Viernes, 9 de julio de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
No todos los días se descubre un nuevo cuadro de Leonardo Da Vinci. Para ser más precisos, hacía ciento veinte años que eso no ocurría hasta que, a fines del año pasado, una de las máximas autoridades del planeta en Leonardo, el catedrático de Oxford Martin Kemp, anunció que un pequeño dibujo coloreado de una adolescente posando de perfil, que había sido sometido a su evaluación casi dos años antes, era un Da Vinci auténtico. Las obras de arte sin título no sirven para titulares, de manera que el apodo casero que le había puesto Kemp al cuadrito mientras trabajaba en él (La Bella Principessa) se convirtió en su nombre oficial para las primeras planas de los diarios. Y, como se sabe, es inaceptable que un original de Leonardo quede en manos privadas, en lugar de estar disponible a los ojos del mundo en la sala de un museo, de manera que los encargados de compras de todos los museos importantes empezaron a reunir dinero entre sus patrocinantes y las casas de remate se pusieron a calcular cuál sería el precio de La Bella Principessa cuando saliera a subasta pública (Sotheby’s y Christie’s coincidieron en que superaría los 150 millones de dólares). Pero el procedimiento de autenticación ofrecía una historia aún más explosiva que el precio que podía alcanzar.
La Bella Principessa había asomado tímidamente al mercado en un remate neoyorquino. Se pagaron por él 22 mil dólares, en la suposición de que se trataba de una obra realizada en el siglo XIX repitiendo técnica y motivos de los grandes maestros del Renacimiento. Pero su comprador, un coleccionista suizo, estaba convencido de que el cuadro era mucho más antiguo y valioso, así que invirtió otros miles de dólares en someter la pieza a la evaluación del Instituto Tecnológico de Zurich primero, para la prueba de carbono 14 (que determinó que tanto los pigmentos como el lienzo del cuadro se remontaban a fines del siglo XV, la época de Da Vinci, quien nació en 1452 y murió en 1519) y luego al ojo experto de Kemp, como una de las autoridades máximas en Leonardo. Kemp fue paso por paso. Comprobó primero que cada pincelada del cuadro había sido realizada con la mano izquierda (Da Vinci, como se sabe, era zurdo), utilizando la variedad de color y la firmeza de trazo que caracteriza sus obras. Luego se sumergió en su biblioteca para develar quién podía ser la retratada y llegó a la conclusión de que se trataba de Bianca Sforza, hija ilegítima de Ludovico, duque de Milán, casada a los trece años con Galeazzo Sanseverino (uno de los patronos de Leonardo) y muerta de fulminante enfermedad a los quince. A diferencia de otros autenticadores de arte, que se jactan de reconocer a primera vista, merced a un infalible sexto sentido, si una obra es verdadera o falsa, Kemp prefiere trabajar en grupo. Y uno de los expertos que convocó, el húngaro-canadiense Peter Paul Biro, localizó en un rincón del cuadro una huella dactilar, producto de un procedimiento que era tan habitual en tiempos de Leonardo como en los pintores de hoy: el uso de la yema del dedo pulgar para suavizar el trazo del pincel.
El húngaro Biro había saltado a la fama en el ambiente del arte por inventar este revolucionario método que, según él, ofrece por fin base científica a la autenticación de obras de arte. Llegado a Canadá en su adolescencia e iniciado en el oficio de restaurador por su padre (que había trabajado para el Museo de Bellas Artes de Budapest hasta que huyó de los comunistas con su familia), Biro desafió primero a la National Gallery londinense y luego al Metropolitan neoyorquino demostrando que dos telas restauradas y analizadas por él eran obra del maestro inglés Turner y del norteamericano Jackson Pollock, luego de encontrar en ambos lienzos impresiones digitales que coincidían con huellas similares halladas en cuadros incuestionablemente legítimos de ambos pintores, exhibidos en la National y el Metropolitan. Lo que empezó como una batalla silenciada por ambos museos saltó al dominio público gracias al documental ¿Quién #$&% es Jackson Pollock?, que narraba la batalla de Biro y su clienta Teri Horton, una camionera que había comprado por cinco dólares en una venta de garaje el cuadro que Biro sostenía era obra de Pollock, contra la opinión de célebres autenticadores profesionales, encabezados por Thomas Hoving, que en el documental quedaba como el villano de la película, por la soberbia con que se burlaba de la iletrada camionera y de aquel rastreador aficionado de huellas digitales.
Con lo endogámico que es el ambiente del arte, llama la atención que el puntilloso Kemp haya apelado a los servicios de un personaje como Biro, pero el inglés asegura que supervisó cada paso del húngaro. Luego de relevar todos los cuadros conocidos de Da Vinci, Biro logró encontrar una huella dactilar en un rincón de la tela del famoso San Jerónimo propiedad del Vaticano. Cuando la huella coincidió con la hallada en La Bella Principessa, Kemp se atrevió por fin a asegurar que estábamos en presencia de un auténtico Leonardo. Sólo una persona se atrevió a desconfiar del hallazgo, el ya mencionado Thomas Hoving, quien dijo que el retrato era “demasiado dulce” para salir del pincel legendariamente “mental” de Leonardo. Pero para entonces Hoving ya había mordido el polvo una vez en su duelo con Biro y además estaba en las últimas etapas de una enfermedad que lo llevaría a la tumba poco después.
Todo indicaba que Biro era el gran triunfador de esta historia y que su método se volvería indispensable para los museos del mundo, hasta que la revista The New Yorker reveló esta semana su pasado oculto: varias causas por defraudación y estafa en la Justicia canadiense, venta de cuadros falsificados por su padre y acusaciones de expertos forenses que sostienen que la técnica de análisis dactilar de Biro y el espectroscopio de su invención son un bluff de proporciones asombrosas. La subasta de La Bella Principessa se ha suspendido hasta nuevo aviso, el pobre Kemp ha preferido no hacer declaraciones y Biro ha quedado pataleando en el aire (lo que no impide que siga ostentando su rumboso tren de vida en entrevistas varias).
Se dice que los húngaros son los argentinos de Europa (en alusión a cómo se las rebuscan para brillar fuera de su país, y lo parecidos que son, en genio y picardía por igual, a los argentos en el exterior). No es casualidad que la divisa preferida del pueblo magyar sea hasta hoy el águila de dos cabezas que supo representar al imperio austrohúngaro. Me gusta pensar que toda familia húngara es así de bicéfala: el genio y el pícaro conviven en ella. Y la familia Biro no sería una excepción: su faceta pícara encarnó en la rama familiar que se instaló en Canadá y su faceta genial encarnó en Lazlo Josef, o Ladislao José Biro, nombre con el que se conoce en la Argentina al inmigrante llegado en 1938 que inventó la birome, el desodorante a bolilla y hasta la caja de cambios automática.
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