Domingo, 27 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Adrián Paenza
Es un miércoles con lluvia en París. El auto que me lleva a la embajada argentina lo conduce Carlos, un joven español, quien me dice que durante la semana anterior tuvo todo el tiempo en su auto a Estela de Carlotto. “¿Se da cuenta qué orgullo? ¡Qué humilde la señora! Estaba preocupada por saber si yo estaba bien...”. También me habla de Aldo Ferrer, con el mismo entusiasmo. “Ah, y no crea que no sé quién es usted. Yo sé que está en esa suerte de cruzada en favor de la difusión de la matemática. Ha habido bastante alboroto con su charla de anoche. Había mucha gente interesada. ¿Vio a los periodistas? ¿No le parece raro que haya periodistas interesados en temas de matemática?”
Sí. Me parece raro. Pero es París, o mejor dicho Francia, y acá, la matemática tiene un lugar privilegiado. Los matemáticos franceses han dejado muchas huellas y eso se nota.
Pero para variar, me desvié. Como decía más arriba, ya era miércoles y ahora no habría ni periodistas ni público en general. Estarían esperando algunos matemáticos franceses, profesores universitarios, estudiantes avanzados de doctorado, presidentes y directores de instituciones científicas y, por supuesto, también varios argentinos, entre ellos la embajadora María del Carmen Squeff. Ni bien entré a esa sala enorme descubrí inmediatamente quién era la curiosidad: yo.
Después de las presentaciones formales, Martin Andler1 abrió el diálogo.
–Ayer vine a su charla –me dice con su laptop abierta, un cuaderno con algunas hojas sueltas y leyendo de ellas como si hubiera tomado apuntes.
–No creo que haya aprendido nada que no supiera –le digo con sinceridad, pretendiendo romper el hielo–. No creo que ningún matemático recibido ni estudiante avanzado incorpore nada nuevo en ninguna de estas charlas.
–Tiene razón –me dice con brutal honestidad–. No aprendí nada nuevo... de matemática. Lo que sí aprendí es su forma de comunicarla. Eso fue novedoso para mí. Me impactó.
Me sentí halagado. Pero no me dio respiro.
–¿Entiende usted que tiene una responsabilidad?
–¿Responsabilidad? ¿Qué responsabilidad? –agregué un poco sorprendido.
–Responsabilidad por el premio que le dieron/dimos el año pasado. Ahora le toca a usted hacerse cargo y ayudarnos a difundir aún más la matemática. Y mejorar lo que se hace. ¿Qué ideas tiene usted?
Ciertamente no estaba preparado para un comienzo así, pero a esta altura resulta irrelevante. Está muy claro que el tema surge en forma inexorable, cada vez que se habla de educación, y muy especialmente sobre educación en matemática. Cada lugar tiene sus particularidades. Es difícil encontrar soluciones que les sirvan “a todos al mismo tiempo”. No hace falta ir muy lejos para descubrir que hay mucha disparidad por colegio/escuela, barrio, ciudad, provincia, región, país. Pero lo que también está claro es que algo tenemos que hacer.
Me preparé para decir la frase que sirve de gran disparadora: “Yo creo que es muy saludable la reacción que tienen y han tenido históricamente los alumnos. De la forma en la que les hemos presentado la matemática durante más de un siglo, la reacción que tienen es un síntoma de salud mental”.
–¿Cómo saludable? –me interpela uno de ellos.
–Y sí –le contesto–. Si usted estuviera sentado en un auditorio en donde le cuentan con detalle la variedad de estampillas que tiene Tailandia, la historia de cada una de ellas, los diferentes colores en las que se han presentado, los tamaños, las fechas en las que fueron lanzadas...
–¿Y entonces qué propone? –me interrumpe.
–Le propongo que piense qué haría usted si estuviera en ese auditorio. Lo voy a ayudar. No hace falta que me conteste; lo hago yo por usted: ¡se levanta y se va! Un alumno no puede hacer eso. Se tiene que quedar, tiene que tomar apuntes, tiene que estudiar, y para ella/él, muchísimas veces las clases de matemática son el equivalente de las “estampillas de Tailandia”.
Seguro que no va a encontrar en lo que sigue la solución al problema, pero prepárese para leer un par de ideas dispersas, inconexas, pero ideas al fin:
“Creo que ha llegado el momento en que dejemos de diagnosticar y comencemos a operar sobre el problema. Es suficiente el tiempo que le hemos dedicado a decir que hemos ‘fracasado’. Lo que hicimos no ha servido. Creo que es un síntoma de salud que los jóvenes (o mejor dicho, la sociedad en general) tenga tanto rechazo. Está claro que lo que enseñamos y/o comunicamos no sirve. Hemos sido –hasta acá– incapaces de seducir a nuestras audiencias. Todos los profesionales que estamos acá sentimos una gran desesperanza en ver que muchísima gente abandona antes de siquiera haber empezado, ¿y a quién vamos a responsabilizar sino a nosotros mismos? No es suficiente con discutir cambios en los programas, cambios temáticos. Por supuesto que es algo que hay que hacer. Es que peor no vamos a estar; mejor dicho, peor no podemos estar. Pero, ¿por qué no nos proponemos involucrarnos nosotros, cooperar en cada escuela, en cada clase, en cada reunión de profesores de matemática, en cada barrio, en cada ciudad, en cada provincia, en cada región, en cada país? Por supuesto que es una tarea ciclópea, pero propongo que haya matemáticos (o estudiantes avanzados) que participen –contratados– como asistentes, consultores, colaboradores de los docentes que hoy enseñan. Necesitamos estimular la creatividad, terminar con la educación enciclopedista. Habrá estado bien cincuenta o cien años atrás. Hoy está Google. No tapemos el sol con la mano. Es imposible seguir dando respuestas a preguntas que los niños/jóvenes no se hicieron. En la vida sucede exactamente al revés: primero uno tiene un problema, y después busca la solución. En las escuelas enseñamos teorías que sirven para resolver problemas que nadie tiene, al menos, que nadie tiene ahí. Por eso la desconexión, por eso la distancia, por eso el rechazo. Nadie quiere estudiar sin estímulos. Un matemático puede aportar sus dudas, las dudas que tenemos, mostrarnos falibles, mostrar lo que no sabemos, no solo lo que ya se sabe. No sé en qué dosis, pero es lo que pienso.
