Domingo, 24 de julio de 2016 | Hoy
Por Horacio González *
Las críticas a la gestión en la Biblioteca Nacional, que hemos hecho junto a tantos compañeros de trabajo, han recrudecido en los últimos tiempos. Pongo como prestigioso pero rudimentario ejemplo, el vocinglero ataque de la revista digital francesa Mediapart, que se ensaña contra nosotros como si un “troll” o un robot informático especializado en iras académicas y denuestos de segunda mano, lanzara acusaciones premoldeadas desde ignotas centrales de informaciones. Se nos contrasta con un hombre que descansa en su confeccionada condición de honorable, autor de una bibliografía erudita e investigador de pulcras ensoñaciones de la cultura universal. Ya diremos quién es. Mediapart es una revista lejana, pero parece haber deducido, con una investigación súbita, que somos agentes del caos y la vulgaridad y que además tengo problemas en el riñón. Como sutilmente se sugiere que hay “barbarie”, comencemos nosotros citando a uno de los maestros en esa materia, Jorge Luis Borges, que al parecer es el numen, junto a Dante, del hombre adornado de tantos refinamientos, del que ya hablaremos.
¿Qué significa Borges? En primer lugar, un mito literario, tanto como lo son Osvaldo Lamborghini o Fogwill. Se figuran esos mitos a golpes rituales de lectura, no de puntillosos y garantizados documentos. A los mitos se los lee con sobresalto y perturbación. Borges creó un mundo irónico, para él mismo insoportable, una suerte de absoluto literario, que escindió su figura de acuerdo a su literatura. Primero, en un yo frágil duplicado por otra figura fantasmal que era su reproducción ética imaginaria, que asemejaba la literatura a la sangre. Luego, el manejo de concisas micro células del lenguaje, a veces llamadas hipálages, que usadas de forma constante y sistemática, le daban a su escritura una cualidad aforística, sentenciosa, irreal, tan inestable como semejante a una talla en mármol. Por medio de estos juegos de un irresponsable tímido, según su decir, tanto en la pseudo privacidad que retrató Bioy como en su cuentística y sus poemas, elegía porciones de realidad como un nombre, para convertirlo en un eco, y suministrarle lo que normalmente ellos no tienen: una secuencia arbitraria de apariciones adventicias, tomadas como sugerencias del destino.
O sea, proporcionarles una historia a los ecos de un nombre. Este artilugio borgeano es una manera de pensar de la que ahora se apoderaron las academias, los autores de best sellers elegantes, muchos curadores de museos, los investigadores que copian sin desánimo alguno la obra de Aby Warburg, y de entre todos ellos, conozco uno del que me gustaría hablar, pues posee una aplicada audacia y consigue presentar algunos libros con el método de la “historia de los ecos de un nombre”, o sea, seguir un rastro parcial fortuito de todas las veces que aparezca en la “historia” una construcción lingüística extrema o “curiosa”. Precisamente la que desearía nombrar lo innombrable. Sutilezas como éstas son un tanto obvias para el conocedor borgeano pero pueden permanecer hoy en cualquier programa de lectura, porque siguen asombrando por su antojo metodológico, su íntima fusión entre técnica y magia, entre procedimiento y mito, entre escritura y sueño. Nunca sabremos si Borges es un naturalista del lenguaje o un rotundo inventor de metáforas. Sus adjetivaciones son precisas una vez leídas (una vez que nos acostumbramos a ellas), y si este no fuera el caso, nos parecerán puñaladas mal asestadas que rompen el corazón de una frase. Ese cubismo involuntario de su escritura no aparece en ninguna de las muestras y exhibiciones que se le dedican, con dosis mayores o menores de idolatría de peritos. Consiguen inventariar un Borges para “Ceo’s”, por más manuscritos que haya, por más compañía de Xul Solar que se le abastezca.
