Lunes, 30 de octubre de 2006 | Hoy
Por Juan Sasturain
Vivo en Buenos Aires desde hace más de cuarenta años y pasé por media docena de barrios hasta que a principios de los noventa anclé en un lugar raro. Raro para vivir. No por que sea lejano o quede a trasmano de todo sino precisamente por lo contrario. Hay muchos adjetivos para nombrar la simple lejanía, los confines, la incomodidad padecida o la soberana independencia elegida respecto del núcleo de la ciudad: zonas marginales, barrios apartados, oasis urbanos y algunas otras cursilerías. Lo mío es –-destino asumido– la condición inversa. “Too close for comfort” cantaba Sinatra con swing en los cincuenta: “Demasiado cerca para estar cómodo”, traduzcamos del foxtrot. Es que vivo en el primer piso, no “de un palacete central” como el interpelado muchacho del tango pero sí de un lindo edificio antiguo, en la calle Defensa, a una cuadra y media de la Plaza de Mayo.
No digo que desde mis balcones vea pasar la Historia pero casi. Quiero decir: no necesito ir hacia ella, me viene a buscar. Redoblantes bombos callejeros y redundamentes bombas de estruendo me suelen recordar, por si fuera necesario, dónde vivo y en qué país. Me asomo y veo la Pirámide, me quedo en el patio y me hacen llorar los ocasionales gases de la Plaza. Es demasiado: “Too match”, como dijo desafortunadamente alguien cerca de aquí.
El barrio (¿lo es?) tiene dos caras. De lunes a viernes, Defensa es un torrente saturado de empleados y tramitantes de paso que va y viene, desbordando las vereditas de cuatro baldosas, herencia colonial. Los vecinos-vecinos somos minoría: quién carajo va a vivir acá, entre ministerios, iglesias, museos y edificios históricos. Sin embargo, hay quiénes, claro.
Sábado y domingo, en cambio, la calle y las vereditas se vacían, parecemos el corazón bursátil de Manhattan: Defensa es un amplio, desolado cauce abierto para el devenir turístico, un goteo de brasileños, japoneses, yanquis e inidentificados de pantalón corto e incluso –puedo jurarlo– casco de corcho, como salidos de una de Tarzán, que hacen la disciplinada vía turística básica, cámara en mano, de la Plaza al corazón de San Telmo, ocho o diez cuadras más al sur.
El largo paredón decorado de graffiti de la iglesia de San Francisco ocupa toda la vereda de enfrente de mi casa y es una tentación para los inquietos disparadores de la habitual digital. Así, uno sabe que, circulando entreverado con los turistas, llevado por el ida y vuelta de la rutina de las compras sabatinas al coreano más próximo, al lavadero de la vuelta, tarde o temprano terminará siendo parte, comparsa o contexto de fotos descentradas apoyadas en repisas familiares de Kioto, Chicago o Curitiba. Un destino por lo menos globalizado.
Claro que siempre queda la posibilidad de balconearla, una sana costumbre que los porteños de esta calle practicamos a conciencia. Desde los mismos lugares estratégicos que utilizaron nuestros antecesores patriotas hace justo doscientos años para arruinarle el uniforme y los planes hegemónicos al invasor británico con míticas salpicaduras de aceite –sin saber que le estaban poniendo histórico nombre a la calle– hoy nos asomamos a veces con ganas de repetir el gesto pero sin la convicción ni los argumentos suficientes. El enemigo no es tan ostensible aunque sí tan alevoso como entonces; pero el pintoresco personaje disfrazado de explorador que pasa en bandada bajo nuestros ojos no es precisamente el enemigo sino el turista. Alguien que se supone debemos cuidar o al menos tolerar con civilizada indulgencia, supuesto proveedor de divisas, ocasional propagandista “urbi et orbe” de nuestra bonanza en todos los sentidos.
Ahora, si nos impostamos/mimetizamos en paseantes de ocasión y nos mandamos Defensa abajo de turistas, el balconeo barrial diseminado a lo largo de más de una docena de cuadras de Defensa no está pensado para tirar nada ni para ver lo que pasa sino para ofrecerlo todo, en tren exhaustivo, al paso: literalmente, se saca la casa por la ventana, se la vacía sobre la calle. Ya sé que ese universo discepoliano de objetos proviene de fuentes diversas. No de esas casas, precisamente. No son antigüedades tampoco, sino simples cosas, objetos usados cuyo mayor atractivo –creo descubrir– no es su extrañeza o su misterio sino todo lo contrario: la cercanía. Todos parecen haber sido alguna vez nuestros, los perdimos nosotros, no supimos cuidarlos o nos los tiraron sin permiso.
La saturación tanguera del ámbito –orquestas acabadas, acróbatas bailarines, cantores sin red– no puede neutralizar el clima melancólico, el “efecto blues” que decantan las cosas con sólo estar ahí. Discos y picaportes, encajes, vitrinas y sifones azules; sacacorchos y figuritas; ropa de anteayer y radios con la voz de Fioravanti. Todo. Incluso se puede encontrar algún oxidado recipiente de hierro que, según las ganas de creer del cliente, acaso contuvo alguna vez el histórico aceite hirviente con que nos defendimos, irresponsablemente para muchos, de la Civilización.
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