Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › IGLESIA Y DICTADURA, 30 AÑOS DESPUES
A 30 años del golpe que avaló, la Iglesia vuelve a intentar un blanqueo de sepulcros, con la publicación de nuevos documentos y la recopilación de antiguos. Omite textos fundamentales, mutila otros y no informa si fueron públicos o secretos. Publica las críticas episcopales por actos represivos pero no las reuniones de camaradería en las que comunicaban su adhesión a la dictadura y encomiaban la “imagen buena de las supremas autoridades”. No hay razones para mantener la clausura de los archivos.
Por Horacio Verbitsky
Al anunciar la publicación del volumen de documentos eclesiásticos “Iglesia y democracia en la Argentina”, el diario “La Nación” dijo que de ese modo “el Episcopado toma la delantera o ‘primerea’ –término que suele usar Bergoglio– a las numerosas entidades que recordarán el golpe militar de 1976”.
Si ése era el objetivo, fue exitoso: mi nuevo libro Doble juego. La Argentina Católica y Militar recién comenzará a distribuirse esta semana, diez días después que el tomo autocomplaciente presentado por el cardenal Jorge Mario Bergoglio. El cotejo de uno y otro es recomendable, para quienes deseen someter la historia oficial a una revisión crítica, con los documentos que la Iglesia intentó en vano sustraer a la investigación. Mañana a las 7.30 de la mañana entregaré a la prensa en el City Hotel de la calle Bolívar una primera tanda de documentos imprescindibles para emprender esa tarea.
Apoyo al golpe
En 1975, el gobierno anunció que las elecciones presidenciales se adelantarían de 1977 a 1976 y que la viuda de Juan Perón no sería candidata. En vez de apoyar uno de los pocos gestos razonables de un gobierno desastroso la Iglesia se sumó a la presión por la renuncia de la presidenta. La Conferencia Episcopal afirmó que la Patria “no se identifica con sus funcionarios” y que el bien de la comunidad debe buscarse por encima de las opciones partidarias. Según el nuncio Pío Laghi, la línea política del Vaticano era favorable al mantenimiento de la legalidad pero sin perder la distancia crítica respecto de la presidenta. Lo mismo decían por entonces los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Defensa de las instituciones o de la legalidad quería decir renuncia de Isabel Perón. En caso contrario, golpe. Quien le reclamó la renuncia en nombre de la Junta Militar fue nada menos que el presidente de la Conferencia Episcopal y vicario general castrense, Adolfo Tortolo. La noche del 23 de marzo de 1976, un sobrino del provicario castrense Victorio Bonamín lo aguardaba en su sede. Su hijo, Luis Bonamín, había sido secuestrado y asesinado por la policía en Rosario y el hombre buscaba ayuda para tramitar el pasaporte de su nuera, María Teresa Butticé de Bonamín, quien me contó esa historia. La muchacha y su suegro debieron esperar mucho tiempo en un pasillo, porque Victorio tenía una reunión fuera de agenda. Cuando los invitaron a pasar, vieron salir a dos militares uniformados, de quienes el sacerdote se despidió. Después de escuchar el relato de lo sucedido, el provicario apenas dijo:–Él se lo buscó.
Al día siguiente Marité Butticé de Bonamín reconoció a los dos uniformados cuando los vio por televisión. Eran los jefes del Ejército y de la Fuerza Aérea. Isabel Perón se había negado a renunciar. De la Nunciatura, Jorge Videla y Ramón Agosti partieron a tomar el poder. De inmediato, Tortolo exhortó a cooperar con el proceso que restauraría “el espíritu nacional”. Los nombres de Tortolo y Bonamín han quedado asociados con el apoyo a la más cruel dictadura de la historia, con la que compartían la ideología integrista en la que la Iglesia formó a las Fuerzas Armadas desde las primeras décadas del siglo pasado. A menos de dos meses del golpe, la Conferencia Episcopal reemplazó a Tortolo por el Arzobispo de Córdoba, Raúl Francisco Primatesta. Esto implicó una cierta flexibilización en el lenguaje, pero no un cambio de fondo. También los sectores eclesiásticos a quienes se menciona como moderados, los Primatesta, Laghi, Carlos Galán u Oscar Justo Laguna se comprometieron con el gobierno militar.
