Jueves, 21 de abril de 2016 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Faltan veinte minutos para las seis de la tarde en el reloj de este bar de Libertador, cerca del hipódromo. Y Marcela piensa: Si llega puntual, es buena señal. Marcela hace apuestas imaginarias con la mirada clavada en las agujas del reloj. Puntual, gano. Tarde, pierdo. Las axilas le mojan la blusa, tiene las manos frías. Ya es de noche. Puntual gano. Tarde, pierdo. Pide otro café. Le avisa al mozo que seguirá en la mesa, que sale a fumar. Aunque en vez de ganas de fumar tiene ganas de un trago. El viento de la avenida, el frío, vuelve a entrar. El café en la mesa está tibio. Hace unos días cumplió sesenta. Y lo festejó escapándose al casino. Después no supo cómo decírselo a Guido. No supo cómo contárselo. Se había gastado íntegro el sueldo de la escribanía donde trabaja de secretaria. Le vencieron el alquiler, los impuestos, la obra social, la tarjeta. Me venció todo. Hasta la vida me venció, piensa. Ni para pagar este café me quedó.
Esta mañana lo llamó por teléfono. Por qué no llamás a mis hermanos, le preguntó Guido. Porque me dieron por muerta, lo sabés, le contestó. Y ahora qué, le preguntó el hijo. No hacía falta que le explicara. Cuánto, Marcela, le preguntó Guido. La manera de preguntar de su hijo tenía un tono policial. Cuando la llamaba por el nombre y no mamá era su forma de venganza. A Marcela le costó decir una cifra. Y después: Efectivo.
Por su mente desfilan dados, naipes, ruletas, fichas. Las agujas del reloj son lentas. Marcela se acuerda del divorcio, de la división de bienes, de la pérdida del departamento de Recoleta, de la quinta en Pilar. También se acuerda del repudio de sus hijos. Ninguno quería verla. Excepto Guido. Se acuerda de sus fugas a Mar del Plata, a Carmelo y Punta del Este. También, en la caída, los casinos truchos de la provincia. Al principio, iba en taxi y volvía en colectivo. Una noche tuvo que volverse caminando desde Berazategui. La atacó una patota. Amaneció tirada desnuda en un baldío. Guido vino a rescatarla de la guardia del hospital. Es la última vez, le prometió ella entonces.
Ahora, cuando Guido venga, le dirá: Fue mi cumpleaños. Ninguno de ustedes me llamó. Pero no importa, lo quise festejar sola. Y me salió mal. No, no era una buena forma empezar culpándolos por otra ausencia en su cumpleaños. Tenía que mostrarse tal cual estaba: derrotada. Más perdedora que nunca. La perdedora no fallaba nunca, le salía conmovedora.
Lo divisa cruzando la avenida. Guido ha llegado puntual. Si hubiera apostado a que llegaba tarde habría perdido. La puntualidad de Guido es una buena señal, una señal de suerte. Avanza, decidido. Como ella, quiere terminar con esto cuanto antes. Le dará el dinero y se marchará. Ella ni siquiera le preguntará por los nietos. Su mujer no quiere que los vea. Será mejor que no le pregunte por los chicos. Que no toque ningún tema vinculado con la familia. Ella ya no tiene familia. Ni siquiera puede contarlo a Guido como familia. Un pariente lejano, quizá. No más que eso. Así que será mejor que acepte el dinero con la cabeza baja y a otra cosa. Apenas se despida de Guido, sin un beso, ella caminará unas cuadras hacia el hipódromo y entrará en las maquinitas.
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