Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Los militantes que habían quedado en superficie (el paso a la clandestinidad de Montoneros dejó a miles en ese desguarnecimiento) no tenían idea cierta sobre lo que se avecinaba. No eran sólo los militantes de superficie de Montoneros, sino muchísimos otros que se habían replegado luego de la muerte de Perón, los que decidieron que “ahí se había podrido todo” y que sólo quedaba mirar desde la periferia o buscar seguridad. Este repliegue coincidía también con el reflujo de masas, de lo que se llamaba “el pueblo peronista”. Todo el pueblo peronista se había ido a su casa. Desde ya que los Montoneros se asumían como el pueblo peronista, pero sólo eran una vanguardia a la espera de lo peor para producir lo mejor: la derrota del enemigo militar. Cuando López Rega se alejó de la escena, del primer plano, y se produjo el interinato de Luder, algunos militantes, obstinados, volvieron a juntarse. Hubo en el barrio de Flores una Unidad Básica que, en cierta noche calurosa, hizo una convocatoria. Fueron ahí varios militantes de superficie; bastante, todos, preocupados o, sin más, cagados en las patas, tal era lo que todos confesaban. “¿Cómo andás?” “Y, bastante cagado en las patas. ¿Qué es lo que se viene, che?”
El horizonte más temido era lo que se llamaba el pinochetazo. La experiencia chilena producía terror. Si en Chile se había llegado a esos extremos, ¿a qué extremos llegarían los militares argentinos? En la Unidad Básica había, en la entrada, un cartel con una leyenda. Debajo de la leyenda, una firma: Leopoldo Marechal. La leyenda decía: “La patria es un miedo que nos gusta”. (Aunque a nadie parecía gustarle mucho el miedo por esos días.) Uno entraba en la casona y había olor a choripán. Olor a vida. Un grupo folclórico animó la velada. Eran tres guitarristas. Uno dijo: “Nuestro nombre es ‘Los de hoy’. Porque hoy estamos, mañana no sabemos”. Cantaron, como debía ser, la versión federal de la “Felipe Varela”. En lugar de “Porque Felipe Varela, matando viene y se va” decían: “Porque Felipe Varela, nunca mató por matar”. Y en vez de “Lo echaron a la frontera, de allí no habrá de volver” decían “Lo echaron a la frontera, seguro que ha de volver”. Los jóvenes (eran todos jóvenes, más aún en nuestro recuerdo de hoy) los escuchaban masticando el choripán y tomándose un tinto. Nadie confiaba que la versión federal de la zamba de Vargas pudiera arreglar algo. Si algo se venía eran los hermanos Taboada, que habían derrotado a Varela, o el sanguinario Sandes, coronel de Mitre que mató gauchos de a miles por el interior federal, también en desbande.
Nadie estaba con la lucha armada. Todos sabían que los fierros sólo podían facilitarles las cosas a los militares. Pilar Calveiro, cuyo análisis comparto por completo, escribe: “La guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo menos en parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar (...) La guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento contra la estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse a ella y disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable; las Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia” (Pilar Calveiro, Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, Colihue, 1998, p. 17. El libro de Calveiro es el mejor que se ha escrito sobre el tema. Sobre todo porque ella, que estuvo en la ESMA, escribe con la sabiduría y hasta con la piedad que sólo Primo Levi supo alcanzar). También señala Calveiro que la concepción foquista y el uso de la violencia “pasó a ser condición sine qua non de los movimientos radicales de la época” (p. 14). En rigor, los militantes que esa noche escuchaban la versión federal de la zamba de Vargas eran los que habían dicho que el asesinato de Rucci había sido un error definitivo o, en todo caso, que a partir de la muerte de Perón y el reflujo de masas toda violencia (o la “opción por los fierros”) debía suspenderse.
Muchos de esos militantes habían saludado –desde el 70 hasta el 73– las acciones del foquismo. Sin más, lo decía claramente la célebre consigna: “Duro, duro, duro, vivan los Montoneros que mataron a Aramburu”. Había un entusiasmo muy epocal, muy de la coyuntura, muy de ese momento de empuje revolucionario que se coronaría con el regreso de Perón y la toma del poder. En la marcha a Ezeiza, militantes de Jujuy o de Resistencia bajaban de los camiones desplegando las banderas de Montoneros y de las FAR. La opción “los fierros o la política” se discute a partir de la asunción de Cámpora. Montoneros se da una política de superficie y, muy atinadamente, suspende las operaciones armadas. No así el ERP, que asesina a Hermes Quijada (el que había dado por tevé la infame versión de que la Marina había tramado sobre los asesinatos de Trelew) y pone en manos de los militares una excusa para no entregar el poder, para desconocer el voto de las mayorías, el triunfo del 11 de marzo. El almirante Mayorga –del ala más dura y represiva de la Marina– habla durante el funeral de Hermes Quijada y dice: “Cuesta mucho no ordenar antes el país y luego entregarlo”.
