Jueves, 18 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Noé Jitrik
En noviembre de 2010 se cumplieron 100 años de la muerte de León Tolstoi. Su obra, y su figura, fueron evocadas en diversos lugares del mundo, con veneración en algunos casos, con reservas literarias en otros, pero siempre con la perplejidad que suscitan las grandes obras a veces acompañadas, es el caso, de grandes decisiones. Ana Karenina y La guerra y la paz son enormes novelas que siguen siendo leídas y retomadas y sus personajes se han evadido de las páginas para convertirse en cuasi mitos, o en ejemplos citables o en motivos de paráfrasis tan ocurrentes como la de Woody Allen, La última noche de Boris Grushenko. Lo desconcertante para la suerte de Tolstoi, y el punto no ha dejado de mencionarse, es el contraste entre el éxito social, por decir así –un noble, gran escritor por añadidura– y la vertiente mística, ascética, en la que terminó sus días.
Lo que personalmente la rememoración a mi turno me evoca no es esas novelas sino una breve narración, La muerte de Iván Illich, que leí hace muchísimos años y a la que me referí en otro escrito que gira sobre el dolor, tema que me vuelve con el amargo sabor de lo no comprendido. En sus términos, es una breve historia que relata una muerte, como lo indica el título, pero que se me convierte en una historia del dolor si se la interpreta no literalmente o, mejor dicho, excavando un poco en lo literal. A Iván, que vivía tranquilo, como un burgués adinerado, rodeado por la complacencia de su familia, lo ataca de pronto una enfermedad, no recuerdo cuál es, y empieza a morir. En el transcurso su dolor físico progresa y se hace insostenible pero no queda ahí, se convierte en dolor moral: antes la existencia transcurría armónica y plácidamente, ahora todo se crispa, quienes debían acompañarlo se retiran, se va quedando solo con su dolor. Trata de hallar una lógica en el sufrimiento pero no la encuentra, el dolor está ahí y no sólo incomunica sino que no tiene palabras, las que pueden dar cuenta de él lo empobrecen, nadie puede llegar a comprender lo que es el dolor de otro. ¿Será que para él que lo padece el dolor es una sensación y para los que no lo padecen sólo una palabra? ¿Será por eso que se retiran?
Pero hay otros que lo comprenden, intentan –o deberían hacerlo– paliarlo y se retiran igualmente: los médicos.
Parece un misterio que no sufran viendo sufrir e, incluso, haciendo sufrir, paradójicamente para aliviar; quienes los ven, impasibles, junto a quien padece, a su vez no lo comprenden, cómo pueden estar tan cerca del dolor, pero sin retirarse, tal como lo hacen los otros, los que tanto no lo soportan que se van a otra parte, lo más lejos posible; ellos, por el contrario, incólumes, tranquilos, haciendo su trabajo como quien talla la madera, que si sufre no lo dice ni se queja. Hay una explicación, casi trivial: si sufrieran con cada ser que sufre y del que no se separan serían arrastrados no por un dolor único sino por la suma de dolores que se proponían paliar o que estaban obligados a paliar o a comprender no en términos de sufrimiento sino de desafío. No podrían ganar en ese combate si se dejaran arrastrar y, por eso, se endurecen, hacen costra de su simpatía porque, quizás, hipocráticamente, la ponen en otra parte, más concreta y más racionalmente justificable, en la extirpación del dolor. Pero ¡vaya uno a saber! Puede ser eso en la mayor parte de los casos o puede también ser un modo particular de insensibilidad, en ese sentido –pero es raro que suceda– semejante a lo que puede “no sentir” un sádico o un torturador, también ellos convivientes con el dolor ajeno.
El médico, protagonista en la historia del dolor, propone un concepto a tener en cuenta: la paliación. Procurarla sería su misión pero paliar el dolor, un poco antes, es una esperanza del que lo padece, un objetivo, internalizado culturalmente, para alcanzar el cual se multiplican los recursos, las drogas, el reinado de la culminante, el opio o la morfina, una palabra tan aterradora como el dolor mismo, y otras más tranquilizantes pero mucho menos radicales. El capítulo es amplio y la verbalización que lo satura tiene múltiples matices pero pocos adjetivos: intenso, soportable, intolerable, menos, más, del 1 al 10, sin palabras, disminuye, no lo puedo describir y no mucho más.
