Jueves, 11 de marzo de 2010 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Tystgnaden (El silencio): así se titulaba la producción del siempre clásico Bergman, el profundo, el sueco; una película de 1962, con Ingrid Thulin para más. Uno de esos murales bergmanianos, enclavado en la trilogía de sus famosas obras sobre la fe y la búsqueda de Dios (junto a Como en un espejo y Los comulgantes). Aquel Bergman, sí que terrenal y metafísico, sabía en qué ocuparse: ahondaba con ese film en la falta de comunicación humana, en el deseo expectante de la misma, en la alienación personal, la soledad, la ausencia de los vínculos religiosos, junto a agonías y desatinos sensuales, en una particular confrontación psicológica de dos hermanas muy diferentes.
También un silencio especial intrigó, varios siglos antes, a San Agustín. Señala en sus Confesiones (VI, 3) ese momento tan particular, tan significativo para la historia humana en que comienza a leerse calladamente, sólo con la mirada. Ve a San Ambrosio leyendo en silencio y, fascinado, todavía sin entender bien lo que está contemplando, escribe: “Sus ojos recorrían todo lo largo de las páginas y su espíritu penetraba el pensamiento de ellas, pero su voz y su lengua reposaban (...) Entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. Cualquiera haya sido su intención para actuar de esa forma, ella no podía ser más que buena en un hombre como él”. El episodio, acaecido en el siglo IV, marca no sólo el fundamental pasaje de la lectura en voz alta a la puramente visual, de la oralidad a la escritura, sino también un momento decisivo de valorización del silencio, ámbito de la reflexión.
Es que no sólo para nosotros parece obvio afirmar que el silencio es un gran enigma. Ha preocupado siempre a filósofos, a pensadores, a grandes artistas. “El dolor deja al fin paso a la voz”, escribía ya Virgilio en el Libro XI de La Eneida y, tiempo después, en Macbeth, al serle comunicada a Macduff la infausta noticia de que toda su familia ha sido aniquilada por orden del autócrata, alguien le aconseja “que ponga palabras a su dolor”. En ambos casos, pues, como si el dolor, que no es capaz de hablar, estuviese reducido al territorio de lo callado, de lo nunca dicho, de lo agolpado y de lo insoportable, y entonces la voz, balsámica, serena, hablante, aliviara, humanizara lo terrible.
Y lo socializara, porque es claro que no hay canto sin oído, no hay palabra sin receptor y, probablemente, sin interlocutor. Toda voz supone otro ser atento, que es quien ciertamente va puntuando al que habla. Más aún, porque en la oralidad –doméstica, popular– se habla de frente, como se dice: “Cara a cara”. Hay, en consecuencia, una solidaridad, una constancia de la existencia ajena, de su rostro, que impide la agresión o, al menos, la atenúa: no se mata a aquel que está mirándonos, afirma aproximadamente Levinas. Hablar, por eso, es mucho más que trasladar sentidos o que comunicar mensajes; es, a la vez que dar testimonio de mi presencia y de la existencia del otro, darle lugar, darle, también, voz.
Como no podía dejar de ocurrir, el silencio intriga también, aquí, en la Argentina de estos tiempos difíciles. A políticos oficialistas, algunas de las raras veces en que se silencia la doctora Elisa Carrió, por ejemplo, cuando entra en remanso, en semicatalepsia o transcurre al Nirvana. Y es legítimo que se inquieten, porque sus palabras, sus vaticinios, sus desórdenes verbales son ya previsibles, pero uno nunca sabe qué puede urdir el silencio. También por ello inquieta siempre, durante las muchas veces en que el senador Carlos Reutemann o el vicepresidente Julio Cobos callan lo que nunca sabrá Dios que piensan, en tantas infaustas horas en que nadie se atrevería a decir que no se sabe si, acaso, piensan. Y luego, claro está, a opositores: viven demandando conferencias de prensa de la Presidenta (por aquello de que es tan soberbia que no habla con los periodistas locales) o declaraciones del ex presidente (por aquello de que los desprecia o los subestima).