Lo que sabían los militantes de esa noche de Flores era que estaban solos. Que el gobierno de Luder no duraría. Y que los protagonistas de la escena de guerra instalada en el país eran el foquismo y los militares. El foquismo, de este modo, les entregaba a los militares lo que necesitaban para el golpe: una “guerra”. Jamás hubo una guerra. Pero el foquismo y los militares la requerían. El foquismo creía que, una vez caído el colchón molesto que era el gobierno de Isabel Perón, las masas se le sumarían. Prevalecía en ellos “una lógica revolucionaria contra todo sentido de la realidad partiendo, como premisa incuestionable, de la certeza absoluta del triunfo” (Calveiro, ob. cit., p. 19). Todas estas críticas –que eran las de los militantes que habían apostado por la política y no por los fierros– fueron dichas en mi libro La sangre derramada, que no hizo sino explicitar en los noventa los debates de los ‘70. Todavía no entiendo un montón de críticas que se me hicieron. Algunos parecieron asumirse como Montoneros, cosa que jamás habían sido. Otros, más lúcidos –como, por ejemplo, Miguel Bonasso–, conservaron su buena amistad conmigo y hasta, Miguel, me invitó, aun en medio de visibles diferencias, a presentar su libro Diario de un clandestino. Le hice una broma. Que yo habría de escribir “Diario de un perejil de superficie”, le dije. Miguel, que tiene un gran sentido del humor, condición de la que algunos carecen por completo, se rió con ganas.
Nos fuimos tarde de la Unidad Básica (era, claro está, la de Horacio González en el barrio de Flores) y quedamos en vernos. La idea que más nos estremecía se derivaba de un apellido: del apellido Pinochet. Era el pinochetazo. Nadie habría tenido tanto miedo si lo de Chile no se hubiese producido. Algunos decían: “Aquí no va a ser como en Chile. Pinochet tuvo muchas críticas internacionales. Acá va a ser más suave”. Nadie sabía qué significaba “más suave”. A fin de año se produce el mejor regalo que el foquismo les podía entregar a los militares: el asalto a la guarnición de Monte Chingolo, planificado por Santucho y con milicianos del ERP y de Montoneros. Fue un desastre y los militares masacraron sin piedad. Periodistas extranjeros afirmaron haber visto setenta y cinco jóvenes detenidos. Se alejaron –por orden de los milicos– del lugar. Luego retornaron y no había nadie. “Los fusilaron a todos”, fue el informe. Mi amigo Miguel Hurst –el de la librería Cimarrón, sí– dijo azorado: “¿Pero qué son? ¿Nazis?” Eran nazis. Nazis potenciados por el entrenamiento de los paracaidistas franceses, los de Argelia. Los más expertos torturadores del siglo XX, los que torturaron a Henri Alleg, militante comunista, ex director del periódico Algier Republicain, los que llevaron a Sartre a escribir: “El objeto de la tortura no es solamente obligar a hablar (...). Al que cede a la tortura no se lo ha obligado solamente a hablar; se lo ha reducido para siempre a un estado: el de lo infrahumano” (Henri Alleg, La Tortura, Ediciones Del Pórtico, Buenos Aires, 1958). Meses después del ataque a Monte Chingolo, en julio de 1976, pocos días antes de su muerte, Santucho “habría afirmado: ‘Nos equivocamos en la política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas al momento del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto el reflujo del movimiento de masas y no habernos replegado’” (Calveiro, p. 19). Ya era tarde. La matanza había llegado. A partir de ahí la guerrilla supo “más cómo morir que cómo vivir o sobrevivir” (Calveiro, p. 21).
Estas reflexiones son parte de la autocrítica que la izquierda de los años setenta se ha hecho desde hace mucho tiempo. ¿Qué espera la derecha de este país que le pide una autocrítica a la izquierda peronista? ¿Qué autocrítica busca? ¿La de Firmenich? Que no la espere. Además, el pedido de esa autocrítica se basa en la teoría de los dos demonios: todo quedaría “empatado” si se autocriticaran Videla y Firmenich. Error. Que se escuchen, si se quieren escuchar, otras voces. Porque la autocrítica, en medio del dolor, ha provenido de muchos sectores. De hecho, las Madres de las víctimas (Todos fueron víctimas, todos, en tanto víctimas, son nuestros compañeros, equivocados o no) han rechazado siempre la violencia. Esa es, ya, una autocrítica y una lección. Una apuesta a favor de la vida. Y de la política.
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