Jueves, 31 de octubre de 2013 | Hoy
Por Noé Jitrik
A César Fernández Moreno, entonces en París, tiene que haber sido por 1968, se le ocurrió entrevistar a Claude Lévi-Strauss e invitó a Tomás Eloy Martínez, de paso por Francia, para que lo acompañara. Ahí fueron; el antropólogo y creador del estructuralismo, celebérrimo autor de libros decisivos de la cultura del siglo XX, los recibió amablemente y, según ambos me lo narraron, interpretaba más por cortesía que por haber entendido las preguntas que los visitantes le formulaban en un francés muy recientemente conocido: me dio la impresión, cuando escuché la grabación, de que hablaban como gallegos. Conjeturo que Lévi-Strauss debe haberse sentido halagado y desconcertado al mismo tiempo, pero de ninguna manera la Historia indica que los rechazó.
En un momento, César le preguntó por sus preocupaciones e intereses actuales y Lévi-Strauss le dijo que estaba internándose en los mitos de, si no recuerdo mal, una zona del Brasil diferente de la que había considerado en El pensamiento salvaje. César entendió la expresión los mitos, “les mythes”, como si fueran los límites, “les limites” y, rápidamente, como disparándole un carabinazo –escuché la grabación– exclamó, como si Lévi-Strauss necesitara que se lo explicaran: “¡Entonces lo que usted hace es geografía!”. El antropólogo vaciló y, por un momento, con toda parsimonia, dijo algo, como que en cierto modo así era, sentando, de paso, y sin mucho entusiasmo, una audaz teoría epistemológica, la antropología como subsidiaria de la geografía, cosa que le debe haber agradecido a César. Tal vez, incluso, quedó contento pero cuando César y Tomás cayeron en la cuenta enrojecieron. Claro que ya en la calle y muy lejos de la fascinante biblioteca en la que tomaron un café no del todo malo. En suma, que César actuó como si fueran iguales, casi explicándole a Lévi-Strauss algo que Lévi-Strauss no había advertido.
La divertida situación me recordó una anécdota que Borges contó o que le atribuyeron, Borges es como Las mil y una noches, en su nombre se encierran incesantes e infinitas historias. Una muchacha se le presenta y le dice: “Señor Borges, soy una escritora argentina” y Borges le replica, con toda amabilidad, “¡Qué casualidad, yo también!”. La cosa era de colega a colega sólo que no deja de ser notable la idea que de sí misma tenía la muchacha en el momento de enfrentarse con ese ya contundente escritor.
Debe haber muchas situaciones similares y en todos los campos. Un sobrino mío, de cuya penuria para hacer el secundario tuve información, no de si había llegado al final del quinto año, empezó a disertar conmigo sobre la problemática universitaria; tenía, sorprendentemente, más opiniones que yo, críticas y negativas por supuesto. Se sentía, sin vacilaciones, igual a mí y hasta un poquito más que yo. Me sedujo la situación, entre incómoda y divertida, pero lo que me quedó flotando fue la poderosa imagen de la igualación, como en los otros casos; conjeturé que el comportarse como un igual es antagónico de la conciencia de sí, facultad o cualidad rara que es difícil de encontrar en el mercado de las relaciones humanas.
Algo a qué sacarle la punta. Sucedió en México cuando a Carlos Illescas, escritor guatemalteco, se le ocurre inventar un término que prende rápidamente para defenderse de quienes hablan al “tú por tu”, como lo designa cierta tradición española, sin la menor atención al currículum de aquél a quien le están explicando lo que hay que pensar y hacer; los llama “igualodontes”, una expresión felicísima que fue adoptada de inmediato por gente como Tito Monterroso, Luis Cardoza y Aragón y otros guatemaltecos que, por suerte para los que los conocimos, disfrutaban con todos los disparates e invenciones que se producían a diario, herencia, quizás, de un vago surrealismo al que se habían asomado algunos, el mencionado Cardoza, el robusto Miguel Angel Asturias y seguramente otros más.
De pronto, el mundo se llenó de igualodontes; había que tener cuidado y lo mejor era dejarse atropellar por esas moles, no luchar contra ellas; eso de ponerlos en su sitio era y es de improbable éxito. Porque ¿qué hago cuando un escritor se me acerca, me dice que haber producido la Historia crítica de la Literatura es un hecho fundamental, pero que él, que está por escribir una reseña de un libro de Galeano para ver si se lo publican en El Tribuno de Berazategui, difiere en la concepción, el contenido, los colaboradores, la presentación, la editorial y el precio de cada volumen? Se escucha el temblor de la tierra que pisa el igualodonte y el castañeteo de los dientes del igualado mientras se ve la sonrisa satisfecha del igualador. Ser profesor depara estos pisotones: en una clase un alumno me hace una objeción; la encuentro razonable y la acepto; al terminar va con sus compañeros al café de la esquina y declara, satisfecho: “¿Vieron cómo lo hice pomada?”. Igualodoncia secreta, los términos con los que se maneja tienen varias puntas: un triunfo que no lo es pues media un reconocimiento, una declaración que no se hace y un orgullo que se exhibe frente a terceros, como si al igualado se le estuvieran poniendo los cuernos.