Las listas de Primatesta
Primatesta era un hombre de extraordinaria comprensión a los planteos militares. Personal del Departamento de Informaciones de la policía cordobesa solicitó a los colegios católicos listas con los nombres y domicilios de profesores y alumnos. Ante una consulta del arzobispo, el director general de Enseñanza Privada, el capitán de la Fuerza Aérea Jorge Eduardo Baravalle, respondió que era preciso .asegurar un control efectivo del alumnado a fin de adoptar medidas de seguridad.. Primatesta ordenó ese mismo día a los colegios parroquiales y religiosos que entregaran toda la información. Además le escribió una cordial carta a Baravalle: “Como lo hiciera en la entrevista personal que tuvimos en el Arzobispado, quiero reiterarle que en un primer momento la medida provocó inquietud en los responsables de los colegios, sea porque provenía de un Departamento que no suele tener competencia educacional y con prescindencia de una comunicación a la autoridad responsable, que es el Arzobispado o exactamente el propio arzobispo; sea porque situaciones similares en otras ocasiones provocaron molestias y alerta en los padres de los alumnos”. Pero las garantías de Baravalle acerca de “la seguridad de los alumnos” (no era eso lo dicho por el aeronauta), lo tranquilizaron. Varios de esos alumnos fueron secuestrados y desaparecieron.
Pureza química
Durante la primera Asamblea Plenaria posterior al golpe, en mayo de 1976, se dedicó al intercambio de informaciones sobre la barbarie que la dictadura había descargado sobre distintas diócesis, y que no excluía a sacerdotes, instituciones católicas e incluso obispos, como el riojano Enrique Angelelli y el nicoleño Carlos Horacio Ponce de León. Ambos fueron asesinados en los meses siguientes, mediante fingidos accidentes automovilísticos. Hasta el día de hoy la Iglesia no los ha reivindicado como mártires. Ellos dos, Jaime de Nevares, Miguel Hesayne, Juan José Iriarte, Vicente Zazpe, y el propio Primatesta informaron sobre una abrumadora cantidad de secuestros, torturas, asesinatos y saqueos que conocían. Ante la falta de consenso, se sometió a votación si el Episcopado debía comunicar o no esos gravísimos acontecimientos al pueblo de Dios: 19 obispos se pronunciaron por difundirlos, pero el doble, 38, se opusieron. El 13, 14 y 15 de mayo los obispos corrigieron tres versiones del borrador genérico preparado por Antonio Quarracino, Zazpe e Iriarte. En cada revisión el texto se hizo más complaciente con el gobierno.
El Episcopado afirmó que ninguna emergencia autoriza a ignorar los derechos humanos, aunque varía la forma de vivirlos en cada lugar y momento. Dado el desastre financiero y el clima de violencia, no le parecía razonable “pretender un goce del bien común y un ejercicio plenode los derechos, como en época de abundancia y de paz”. Tampoco se podía exigir “que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempo de paz” o “no aceptar el sacrificio, en aras del bien común, de aquella cuota de libertad que la coyuntura pide”.
