Jueves, 31 de octubre de 2013 | Hoy
PSICOLOGíA › SALUD MENTAL EN CONTEXTOS DE VULNERABILIDAD
El niño que se lastimaba “con preocupante facilidad”, como el que necesitaba saber si los meteoritos realmente existen, son, en la experiencia de la autora, ejemplos de las dificultades y del íntimo compromiso que hace falta para trabajar en los que llama “contextos de alta vulnerabilidad”.
Por Adriana Montobbio *
Un lunes por la mañana en el centro de salud, la “salita” donde trabajo como psicóloga en el equipo de Salud Mental de Niños y Adolescentes: estoy en una reunión cuando una de las enfermeras, motivada por cierta urgencia que vaya a saber cómo pudo intuir, me avisa que un muchacho me busca y ella cree que, si no bajo pronto, él se va a ir. Bajo entonces. Se trata de D., a quien yo había atendido, con interrupciones, entre los 9 y los 14 años. Apenas lo veo recuerdo dos detalles: la preocupante facilidad con que se lastimaba y el entusiasmo que tenía al jugar conmigo a las figuritas de Dragon Ball. Hablamos unos minutos: me da a entender que estuvo preso y que necesita venir porque “quiere estar bien”. Llama mi atención observar que, otra vez, parte de su cuerpo está vendada. Advierto, además, que aunque habían pasado ocho años desde nuestro último encuentro, acudió a buscarme el primer día hábil luego de haber salido de la cárcel.
Se lo nota entusiasmado por retomar el tratamiento, pero al poco tiempo vuelve al consumo de drogas y todo se complica. Intento recuperar el contacto con él; desde otras instituciones del barrio se le ofrecen diversos recursos. D. se ausenta a cada cita para luego pedirme otro horario, agradecerme porque yo “pongo onda” en ayudarlo, asistir y pensar conmigo qué lo tiene tan agarrado a esa posición tan dañina que no puede soltar... pero luego vuelve a desaparecer. Una tarde, agotada, me siento en el office. Beatriz, administrativa y vecina del barrio, se queda mirándome. Le digo: “No sé qué hacer con este pibe. Me pregunto para qué vino, por qué me buscó”.
Me doy cuenta de que, si bien podría ensayar explicaciones teóricas basadas en la cuestión de la pulsión de muerte y la compulsión a la repetición, el goce y el objeto, le estoy preguntando a Beatriz porque necesito que sea ella quien me diga algo. Y me dice: “Quizá vino a buscarte porque sos el único vínculo sano que pudo conservar”. Su respuesta me hace sentir aliviada.
Un lugar al que poder volver, un espacio que ha quedado a salvo del arrasamiento, tan solo eso, resabio de esa zona a la que “no se le presentan exigencias, salvo la de que exista como lugar de descanso para un individuo dedicado a la perpetua tarea humana de mantener separadas y a la vez interrelacionadas la realidad interna y la exterior” (Donald Winnicott, Realidad y juego).
El trabajo con niños en contextos de alta vulnerabilidad social supone la pregunta acerca del alcance de nuestras prácticas, ya que la complejidad de los factores que intervienen en la vida de las familias nos enfrenta todos los días con el límite de nuestra intervención.
Otro caso es el de Jonathan: cuando llegó al centro de salud tenía 11 años, pero ya sabía de la calle, las drogas, los hogares, los institutos, el juez y todas esas cosas de las que no hablaba pero que se me hacían presentes en la expresión ceñuda de su rostro. Lo atendí varios meses apoyándome en el esfuerzo del equipo interdisciplinario y en el entusiasmo de algunos instantes inesperados en los que lográbamos abrir pequeñas grietas en ese destino que cancelaba toda idea de futuro.
Jugábamos al maestro. Yo siempre era la alumna que terminaba en la dirección; él me ponía las peores notas y me retaba porque mis tareas nunca estaban bien. Yo hacía de niña y él hacía de adulto. Y como era “de jugando”, al menos en la ficción se abría la posibilidad de hacer espacio al futuro, en tanto siempre se juega “a la espera de”, pues, como señaló Freud en Más allá del principio del placer, el deseo que anima el juego es el de ser grandes y poder hacer lo que los mayores. Un día especialmente difícil (drogas, calle, policía, juez), me dispara una pregunta inesperada:
–¿Existen los meteoritos?