En los colegios se da muchísima información sin profundidad. Es como un océano en donde uno ‘hace pie’ poniendo el dedo pulgar. Es preferible elegir diez o veinte problemas por curso, y dedicar todo el año entre docentes y alumnos a buscar la forma de encararlos y –eventualmente– resolverlos. En todo caso, deberíamos poder contestar a cada momento: ¿para qué sirve lo que estamos pensando? O mejor dicho, ¿qué estamos pensando? Y me apuro a enfatizar la primera persona del plural: pensamos todos, pensamos juntos. No hay ni ceros ni diez: se recorren caminos, se crean caminos, se duda, se vuelve hacia atrás. Tenemos proyectos comunes y el objetivo es proponer ideas, todo el tiempo. Si uno logra presentar 20 problemas por año, en doce años que hay entre primaria y secundaria, cada estudiante habrá abordado 240-250 problemas. Si logramos que cada uno disfrute de un diez por ciento, significaría que terminarán ‘dominando’ alrededor de veinticinco. Sería buenísimo que pasara eso.”
Ni bien llegué de vuelta a mi hotel le escribí a Alicia Dickenstein, una de las vicepresidentas de la Unión Matemática Internacional, y referente obligado si se habla de matemática en la Argentina, y le pregunté si sabía cuántos matemáticos y estudiantes avanzados hay en la Argentina. Después, le hablé a Claudio Martínez para que investigara con la gente del Ministerio de Educación de la Nación, cuántas escuelas públicas hay, entre primarias y secundarias.
Me entusiasmé un rato suponiendo que los números “cerrarían”, pero no: hay una gran disparidad. Hay más de 26 mil instituciones entre escuelas y colegios en donde se enseña matemática en el país, y aun si todos los matemáticos que habitan nuestro suelo y los estudiantes avanzados decidieran aceptar esta propuesta, no sería posible. No hay forma de que cada escuela tenga un consultor, que haya una persona que pueda cooperar con los docentes de cada establecimiento.
Justamente los docentes son los que más necesitan de nuestra ayuda. Se prepararon para hacer algo y ahora les pedimos que hagan algo distinto. ¿Y quién y cuándo los entrena para producir un cambio? No es posible pedirles a los niños que “dejen de crecer durante tres o cuatro años” hasta que conseguimos ayudar a todos los docentes. ¿Y entonces? Y entonces apelamos a la educación “horizontal” (como ya propuse acá mismo): aprendemos todos juntos, y ni siquiera hacemos divisiones cronológicas. Es momento de socializar el conocimiento: el que sabe algo, viene y lo cuenta, no importa si es alumno o docente, no importa si está en un grado inferior o superior, no importa si es mujer u hombre, no importa nada. Y necesitamos aprender a “programar” (como ahora sucederá en la Argentina).
No sé, no sé qué podemos hacer, pero aunque después de haber leído todo esto (si es que llegó hasta acá) usted cree que las ideas son todas descabelladas, no importa: tenemos que empezar en alguna parte y consensuar, con la comunidad matemática incluida, cómo cambiamos, qué dirección tomamos. La Argentina está llena de matemáticos extraordinarios, y no sólo en Buenos Aires como sospecha mucha gente: la gente de Córdoba, de Rosario, de la Universidad del Sur, de Tucumán, de Cuyo, de Santa Fe, etcétera, etcétera, tienen muchísimas cosas para aportar. Y no tenemos derecho a no hacer nada y solamente mirar lo que están haciendo otros, unos pocos, casi desesperados, y esperando a ver si fracasan en el intento para después elevar nuestra voz crítica. La Argentina tiene a Carmen Sessa y Patricia Sadovsky, por solamente poner dos nombres y ellas han pensado muchísimo sobre estos problemas. Hablemos con la gente joven. Hablemos de problemas concretos. Discutamos todo, pongamos en duda todo, algo así como barajar y dar de nuevo.
Esta nota termina acá. La escribí sin releerla. No quiero volver atrás y arrepentirme. Prefiero que quede así, libre y expuesta a que sea “atacada” por aquellos que tienen cosas para decir. Eso sí: cualquiera que lo haga, traiga ideas de reemplazo, porque lo que es seguro es que no está bien que les sigamos haciendo a los jóvenes lo que nos hicieron a nosotros.
- Martin Andler es matemático, profesor universitario y presidente de dos de las asociaciones más importantes que tiene Francia: Capmaths y Animath.
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