Buenos católicos
En marzo de 1977, la encargada de Derechos humanos del gobierno norteamericano, Patricia Derian, sostuvo en Buenos Aires lo que define como “una larga y dura reunión con Laghi”, quien “al principio fingió que no sabía. Después dijo que ignoraba la magnitud del problema. Después dijo que la responsabilidad era de los obispos”. El nuncio explicó que junto con algunos obispos “moderados” habían protestado ante el gobierno en privado “por las violaciones a los derechos humanos” y requerido explicaciones sobre “miles de casos individuales”, pero sin embargo también hizo una abierta defensa de la dictadura. Los militares estaban sacando a flote a la Argentina y “sabían que habían procedido mal en cuestión de derechos humanos”. Muchos tenían “graves problemas de conciencia, que planteaban a los capellanes militares”. Algunos podían enfermar por estas “graves perturbaciones”. Por eso mismo “no necesitan que los visitantes les recuerden sus culpas. Esto sería frotar sal en las heridas”. Le recomendó a Derian que su gobierno fuera “muy cuidadoso en la forma de presentar su política de derechos humanos. El gran peligro era debilitar la posición de aquellos elementos moderados del gobierno que rodeaban a Videla, y que otros generales de línea dura dieran su propio golpe y tomaran el poder”. En su opinión el presidente y los jefes militares “eran personas de buen corazón” y Videla “un buen católico”. Al mes siguiente Laghi le dijo al embajador estadounidense Robert Hill que el desaparecido periodista y empresario Edgardo Sajón había sido “torturado y asesinado por sus captores”. En diciembre de 1978 el primer secretario de la Nunciatura, Kevin Mullen, dijo a la embajada de Estados Unidos que “un oficial de la más alta jerarquía del Ejército” había informado al nuncio que las Fuerzas Armadas “se habían visto obligadas a “encargarse de 15.000 personas” (take care of en el original). La expresión no era equívoca: sus interlocutores archivaron el memorándum sobre la conversación con el título “Número de desapariciones”.
Si ellos lo dicen
En enero de 1978, cuando la Unión de Superioras Mayores de Francia pidió que Primatesta usara su influencia en favor de Alice Domon, Léonie Duquet y otros sacerdotes y religiosos de quienes no había noticias, el propio cardenal contestó que “esperamos que las acusaciones veladas o abiertas de connivencia de sacerdotes o religiosos con asociaciones o movimientos de tipo subversivo inaceptables para el cristiano sean todas aclaradas, y que nadie haya sido culpable de semejante error criminal”. Por algo habrá sido.
Es indisimulable el fastidio de Galán cuando la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos le ofrece su apoyo ante el arresto de Adolfo Pérez Esquivel. Con tres meses de retraso responde que Pérez Esquivel no trabaja con la Iglesia argentina “y no lo conocíamos aquí tan bien como parece serlo en el exterior”. Una organización católica canadiense comunicó su apoyo al “activo compromiso de la Iglesia argentina en defensa de los desaparecidos y sus familias”. La respuesta, que también se repitió en muchas otras cartas, fue que “no siempre desde lejos se puede apreciar el espectro completo de la realidad o evitar interpretaciones no tan adecuadas acerca de la acción de la Iglesia”. Otra fórmula frecuente, dirigida incluso a quienes aplaudían los esfuerzos episcopales, era que “como las informaciones no siempre son adecuadas, sin duda no es fácil, desde lejos, darse cuenta de lo que significa la subversión en un país ylas secuelas que deja. Dios haga que nunca la conozcan ustedes en el suyo”.
La católica estadounidense Shirley Kidd comprendía el riesgo personal o institucional que correría la Iglesia argentina por una “oposición abierta a las políticas opresivas del gobierno”. Pero si el cuerpo de Cristo “siempre es doloroso, ¿cómo podemos evitar nosotros, que somos parte de ese cuerpo, compartir ese dolor?” Recibió esta indignada contestación de Galán en nombre de Primatesta:
“No le han informado bien. Aquí en la Argentina se ha vivido un ataque de la subversión marxista (entonces nadie por el ancho mundo se preocupaba por las víctimas) y como consecuencia una represión cuyos efectos aun vivimos y lamentamos, en cuanto afectan a la dignidad del ser humano. La Iglesia no ha dejado de dar su enseñanza, hablando claro de cuanto correspondía hablar. Aquí no se ha callado por miedo, y nadie que ame la verdad y conozca la realidad argentina podrá afirmar lo contrario”.
Al pastor escocés Peter Bowes, quien se disculpó aclarando que no estaba bajo las mismas presiones que sus colegas argentinos, cuyo compromiso con los desaparecidos apoyaba, le respondieron que “la Iglesia en la Argentina tiene toda libertad para hablar y manifestarse y lo hace. It is not under pressures” (en inglés en el original: no está sometida a presiones).
Si ellos lo dicen.