Fue muy estudiado pero no sería Borges, punto uno, si no diera para más, si no siguiera siendo un infinito de posibilidades no agotadas, y punto dos, si no fuera también lo contrario, una caída en la “industrialización borgeana”, de la que él mismo se burlara, con exposiciones como las que hoy realizan varias instituciones públicas. “Los ecos de un nombre” son abaratados menos por esas exposiciones –siempre en ellas hay algo interesante–, pero mucho más en este momento por personajes como Alberto Manguel –es la letra que me faltaba articular–, que supo convencer (con una provisión de detalles que sabemos bien de donde provienen) a cierto periodista de Mediapart, a algunos ilustres profesores argentinos y a alguna grácil dama bogotana de rostro dulce y dictámenes calumniosos, de que era un maestro de la averiguación lingüística. No lo negamos, lo aminoramos un poco pues además de ésta, practica otras inquisiciones. ¿Queremos con esto denigrar al prudente pero no incauto Monsieur Manguel? No, pero una verdad va emergiendo poco a poco. Primero, la deflagramos los menos creíbles para hacerlo, los que la mencionada revista llama “malos perdedores” (¿pero puede contarse así una historia, como un resultado futbolístico al caer la tarde en un estadio iluminado por la potencia de indiferentes focos?). Poco a poco, otros hombres y mujeres interesados en el asunto irán haciéndose eco de esta verdad sin estadios, multitudes ni luminarias. Pues hay una impostura de por medio cuando “se articula el nombre de Manguel”, y no es precisamente por su erudición, que es agradable; por sus historias minuciosas, que son agradables, por su humanismo profesional asociado a las causas que el buen globalizador de la moral ambiente también dictamina como agradables. De forma correcta, no faltan Mandela ni Primo Levi en sus obras.
Conclusión: es una obra agradable, vecina al best seller laborioso, escrita sin vértigo pero basada en sus mismas ceremonias de divulgación aunque con disfraz de amenidad distinguida. Mientras repite mañosamente sus pronunciamientos –chanzas de gran señor– nos ataca por medio de articulistas indirectos en París, (¿No tenía Rosas en París a Emile Girardin, encargado de responder con prosas remuneradas los ataques contra su patrocinador, en La Presse?) En Mediapart se propone una diagramación dicotómica de la nota injuriante, con dos fotografías: se contrasta la carátula de un libro muy conocido de Manguel (una historia de la lectura, cuya tapa consiste en una pila de libros que rematan en un piadoso farol virgiliano) y la carátula del Diario Crónica de Buenos Aires con una señorita provocativa, que un suave anacronismo visual contribuye a que, en vez de pornográfica, se la vea como una belleza ya disipada, óptima para que se escriba una historia “de los ecos de una provocación”.
Se estudiaría allí como era en los años 50 ese rasgo perseverante de ciertos periódicos populares, hoy multiplicados por doquier. Ocurre que lo que se nos critica es la incorporación del archivo de Crónica a la Biblioteca Nacional, con millones de fotografías desconocidas o inéditas de lo que se llamaron “hechos varios” (la vasta flora y fauna del acontecer de en torno a las sensaciones, sean del horror, sean del goce). Lo cierto es que Alberto Manguel sabe que ese archivo tiene una importancia fundamental para documentar los hechos más graves de la historia argentina reciente. Como Borges, que escribió sus historias de la infamia en Crítica, en la década del 30, a su manera un antecedente más complejo de Crónica, las fotos del archivo de este diario permiten reconstruir una parte de las tragedias argentinas, las que se nutren de la infamia de la sangre. Deben saber los señores de Mediapart que se han modestamente conjurado para realizar ese contraste, que se hallan en una lamentable situación. Desdeñan el valor que en su momento los organismos de derechos humanos le dieron a ese archivo, por lo que deben ser respetados los términos del convenio que se ha firmado. Para escribir esta clase de artículos, como lo ha hecho el redactor de Mediapart, se agradecería siempre releer a Bouvard y Pécuchet, ya sea para serenar la malicia o para obtener una guía irónica que le ayude a no redactar tonterías. Hay un Borges de almanaque y un Borges áspero, de crueldad aniñada, investigador irredento de su propia conciencia intrusa. “Le siège est fait” (Borges, en Guayaquil).
* Ex director de la Biblioteca Nacional.
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