Pero César Fernández Moreno no era un igualodonte; todo lo contrario: era un generoso proveedor de amistad y reflexión y, por supuesto, de una vena poética inigualable; quizás un poco ingenuo por eso mismo, pero quién soy yo para describirlo de ese modo, quién soy yo más que alguien que fue su entrañable amigo y sigue quejándose por su ausencia. Tal vez, replicarle a Lévi-Strauss fue por sorpresa, por haber caído en las redes de la lengua francesa que para un oído no habituado maneja los deslices sonoros con cierta artera y golosa perversidad. Y por agradecimiento porque entrevistar a ese hombre excepcional tiene que haber causado alguna confusión provocada precisamente por la gratitud y el encanto que emanaban sin duda de esa cabeza privilegiada.
El mismo César era, me parece, consciente de esta versión del horror humano: al tanto de que yo había escrito, proclamado incluso, que Alberto Vanasco era el autor de una novela, Sin embargo Juan vivía, en la que se anticipó los procedimientos del “objetivismo”, llamado también “nouveau roman”, y presumiendo que podría comportarse como un igualodonte, lo invitó a una reunión en la que estaría Michel Butor, uno de los principales objetivistas, de fama cuasi mundial. Sería, no sabíamos qué esperar, o bien una presuntuosa igualación o un encuentro de titanes del que saldrían chispas teórico-prácticas de consecuencias históricas. Se encontraron, se presentaron y ambos, tímidos como gacelas, no lograron decirse nada. Una feliz contraigualodoncia que le sirvió a César para una página en su bello libro La realidad y los papeles, que hay que leer para paladear un poco la atmósfera literaria de la década del ’60 en un Buenos Aires brillante.
De modo que los igualodontes son de todo tipo y especie: está lleno de esos especímenes en el periodismo, y sobre todo en la televisión. Es de temblar cuando el Dr. Nelson Castro semanalmente apunta al vacío, o a las cámaras, con el dedo índice y el rostro severo y admonitorio, y le dice a la “Señora Presidenta”, sin anestesia –él es médico– lo que debe hacer para hacer las cosas bien: seguramente, y eso es de igualodontes, no necesita haber tenido ninguna experiencia de gobierno para indicar lo que debe ser un buen gobierno que, desde luego, la “Señora Presidenta” no hace. Y no es el único: también el Señor Lanata, claro que con un volumen corporal algo menos estilizado, augura terribles porvenires a partir de espantosos presentes que niegan venturosos pasados, no como si fuera un ex gobernante despechado, ni siquiera, sino como alguien que no necesita mostrar sus cuentas para exhortar a la Presidenta, para él ya no “Señora”, a mostrarlas; no parece que si eso sucediera él las aprobaría, ducho en encontrar nuevas y horribles calamidades. ¿Y qué decir de Clarín y La Nación? Parecieran tener la mejor receta para el buen gobierno y no vacilan en mostrarla para que se admita que ellos son los más capaces, tanto o más que otros notorios igualodontes, como la doctora Carrió, que cultiva un expresionismo grotesco, de justicieras, casi bíblicas, vociferaciones y furibundos hexámetros, ojos en blanco y roncas convocatorias a Juana de Arco y a la traída y llevada Hannah Arendt; o como el ingeniero Macri, amante de comparar las virtudes de su ignorancia con los defectos de quienes han leído algunos libros más que él, aunque menos los del debe y el haber.
Así, pues, igualodontes hay por todas partes y lo que los caracteriza, además de sus pesadas extremidades, es su radical incapacidad para iniciar y mantener un diálogo normal, necesitan convulsivamente igualarse con quienes saben que de alguna manera y en algún sentido están en un nivel superior; y si el aturdido interlocutor les concede y les hace creer que son superiores a él, como para sacárselos de encima, desde luego que no le creen pese a haber pisoteado triunfalmente el valor del otro; ignoran, y por eso son igualodontes, que es infundada su pretensión de hacerse valer por encima de lo que valen. Algo de eso se decía de algunos argentinos que estaban en México: valen menos de lo que dicen que son.
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