Demonios
Mientras la dictadura tuvo poder, la Iglesia veía de un lado al Enemigo absoluto del que abominaba, y del otro a los Soldados del Evangelio, a quienes se permitía señalar en forma reservada sus .errores y excesos.. Recién cuando advirtió que el Estado Terrorista se desintegraba, el Episcopado acuñó la doctrina de los dos demonios, en un documento de abril de 1983, “Dios, el Hombre y la Conciencia”.En 1984 publicó un folleto de 60 páginas, titulado “La Iglesia y los derechos humanos”, con “extractos de algunos documentos”. La comparación de esos fragmentos con los textos originales, el estudio de su contenido, de lo que dice y de lo que omite y del doble juego que despliega, introduce a una historia de perversión e hipocresía refinadas: todos los párrafos lisonjeros para la dictadura, aquellos que encabezaban los documentos y que dieron título a los diarios de la época, fueron censurados en la edición de blanqueo al concluir el gobierno militar, mientras se incluían aquellos del tramo final, encabezados por algún “sin embargo” o “tampoco puede omitirse que”. En cambio se editaron como si hubieran sido documentos públicos las cartas con críticas y reclamos que la Iglesia entregaba a la Junta Militar en el mayor secreto.
El Jubileo
En 1995, en respuesta a una nota mía sobre el rol de Laghi durante la dictadura, cinco obispos amigos del ex nuncio (entre ellos Laguna, Jorge Casaretto y Galán) preguntaron en una declaración: “¿Para qué debemos conocer toda la verdad? ¿Para volver a enfrentarnos o para reconciliarnos?” De tan posconciliares olvidaron que “sólo la verdad nos hará libres”. En 1996 la Asamblea Plenaria del Episcopado argentino, volvió a defraudar todas las expectativas de una reflexión crítica en una Carta Pastoral sobre “el terrorismo de la guerrilla” y “el terror represivo del Estado”. El Episcopado rechazaba “responsabilidades que la Iglesia no tuvo en esos hechos” y sólo admitía que unos católicos intentaron tomar el poder político en forma violenta y establecer una nueva sociedad marxista y otros les respondieron ilegalmente. En conclusión imploró perdón a Dios por los crímenes cometidos por “hijos de la Iglesia”, ya fueran guerrilleros, militares o policías”. Con ello, consideró que lapidaba en forma definitiva la discusión. No sería así.En la primera semana de marzo de 2000, el Vaticano dio a conocer un documento sobre “Memoria y reconciliación”, elaborado por una comisión internacional de teólogos. El trabajo fue presentado en conferencia de prensa por el cardenal Joseph Ratzinger, quien explicó que la recuperación de la memoria sólo es posible mediante la profundización teológica sobre la naturaleza de la Iglesia, como comunidad implicada también ella en el “misterio del mal”, y en consecuencia necesitada de reforma y arrepentimiento. Ese arrepentimiento alcanzaría la radicalidad necesaria para transformarlo en una profunda recuperación de la memoria, pero también en correcciones incisivas de los mecanismos institucionales de reproducción del integrismo” sólo si “no descargara sobre los individuos la responsabilidad del mal, para dejar inmune a la institución”. Según el eminente vaticanista Giancarlo Zizola (quien esta semana pasó por Buenos Aires para ofrecer una conferencia sobre relaciones entre la Iglesia y los estados, en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación), esta visión del ahora pontífice Benedicto sobre el mea culpa por los crímenes cometidos a lo largo de la historia “para mayor gloria de Dios” aún resulta sorprendente para aquellos sectores eclesiásticos “que siguen anclados a la idea de la Iglesia como inmune al mal, como ‘sociedad perfecta’ en posesión exclusiva de la verdad”. Es el caso del Episcopado argentino, para el que la Iglesia es santa, y sólo sus hijos pecadores, como no se cansa de repetir Laguna.
