la victoria, la misma noche de su triunfo electoral, Obama desveló que había prometido a su familia comprar un cachorro. En realidad estaba disfrazando de “regalo de papá” la necesidad política de reemplazar a Barney. Porque los perros presidenciales constituyen una “tradición” amable en Washington, cuyo cumplimiento exigen quienes se cuidan de la imagen humana del Emperador. Y Barney deja un hueco difícil de llenar, por haber sido el único tipo simpático en la Casa Blanca. El único que no tenía culpa alguna.
(PD. Barney tiene su propia página web: www.whitehouse.gov/barney)
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