Pero no solamente a ellos preocupa; también a quienes cuestionan a los jueces en los procesos (¡qué es eso de que no hablen sino por sus fallos!), a los rentables pacientes frente al analista, a los apasionados del fútbol ante un Román Riquelme ducho en melancolías, a los espectadores de nuevos cineastas del estilo de Andrei Tarkovski, a los lectores del gran mexicano Juan Rulfo cuando ven en sus cuentos repeticiones y huecos que parecen de embrujados o de tontos, a los oyentes de orquestadores en sus ensayos y estudios, y hasta a los visitantes de museos y de obras de arquitectura (ni qué decir a furtivos amantes y a bien modestos esposos). Es que el silencio puede ser un bastión, un círculo, un castillo, una máscara, un arma. Depende en manos (en labios) de quién esté y cómo se ejerza.
No siempre, claro está, es criticable. Por el contrario, muchas veces el gran silencio de la materia y la naturaleza (tan difícil de recuperar hoy en nuestra estruendosa sociedad) es muy positivo. Permite reflexionar, pensar en los demás y en uno; en el mundo, siempre un poco más amplio y rico que este pequeño círculo al que nos constriñe el cotidiano asalto de los medios, de los ruidos. Cuántas veces ante el dolor, ante el duelo, ante la pérdida, ante la emoción y la conmoción, nos preguntamos cómo no se calla, no se oculta, cómo no hay un período más o menos largo o importante de reserva, cómo no hay un dejo de pudor, de intimidad, cómo de inmediato se extrovierte, aceleradamente, ante los micrófonos, ante las cámaras, a plena luz del día, lo que debiera ser privado, privativo, primordial.
El silencio, entonces, también puede ser, y lo es, un valor, un privilegiado elemento del intercambio en la comunidad, constitutivo igualmente de la interrelación que en toda sociedad existe. En un plano si se quiere no verbal, o que lo integra, ya que forma parte ínsita del lenguaje, como se ve también en la mejor literatura, en el mejor arte, como sucede en la plástica y, esencialmente, en la música.
La mímica, por ejemplo, ha dado sobradas cuentas de ello y, en algún tiempo, en la Argentina, se actuó en política con ese silencio material de los cuerpos. A la manera de Marcel Marçeau o de las grandes tragedias. Era la época en que los jóvenes no tenían ya más nada que exponer, sino esto, y lo entregaban como en ofrenda, como en holocausto. Fueron tiempos en los que sólo se podía callar. Tiempos terribles en los que se brindaba todo, por falta de voz, de oído, de escucha; tiempos en los que pasaron las cosas que suelen pasar en el tiempo, y así fuimos envejeciendo. Y bajando.
Descendiendo hasta las antesalas mismas del silencio. Hay, todavía, en esta sociedad, cosas de las que no se habla. Heridas, casi, de nacimiento. Pecados de mudez que jamás curamos. Males que nos vienen desde la cuna, y desde la cuna de nuestros abuelos. Y hay muchos temas graves de los que, paradójicamente, sí se habla (por voces insólitas, desde lugares insólitos; verbigracia: de la pobreza) para no hablar de otras cosas. O para acallar algunas: por ejemplo, irritantes leyes y decretos que les quitarán, tal vez para siempre, el monopolio de la palabra o de la demanda de pan, dándosela, por una vez y quizá también para siempre, de modo intolerable y plebeyo, a la Vox clamantis in deserto.
Porque el mutismo puede tener, como todo comportamiento, como todo gesto, como toda actitud, muchas causas. Hay quienes callan por principio. Otros, por amor o por odio. Hay quienes callan por estrategia. Otros, por egoísmo, por altanería; para no regalar su palabra a cualquiera. Hay quienes lo hacen por ritual, por veneración. Hay quienes se enamoran de su propio silencio. Y hay quienes se fugan, con su ajeno silencio. Quienes dan a los labios, a la boca, el estatuto del áspid o el del sarcófago. O, con un gesto de generosa humanidad, eligen el de la leche y la miel.
En una de las últimas visitas a mi Algarrobos natal, supo decirme mi antiguo tutor, don Goyo Sartori, a quien la enemistad por igual con curanderos, alópatas y homeópatas ha permitido llegar a los 92 años lleno todavía de fuerza, picardía y ganas de más: “Una prueba de lo equivocados que están los médicos, hijito, de su ignorancia, es que ellos jamás consideraron la boca como un órgano de placer”.
* Escritor, docente universitario.
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