El perdón a Brinzoni
Seis meses después, en setiembre de 2000, decenas de miles de militantes católicos acudieron desde todo el país hasta un gran altar instalado sobre un puente en el Parque Sarmiento de Córdoba para participar de una liturgia nocturna que se denominó “la reconciliación de los bautizados”. Asistieron sus cien obispos ataviados de blanco. El presidente de aquel Episcopado, Estanislao Karlic, dijo que la violencia guerrillera y la represión ilegítima enlutaron la Patria. Luego siguió una oración: “Padre, tenemos el deber de acordarnos ante Ti de aquellos hechos dramáticos y crueles. Te pedimos perdón por los silencios responsables y por la participación efectiva de muchos de tus hijos en tanto desencuentro político, en el atropello a las libertades, en la tortura y la delación, en la persecución política y la intransigencia ideológica, en las luchas y las guerras, y la muerte absurda que ensangrentaron nuestro país”.
Una vez más, colocaba en un mismo plano a la guerrilla y al terrorismo de Estado. Los obispos pidieron perdón a Dios y no a las víctimas, por los actos ajenos y no por los propios. Este deslizamiento semántico también se reflejó en el súbito protagonismo de los laicos, convocados al palco junto a los obispos y religiosos, como implícito señalamiento de quienes tenían la responsabilidad por los hechos abominados. Además, entre los invitados estaba el jefe del Ejército de entonces, el general Ricardo Brinzoni, investigado por su actuación en la masacre de Margarita Belén, pero ningún representante de las víctimas, lo cual señala la persistente incapacidad eclesiástica para asumir la magnitud y la índole de la tragedia. Pero el título del documento (Confesión de las culpas, arrepentimiento y pedido de perdón de la Iglesia) y la cobertura de prensa sugerían una cierta voluntad de enmienda, por parte de una nueva conducción episcopal. En consecuencia desde el CELS solicitamos a Karlic la apertura de los archivos eclesiásticos. Respondió que los archivos están en poder de cada diócesis y no de la Conferencia, que sólo tenía el folleto de 1984, del que nos envió una copia. La apertura de los archivos que según Karlic no existían, y que pude estudiar a escondidas gracias a la caridad de obispos, sacerdotes y laicos, es una reivindicación democrática pendiente, igual que la información castrense sobre la represión. Habrá que estaratento a que el Episcopado no practique una cacería de brujas para identificar a quienes me ayudaron.
Luces malas
En noviembre del año pasado el Episcopado produjo el documento “Una luz para reconstruir la Nación”, título revelador del rol que la Iglesia no ha dejado de atribuirse. No encontró nada mejor que reciclar el documento de 1981 “Iglesia y Comunidad Nacional”, que fue la resignada aceptación eclesiástica del principio de la soberanía del pueblo y el reconocimiento de la autonomía de la pluralista sociedad temporal. Es equivalente al discurso de Nochebuena de 1944 del Papa Pio XII, cuando ya era inevitable la derrota del nazismo en la guerra. Su eje era la denominada reconciliación, es decir el rescate de los militares luego de los desastres cometidos. La Iglesia admitía que la conciencia nacional había situado a la justicia “en el centro de sus anhelos”. Sin embargo, advertía que era preciso “establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto” y “alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón”. En “Una luz” por primera vez el Episcopado dijo que la dictadura cometió “crímenes de lesa humanidad”, pero también exhortó a juzgar los “crímenes de la guerrilla”, en un nuevo intento de equiparación pese a haber admitido que no eran comparables. El documento de esta semana, “Recordar el pasado para construir sabiamente el presente” es algo más sobrio, pero insiste en la línea de la declaración de Laguna y Cassaretto de 1995. El golpe fue “consentido por parte de la dirigencia de aquellos momentos”, dice, sin referencia al rol activo del Episcopado, y sostiene que la memoria sólo tiene sentido como instrumento de reconciliación. Rechaza tanto la impunidad (por la que ya no puede abogar) como los “rencores y resentimientos que pueden dividirnos y enfrentarnos”, como siempre le han llamado al reclamo de justicia. Menos sutil es la recopilación documental difundida el 10 de marzo. El capítulo sobre la defensa de los derechos humanos sostiene que “no debemos tener