Viernes, 5 de agosto de 2016 | Hoy
Por Juan Forn
Poco antes de que ganara el premio Nobel el año pasado, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich conoció a Mijail Gorbachov. “Es usted tan pequeña, ¿cómo hace para escribir libros tan grandes?”, le dijo Gorbachov. Svetlana le contestó: “Usted no es un gigante precisamente, y derrumbó un imperio”. Los libros corales de Svetlana, ese coro de voces de distintas partes de Rusia que ella recoge pacientemente con su grabadorcito y su cuaderno de notas y cada tanto publica en forma de libro, son lo más parecido que conozco, lo único de esta época que puede compararse, a lo que eran las viejas novelas rusas. Svetlana empieza siempre sus libros con objetivos concretos, fríos, periodísticos (la masacre de Chernobil, o la guerra contada por las mujeres, o los soldaditos que marcharon a Afganistán y Chechenia y volvieron en cajas de zinc, o la traumática desaparición de lo soviético en la nueva Rusia) y termina invariablemente ofreciendo un fresco tolstoiano, dostoievskiano y chejoviano a la vez de los tiempos que le tocaron vivir. Cuando un ruso dice que su país tiene todos los elementos de la tabla de Mendeleiev, no habla sólo de minerales, y ésa es la idea de lo ruso que irrumpe siempre en los libros de Svetlana, ese demencial termómetro emocional que va más allá de lo concebible para arriba y para abajo en la escala térmica. Borges dijo que los rusos nos han demostrado que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, delatores por humildad, amantes que se adoran hasta el punto de separarse para siempre. Svetlana cuenta esta historia escalofriante en su librazo El fin del Homo Sovieticus.
Cada noche en Rusia, mientras los hombres beben y se pelean a puñetazos, las mujeres escriben cartas. Cuentan minucias de la vida esas cartas, y están dirigidas a hombres presos: en cada aldea de la Rusia de Putin, la mitad de sus habitantes estuvieron o estarán en prisión alguna vez. Las mujeres empiezan escribiendo a un hombre de su familia,y cuando no tienen ninguno preso escriben a desconocidos. Una de ellas responde al nombre de Elena Razduieva, es obrera panificadora, tiene treinta y siete años y tres hijos. Una noche, cuando tenía dieciocho, soñó que paseaba por la orilla de un lago y se le aparecía un hombre que le decía: “Eres mi prometida ante Dios”. El rostro de ese hombre no se le borró al despertar; de hecho, se mantuvo tan nítido en su memoria que Elena se negaba a aceptar pretendientes. Todo el pueblo se reía a sus espaldas, pero ella decía: “No me compadezcan, soy una mujer enamorada”. Una noche bebió de más y amaneció embarazada. Decidió tener el hijo, también aceptó casarse con el hombre que la había preñado porque la mitad de las mujeres de su pueblo decían que el amor viene con el matrimonio.
No fue así: aquel hombre le daba tanto rechazo que lo dejó. Con su bebé en brazos fue a ver a su mejor amigo de los años de escuela, Yuri, que siempre había estado enamorado de ella. “Necesito un lugar donde vivir. ¿Podemos quedarnos contigo? Cuidaré de ti y de tu casa. Lo único que te pido es que no me toques”, le dijo. Yuri aceptó, honró el convenio, la trataba con devoción, paseaban de la mano por el pueblo, ella terminó dándole dos hijos y quince años juntos, y en sus ratos libres escribía cartas a presos. Un día llegó respuesta de uno de ellos. La carta no decía nada del otro mundo pero la letra… Elena le pidió al preso que le mandara una foto. Era el rostro del muchacho de su sueño. Se lo confesó a Yuri, porque era una mujer honesta. “Se llama Volodia y cumple cadena perpetua por asesinato”, le dijo. “Tenemos tres hijos que criar”, le contestó él. “Volveré”, le prometió ella y tomó el tren al norte.
Más allá de los bosques y pantanos de Vologda, en el extremo norte ruso, hay una isla en medio de un lago en cuyas aguas parecen verse lenguas de fuego en el solsticio de invierno. Peregrinos penitentes construyeron allí un monasterio de paredes de metro y medio de ancho, en el siglo XIV. Hoy es una cárcel para asesinos peligrosos: sólo casos de cadena perpetua. Nunca nadie escapó de ahí. Los presos están todos en celdas individuales, en confinamiento solitario. En cada celda hay una tablilla donde se leen sus crímenes: asesinó a una niña de seis años, descuartizó una familia, prendió fuego a su madre ciega. Elena se presenta en el penal. Le informan que los presos sólo pueden recibir visitas de tres horas dos veces al año, y que las visitas deben ser familiares directos. Pasa un día y una noche frente al penal hasta que el director se compadece de su historia y le autoriza una única visita.
Elena se sienta frente a Volodia y él le cuenta que está preso desde los dieciocho años, que asesinó a un hombre. Todo fue por una chica que le gustaba y que una noche se dejó acompañar a la salida de un baile. Él le confesó su amor y ella le preguntó qué sería capaz de hacer para demostrárselo. Matarme, dijo él. “Matarse a uno mismo es poca cosa, ¿estarías dispuesto a matar al primero que pase?”, dijo ella. Volodia recogió una piedra, se escondió detrás de un árbol y mató a golpes al primero que pasó: era su maestro de escuela. Su madre lo repudió, su hermana dejó de escribirle. Un día peleó con otro convicto en la cárcel y casi lo mató a mordiscones. Lleva veinte años en confinamiento solitario. Cayó preso en tiempos soviéticos, no tiene idea de cómo cambió el mundo afuera. Mirando a los ojos a Elena, le dice que hay presos que se alimentan de sus recuerdos, pero ¿qué recuerdos tiene alguien que cayó en prisión antes de haber vivido?
“Yo seré su familia”, decide Elena. “Si mató fue porque aún no me tenía a su lado”. Y vuelve a su pueblo y se divorcia de Yuri. Al principio se queda junto a sus hijos y viaja dos veces al año hacia el norte, cuando le toca visita en la prisión. El resto de los días le escribe una carta por día a su amado Volodia. Cuando logra casarse con él, en la capilla del penal, se traslada a vivir al pueblo más cercano a la prisión. Pero nadie le da trabajo; sólo un pope le ofrece alojamiento y comida a cambio de que limpie la iglesia. Así pasa siete años. De alguna manera la historia de Elena llega hasta Moscú y hacen un documental que se pasa en horario central por televisión. Toda Rusia opina de ella: es una loca; no, es una romántica; hace creer en el amor; sí, tendrían que encerrarla en la misma jaula que a él; sí, y de paso reimplantar la pena de muerte en Rusia.
Pero, como bien le dice la directora del documental a Svetlana: “El defecto congénito de este género es que la vida de los personajes continúa cuando termina la película”. Desde que finalizó la filmación, la documentalista le hace periódicas llamadas a su protagonista. En una de ellas le informan que Elena ha abandonado aquel pueblo para recluirse en un monasterio con voto de silencio donde atienden casos terminales de sida. En su último encuentro con ella, Elena le había confesado que, en caso de que algún día liberaran a Volodia, tendría que llevárselo lejos, a algún lugar donde no hubiera que relacionarse con otras personas. Y a continuación agregó: “Últimamente sus ojos se han vuelto tan fríos, tan vacíos… Sé que algún día me matará. Sé incluso cómo se verán sus ojos cuando me esté asesinando”.
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