Viernes, 7 de agosto de 2015 | Hoy
Por Hugo Soriani
Llovía como hace 29 años en el Monumental, en aquella final en que River fue Campeón de América por primera vez en su historia. Yo tenía 32 años y hacía dos que había salido de la cárcel, luego de casi diez en los que los resultados del fútbol sólo llegaban a través de los comentarios de los familiares, siempre con retraso, o de la boca de algún guardián comprensivo.
Mi viejo venía a las visitas y me contaba. En sus relatos revivía los partidos y, a través del vidrio del locutorio que nos separaba, me relataba las jugadas con lujo de detalles. A veces, en su entusiasmo, dejaba el incómodo taburete para mostrarme los movimientos con los que el Puma Morete había cabeceado al gol, o la pierna fuerte del Mariscal Perfumo para cortar el avance de algún irrespetuoso, o la clase con la que el Beto Alonso había metido un pase de 40 metros. Mi viejo hablaba de aquel River del 75 y se le iluminaban los ojos. Lo dirigía otro de sus ídolos, Angelito Labruna, que ganó el Metropolitano de ese año y cortó 18 años de mufa.
Pero aquella noche del 86, mi viejo y yo, bajo la lluvia y sin ninguna reja de por medio, enterramos en un abrazo interminable los años de cárcel y las diferencias políticas que siempre nos habían separado.
Mi papá tenía 72 años y había hecho largas horas de fila para llegar a la ventanilla y conseguir los lugares. Con la disciplina militar que conservó siempre, aguantó empujones y peleas para salir con las dos entradas en la mano como si hubiera ganado una batalla. Cuando se lo reproché, porque su salud ya no era buena, me dijo muy serenamente: “no me la iba a perder ni loco, esperé diez años a que vos salieras para que vivamos juntos un momento como éste” y, de sólo recordarlo, se me pone, nunca mejor empleado el término, la piel de gallina.
Y ahí fuimos el Capitán y yo a mojarnos a lo alto de la San Martín, donde gritamos juntos el gol del Búfalo Funes y una avalancha dio con los dos en el piso. Abrazados, fundidos en el amor a la banda roja, que fue nuestro salvavidas cuando la relación entre ambos naufragaba por la política, festejamos ese golazo que nos hacía campeones de América por primera vez.
De aquel equipo, como de todos, quedan nombres inolvidables, como el de Pumpido, el Cabezón Ruggeri, el Loco Enrique (que le puso la pelota a Funes para el gol), el Tolo Gallego, el Beto Alonso, Pedrito Troglio, que todavía hacía banco, o el uruguayo Alzamendi, que no mojó en esas finales pero sí en tantas otras. La mano del Bambino Veira, fiel a sus convicciones de jugador, se notaba en el andar del equipo y lo recuerdo arrodillado en la mitad de la cancha, festejando con sus ojos al cielo el gol del “Búfalo”, y luego entrando para hablar con Gallego, capitán de aquel equipo, para explicarle cómo aguantar el resultado con gestos desmesurados por la alegría.
Hay otros nombres, en cambio, que se han perdido. Montenegro, marcador de punta, el uruguayo Nelson Gutiérrez, un dos de categoría, o Daniel Sperandío, volante por derecha. Quizás anden por ahí, en algún club de barrio enseñando a los pibes, lejos del ruido y los medios.
Mi padre murió en el ’89, y en sus últimos días de hospital recordamos aquella noche en muchas de nuestras conversaciones. Se quitaba la máscara de oxígeno para besarme mientras yo, al borde de su cama, le hablaba de aquellas horas felices compartidas.
La copa del ’96 la viví de un modo más íntimo. La noche consagratoria estaba internado con un problema de salud que literalmente me sacó de la cancha. Así que sólo pude sufrir con la televisión del sanatorio, luego de convencer a mi médico de que me dejara ver el partido, porque la angustia de privarme esa posibilidad me haría más daño que las “emociones fuertes” que querían evitarme.
De ese encuentro recuerdo los dos goles de Crespo, el segundo de cabeza luego de un grosero error de Córdoba, el arquero del América de Cali que luego se hizo famoso atajando para Boca. Y también los nombres del Mono Burgos, de Hernán Díaz, del Burrito Ortega, del Jefe Astrada y, por supuesto, del ídolo inolvidable y actual referente del club, Enzo Francescoli. Hay otros, como los de ese equipo del 86, que también se han perdido: Rivarola o Pablito Lavallén.
El muñeco Gallardo también ganó esa copa como jugador, pero en esos partidos entró como suplente y jugó sólo medio tiempo.
Pasaron 19 años, la edad que tiene hoy mi hijo Joaquín, para que el festejo retomara la tradición familiar.
El miércoles fuimos juntos a la cancha. Jorge, su hermano más grande, se quedó afuera porque la magia de internet hace que las entradas se agoten aún antes de poder clickear la página. De poder hacer la cola para comprar las entradas, como hizo mi padre hace 29 años, ayer hubiéramos sido tres en el abrazo.
Sufrimos hasta los 44 minutos del primer tiempo, cuando Alario se agachó desde sus alturas y metió el cabezazo letal que fue un sedante para pasar el entretiempo.
Luego del penal/gol de Sánchez nadie vio más nada. El cabezazo de Funes Mori, con caño al arquero, quedará para la estadística, pero el festejo era ya tan increíble que muchos debieron mirarlo luego por televisión, tan ocupados estaban en llevarse grabadas en sus celulares las imágenes del delirio colectivo. Mientras un vendedor gritaba “qué suerte que gana River, muchachos, qué suerte, así yo no me meto las garrapiñadas en el culo”, la hinchada eufórica le ponía pimienta al festejo, recordando el gas del panadero de Boca, que los dejó afuera de la historia.
Llovía a mares cuando terminó el partido. Llovía a mares cuando mi hijo y yo festejamos abrazados, igual que llovía aquella noche del ’86, cuando festejé abrazado a mi padre nuestra primera Libertadores.
Alrededor nuestro una multitud rugía de felicidad. Algunas filas más abajo de nuestra platea, me pareció entonces ver a uno de los directivos del diario La Nación, Claudio Escribano, el mismo que le presentó un pliego de condiciones a Néstor Kirchner apenas este ganó las elecciones y que acuñó la célebre frase “Argentina decidió darse gobierno solo por un año” cuando el flamante presidente no las aceptó. Miré mejor. Era. Allí, en la Belgrano media, prolijo y atildado, casi sin mojarse, también estaba Escribano.
La felicidad completa no existe.
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