Le digo que sí y me cuenta a regañadientes que había estado en la calle, había llegado al Planetario y que había visto el meteorito ubicado en la entrada. Su pregunta por los meteoritos es exigente: ¿en qué lugar nos ubica un chico cuando nos pide que le digamos si existe en la realidad aquello que acaba de ver? En ese momento vino a mí un viejo recuerdo infantil: yo había estado frente a ese meteorito y lo había tocado; recuerdo lo frío del contacto. Yo estaba en tercer grado, poco después de la llegada del hombre a la Luna, cuando soñaba con ser astronauta y me fascinaba el personaje del profesor Smith de Perdidos en el espacio. La sensación del contacto frío con el meteorito me conecta con el asombro infantil de encontrarse tan cerca de algo que había estado increíblemente tan lejos. De pronto, todo lo denso e irrespirable de la realidad queda afuera: ese día, con Jonathan, nos entusiasmamos conversando sobre la luna, las estrellas, los viajes espaciales. ¿De los sueños infantiles de quién estábamos hablando?
Al poco tiempo, Jonathan deja de venir. Por la mamá me entero de que desaparece semanas enteras, de que todo anda mal. Tres años más tarde vuelvo a verlo un par de veces y me cuenta que aquella noche estuvo consumiendo, pero que al fin se durmió y tuvo un sueño:
–Yo iba a la psicóloga pero me iba para otro lado, a la cancha de Ferro y me contrataban, y me iba re-bien y era famoso.
Agrega que quiere jugar al fútbol y también quiere estudiar computación. Me explica, con un relato bastante cinematográfico, que le gustaría hacer algo así como lo que hacen los hackers. Sólo le respondo que lo importante es que él no renuncie a sus sueños y hablamos de la película Juegos de guerra.
Pasaron muchos años: a veces ocurría algo bueno y las cosas se iban encarrilando; otras veces, todo salió mal. Los factores que intervienen son tan complejos y la precocidad del contacto de los chicos con el alcohol, las pastillas, la pasta base y el delito es tan feroz que las posibilidades de intervención de un equipo de salud mental son francamente limitadas.
Pero quisiera volver a las palabras de Beatriz, aunque quizá suenen a poca cosa frente a lo enorme de los problemas por los que somos convocados. Si se trata de sostener un lugar al que poder volver, la capacidad de permanencia que esto exige de nuestro lado pone en juego un alto grado de compromiso emocional (y aquí me refiero a todos los que trabajamos desde la salud en espacios cercanos a la vida de la gente). Winnicott se refiere a esta cuestión a propósito de las experiencias vividas en la guerra: un hogar no es un idílico espacio de tranquilidad, sino un campo de batalla que aloja la impulsividad infantil para que el niño pueda jugar con ella, mientras la guerra de verdad queda por fuera. Los chicos necesitan comprobar que hay un lugar que sobrevive a su propia impulsividad, que pasa la prueba. Esta prueba puede ser agotadora para los mayores, pero para el niño es tremendamente riesgosa: para él no hay garantías, sólo el sostén que ofrece quien encarna al Otro. ¿Será a esto a lo que se refiere Beatriz?
Se me ocurre que para responder a la pregunta de Jonathan es inevitable el pasaje por el propio deseo, en tanto nos cuestiona en nuestra función de soporte, más aun cuando se trata de un niño que ha perdido demasiado pronto la confianza en el Otro: “A pesar de todo, ¿hay alguien aquí que pueda responderme si existen los meteoritos?”.
Un espacio al que poder volver es un lugar que sobrevive a lo arrasador de la pulsión de muerte. Este lugar tiene la precariedad del juego y de la fantasía, pero esta precariedad toma su fuerza del pacto simbólico que establecemos con el chico, por el que nos comprometemos a no vulnerar y a hacer lugar a su capacidad de crear.
* Psicóloga de planta en un Centro de Salud y Acción Comunitaria (CeSaC) de la ciudad de Buenos Aires.
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