miedo a la verdad de los documentos”. A la verdad, no. Pero a su manipulación sí. Por ejemplo, ese capítulo dirigido a probar que la Iglesia siempre condenó todo tipo de violencia, se abre con el Documento de San Miguel, que en abril de 1969 adaptó a la realidad del país las conclusiones de la Conferencia del CELAM en Medellín. Pero su punto 2 se interrumpe en forma abrupta y, sin explicaciones, se pasa al 4. El final del truncado punto 2 dice que es el deber evangelizador de los obispos “trabajar por la liberación total del hombre e iluminar el proceso de cambio de las estructuras injustas y opresoras generadas por el pecado”. El omitido punto 3 es aquel en que el Episcopado sentenció que “la liberación deberá realizarse en todos los sectores en que hay opresión: el jurídico, el político, el cultural, el económico y el social”. La introducción del mismo documento, también suprimida, decía que en cumplimiento de las orientaciones fijadas por Pablo VI (que incluían una pastoral dirigida en forma preferencial a sacerdotes, estudiantes, trabajadores y jóvenes, en un continente signado por “el cambio en todos los órdenes”) los obispos tendrían “la violencia evangélica del amor para proclamar públicamente nuestro compromiso en todas sus dimensiones”. Cuando los jóvenes más generosos que el país produjo en el siglo XX siguieron el camino señalado en este documento, el Episcopado bendijo las armas de los opresores que los masacraron. Los documentos episcopales de los primeros años de la década del 70 son muy distintos a los posteriores, porque recogen el clima de revolución con que el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo condicionó a aquél Episcopado, que le temía como a un “Magisterio paralelo”, según la alarmada expresión de varios obispos recogida en el Memo reservado “Puntos conflictivos en la Iglesia argentina”, producido por la Conferencia Episcopal Argentina en octubre de 1972 y que, desde luego, tampoco figuraen esta recopilación interesada. El tomo no mutila aquellos documentos posteriores al golpe de 1976 que tuvieron difusión pública y que permiten la comparación. Pero omite varios en los que se encomiaba a la dictadura; organiza todo el material en orden cronológico sin indicar qué piezas fueron públicas y cuáles secretas y sólo resume en pocas líneas los encuentros de camaradería de la Comisión Ejecutiva o su presidente con la Junta Militar o su delegado presidencial o de la Comisión de Enlace con los secretarios de las tres Fuerzas Armadas. El memo sobre la reunión de Primatesta, Juan Carlos Aramburu y Zazpe con Videla, Emilio Massera y Agosti del 15 de noviembre de 1976 esconde que la Comisión Ejecutiva del Episcopado les comunicó su adhesión a la dictadura, porque “un fracaso llevaría, con mucha probabilidad, al marxismo”. Publica la crítica por la represión sin ley, pero oculta que incluso a solas la atribuyeron a niveles intermedios, mientras destacaban “los notables esfuerzos del gobierno en pro del país” y la “imagen buena de las supremas autoridades”. Para no verse obligados a “un silencio comprometedor de nuestras conciencias que, sin embargo, tampoco le serviría al proceso” o “un enfrentamiento que sinceramente no deseamos” la Iglesia propuso abrir un “canal de comunicación”, que integraron los obispos Laguna, Galán y Mario Espósito. Al año siguiente, Laguna reconoció la total ineficacia de la Comisión de Enlace. El subrayado en total es suyo, en una nota manuscrita a Zazpe. Sin embargo, las amables reuniones mensuales continuaron durante todo el régimen militar. Al comentar esa carta, en 2002, Galán le escribió a Laguna: “¡Quién nos diera poder vivir de nuevo con la experiencia adquirida”. Fantasía vana. Sólo se vive una vez. Como se supone que son creyentes, cuando Laguna lo siga se encontrará con Galán en el infierno.
Blanqueo de sepulcros
Nada de esto se encontrará en el nuevo blanqueo editorial de sepulcros episcopales con el que Bergoglio (autor de la frase sobre la memoria completa, según reveló Brinzoni en un reportaje) inauguró su mandato al frente de la Iglesia argentina. Sin embargo, está bien archivado en la sede de la calle Suipacha, cuya cesión el Episcopado pidió a la dictadura con la ilusión de mudarse a “una casa mucho más palaciega”, a la espera de que alguna futura conducción no contaminada con el pasado decida abrir su consulta.
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