Viernes, 24 de mayo de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
Es una casa como cualquier otra, en un pueblito como cualquier otro de la campiña inglesa pero, desde 1974, jóvenes tristes de los lugares más remotos del mundo peregrinan hasta ahí a rendir su homenaje al santo patrono de las almas sensibles, el rey indiscutido del otoño: Nick Drake vivía en esa casa con sus padres hasta que, una mañana gris de 1974, sus padres lo encontraron muerto en la cocina, al lado de un bol de cereales y un frasco vacío de antidepresivos. Tenía veintiséis años, había grabado tres discos hermosos que pasaron sin pena ni gloria, nunca pudo vencer su incapacidad de tocar en público, tampoco podía tocar con músicos que no conocía: en sus primeros dos discos reemplazó a los profesionales que le ofrecía la discográfica por amigotes suyos de Cambridge; para el tercer disco ya no podía tocar con nadie, y después de esa grabación solitaria (que hizo en dos días y dejó él mismo en un paquetito en la recepción de Island Records), ya era incapaz incluso de acompañarse a sí mismo con la guitarra cuando cantaba.
El mito dice que Nick Drake sentía la tristeza como nadie y logró destilarla en treinta canciones repartidas en tres discos y, después, la tristeza que tenía adentro se lo comió. “Otra gente tiene ocupaciones o pasatiempos, nosotros teníamos a Nick”, dijo una vez su padre. Nick Drake medía casi dos metros, tenía unas manos larguísimas que le permitían acordes extraordinarios en la guitarra, podía hacer lo mismo con su voz, y cuando eso ocurría era sencillamente una transportación para quien lo oía, los que tocaron con él dicen que te llevaba a otro lado, te hacía tocar de otra manera, más pura, te sacaba de vos, pero él tocaba para adentro, tan para adentro como vivía, como si se lo fuera a chupar el hueco de su guitarra, y se lo fue chupando, día por día, hasta que al final se lo llevó.
El mito dice que Nick Drake nació en Birmania, donde su padre trabajaba como ingeniero. Con la Segunda Guerra la familia fue evacuada a la India y de allí a Inglaterra. Del calor al frío, del sol a la niebla, de sirvientes que te servían el té a poner monedas en el radiador para tener calefacción. El mito dice que sus tristísimas canciones salvaron del suicidio a unos cuantos adolescentes del mundo. Algunos de ellos peregrinaron después hasta aquella casa y, según el mito, los padres de Nick los invitaban a pasar y les servían té y les contaban cosas de él, y hasta les daban casetes con unas pocas grabaciones caseras de Nick que había hecho el padre sin que él se diera cuenta, cuando volvió a vivir con ellos. Veinte años fue un culto privado el culto a Nick Drake. De esos casetes, y de aquellos vinilos nunca reeditados, se hacían grabaciones piratas que circulaban de mano en mano por los lastimados del mundo; algunos pocos peregrinaban después hasta aquella casa de pueblo en las midlands inglesas. Muy de a poco, algunos músicos conocidos empezaron a hacer covers de sus canciones; las revistas de rock empezaron a hablar de él; papá y mamá Drake murieron; el peregrinaje pasó a ser al pequeño cementerio donde las tumbas de Rodney y Molly flanqueaban la tumba de su hijo. Entonces se reeditaron en cd aquellos tres discos y el culto se hizo público y la avidez por Nick Drake también, y como no había nada de material documental (ni una sola filmación, ni apariciones en radio ni reportajes, ni muchas fotos siquiera), se desató una fiebre por aquellas grabaciones piratas que se multiplicaban y perdían cada vez más calidad de sonido, hasta que Gabrielle, la hermana actriz de Nick, la única que quedaba viva de la familia, aceptó que se hiciera una edición masterizada de ese material que sus padres habían dispersado con generosa indiscriminación.
Había de todo y todo sonaba casero en esas grabaciones hechas de canuto por el padre de Nick: viejos blues y baladas, versiones alternativas de los temas de sus discos, dúos con la hermana o amigos, todo tocado así nomás, pero había también, como bonus-track, dos canciones completamente distintas, de una pureza comparable al último disco de Nick, aquel en el que cantaba solo y se acompañaba con la guitarra. No era Nick sino su madre quien cantaba y se acompañaba al piano. En las notas del disco decía que había diecisiete canciones más como ésas, todas compuestas por Molly en el piano vertical de su casa, todas grabadas allí mismo por su marido y nunca escuchadas por nadie, porque Molly nunca quiso hacer carrera con ellas, ni cantándolas ella misma ni permitiendo que otros las cantaran en su lugar (aunque trabajaba sin descanso en cada una antes de darla por terminada y las grabaciones hechas por Rodney eran igual de cristalinas).
Hace un mes, finalmente, salieron esas diecinueve canciones. Gabrielle al principio creyó que todas pertenecían al pasado remoto de su madre, pero al escucharlas bien descubrió que al menos tres eran respuestas a canciones de su hijo, es decir realizadas no cuando Nick y Gabrielle eran chicos o no habían nacido aún, sino cuando él volvió a vivir a la casa paterna, después del fracaso de sus tres discos. Molly era una inglesa cabal: en su país nunca estuvo bien visto tenerse lástima, contar las penas, y en la época en que ella volvió a Inglaterra, con sus hijos chicos, era sencillamente un lujo fuera de los alcances de la imaginación. Una de sus canciones se llama “Poor Mum” y es una respuesta a esa rapsodia del lamento que es “Poor Boy”, donde Nick cantaba de sí mismo en tercera persona: “Pobre chico, qué empinadas son sus escaleras, cómo tiemblan sus rodillas, qué frío siente ahí adentro”. La letra de Molly dice, en cambio: “Laméntate en silencio, aprende a no dar lástima, si el tiempo se lleva la felicidad también se lleva la pena, aprende a no recordar los recuerdos que llevan al lamento”. Una y otra canción tienen la misma belleza elegíaca, parecen venir del mismo lugar, es imposible decir cuál es hija de cuál: nacieron de la misma matriz, las dos fueron hechas para adentro, en la misma habitación.
El mito dice que, en los últimos tiempos de su hijo, Molly ocultaba todas las píldoras que había en la casa antes de subir a acostarse, y que cuando oía a Nick bajar los escalones en medio de la noche, ella bajaba también a hacerle compañía o prepararle una leche tibia con cereales. El mito dice que él ya no hablaba casi y que ella lo acompañaba en silencio: el epítome de la discreción inglesa. Ese es el núcleo inmencionable del mito de Nick Drake. Eso es lo que ven los que peregrinan hasta allá y se atreven a asomarse a la ventana y espiar adentro, en la penumbra lunar que antecede al alba, la figura del hijo y de la madre en silencio, entre ellos un bol de leche con cereales que se enfría, al fondo el piano vertical con la tapa cerrada, en un rincón la guitarra de Nick y el viejo Rodney acostado en su cama en el piso de arriba, porque ya no hay nada que grabar.
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