Todos tenemos experiencias del dolor propio, en diversa medida de intensidad, y del ajeno y si aquél nos mostró lo que es no por ello comprendemos totalmente el de los otros pese a que se nos pone por delante casi permanentemente, como un antagónico de la felicidad que en ocasiones sentimos. Viendo más de cerca, se diría que hay dos collares relacionados; uno, el de las felicidades que como cuentas lo componen y que le dan sentido a lo que somos, queremos y perseguimos; el otro, en el que se enhebran todos los sufrimientos de que fuimos testigos, a veces escapando del dolorido, a veces acompañándolo pero siempre sin entrar del todo en él. La fuerza de una pone una barrera al ataque del otro; el ataque del dolor borra la felicidad y la hace grotesca cuando no obstante se la sostiene.
No recuerdo haber sentido el dolor que experimentaba mi padre pero sí el que me atravesó a mí cuando su muerte. En cambio, pude asomarme al que asediaba a mi amigo Edgar Tripet sólo al verlo bajar penosamente una escalera, contraído el rostro pero tratando de sonreír y de hablarme de algo que no era el dolor pero precisamente ese esfuerzo me impedía seguirlo y concentrarme en esa otra cosa con la que intentaba alejar o disfrazar lo que estaba padeciendo. Esa imagen fue muy fuerte, tanto que me hizo escribir un poema primero y luego una serie mediante la cual, me di cuenta, estaba intentando capturar con imágenes el impreciso ser del dolor, nada material desde luego pero instalado en un lugar otro al de su materialidad misma, me refiero a los nervios atacados, a las heridas abiertas. La simbolización –y la poesía suele ser eso– tiene esa virtud: parte de un “estar ahí” y se aleja, mediante palabras, para comprenderlo.
No puedo decir que haya avanzado demasiado en la comprensión de esa terrible manera de estar en el mundo y sentirse existente y en peligro al mismo tiempo. Sólo podría afirmar que es tan eterno como el amor mismo y que si no se puede destruir el amor, aunque hay quien lo intenta a diario, es vano querer destruir el dolor. Es más, podría decirse que andan juntos por la vida y por la historia: amar es para algunos doloroso, en ocasiones deliciosamente doloroso cuando aparece, aterrador cuando se va –“Amor se fue/ mientras duró/ de todo hizo placer/ cuando se fue/ nada dejó/ que no doliera” escribió Macedonio Fernández, quevedianamente–. Y en la historia la falta de amor se entreteje con la primacía del dolor, que lo diga si no la vida o la sobrevida en Auschwitz.
Desde siempre se intentó comprender su alcance aunque probablemente siempre se creyó saber de dónde provenía: una herida, un nervio excitado, un hueso roto, un golpe, un desarreglo visceral, todo eso en cuerpos agredidos y lastimados; también de sentimientos lacerados y emociones maltratadas. El arte lo asumió y desde antiguo intentó descifrar su lugar y su alcance: la imagen de la Mater dolorosa, que puebla los museos, reúne ambos aspectos: el ser depositado en los brazos de una mujer transida está lleno de heridas por las que sin duda sufre y la mujer, en llanto, lo acompaña, en su abrazo lo entiende y permanece con él, no se retirará dejándolo solo como la familia a Ivan Illich. ¿Compasión religiosa? ¿O perplejidad del artista que intenta alcanzar una región terrible y no llega, dolorosamente a su vez y en otro campo? ¿Solidaridad que llega a las orillas del ser sufriente?
No es de desdeñar el esfuerzo que se hace desde la ciencia por saber algo acerca del dolor y restañarlo correlativamente. Después de todo, la ciencia ha hecho mucho por comprender y arreglar, no todo por supuesto, pero tanto que hoy se vive con menos padecimientos que antes de que esa actividad se desarrollara tan asombrosamente. Mi amigo Enrico Stefani se ocupa del dolor; dirige un equipo de investigadores en California, si la memoria no me traiciona, más de sesenta, que cuentan con generosos presupuestos para llegar a saber algo. Probablemente hayan determinado ya algunas fuentes físicas del dolor y, en consecuencia, sepan como neutralizarlo o aliviarlo y eso no es poco: la filosofía que los guía sostiene que el dolor engendra dolor, de modo que suprimirlo es fundamental; acaso ya sepan, en algunos casos y lugares del cuerpo, cómo se origina, por qué canales circula, ya sea por desarreglos intrínsecos, ya por acciones externas que lo provocan. ¿Sabrán ya qué es? ¿Podrán responder a mis preguntas? ¿O las desdeñarán por inútiles y metafísicas o psicológicas o tan ridículas como que si el dolor está ahí lo que debe hacerse es reducirlo y no exigirle documento de identidad?
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