Domingo, 20 de mayo de 2007 | Hoy
A pesar de las advertencias de Kirchner, el Estado no tomará el control de la ex línea Roca. Todavía no se diseñó un modelo alternativo a las fallidas privatizaciones de los ’90.
Por David Cufré
Inmediatamente después del racconto de las consecuencias del “día de furia” en la estación Constitución, comenzaron las especulaciones en torno de si el Gobierno iba a tomar la decisión de quitarle la concesión a Trenes Metropolitano o simplemente iba a sancionarla con una multa. Desde un primer momento, se calculó que la decisión tendría carácter político, no técnico. Néstor Kirchner, desde el estrado, había anunciado que no dudaría en “pegarles una patada en donde corresponda” a quienes no hubieran cumplido con sus obligaciones. Algunos creyeron que allí estaba la señal política de la decisión que se estaba por tomar. Fue una falsa impresión. La decisión política pasó por otro lado: el gobierno nacional no está en condiciones de tomar en sus manos el servicio de la ex línea Roca y poder evitar, luego, que le pase lo que le pasó al concesionario.
El Gobierno tampoco puede, como hizo en 2004 cuando le sacó la ex línea San Martín al mismo Metropolitano, traspasarles el servicio a los demás concesionarios de trenes de pasajeros, hoy bastante más desgastados en imagen que hace tres años. No hay plan B para la prestación del servicio del ex Roca. Pero tampoco lo hay para el sistema de transporte ferroviario urbano en su conjunto, que reemplace a la actual prestación precaria y sostenida en base a subsidios crecientes año tras año. Esta es la cuestión de fondo: ¿qué se puede hacer con este sistema después del fracaso de las privatizaciones de los ’90?
El objetivo que se había planteado este gobierno al inicio de su gestión con el servicio ferroviario –no sólo el urbano, sino también el de carga y de pasajeros de media y larga distancia– era su reconstrucción, mediante la recuperación de la infraestructura y con un muy activo rol del Estado. Pero ese mayor protagonismo sólo se dio, en los hechos, en el aumento constante de los subsidios a los concesionarios para evitar el colapso inmediato del sistema. Como contrapartida, no se exigió un esquema de gastos ni el cumplimiento de objetivos de mantenimiento del parque rodante ni de vías, con una antigüedad promedio de 25 años en el primer caso y de 50 en el segundo.
El aumento de pasajeros, con un servicio degradado, resultó en un incremento de la cantidad de descontentos, convertidos en potenciales protagonistas del próximo estallido. Los concesionarios se transformaron en simples administradores de un subsidio destinado a liquidar gastos operativos. La Secretaría de Transporte dejó de lado su rol de diseñador y planificador para calzarse el traje de bombero. Desde la oposición, se privilegió el argumento de demonizar los subsidios y la política de congelamiento de tarifas, en vez de proponer un proyecto de transformación del sector.
Lo alarmante es que mientras el sistema ferroviario pareciera encaminarse a su extinción, se hace cada vez más necesario. El tránsito en la ciudad de Buenos Aires colapsa en horas pico y la improbable construcción de nuevas autopistas sólo generaría nuevos cuellos de botella en sus entradas y salidas. La extensión de las líneas subterráneas es un paliativo insuficiente si no se combina con un buen servicio ferroviario en sus cabeceras.
Además, el transporte ferroviario sigue siendo el medio más económico operativamente –medido por pasajero transportado por kilómetro– y socialmente el más beneficioso –menor contaminación, menor tiempo, menor uso de combustible–. Incluso, si a través de una fuerte inversión en infraestructura se eliminaran los pasos a nivel en áreas urbanas, podrían bajar los índices de accidentes en las vías, que hoy se devoran 400 vidas al año.
Para viabilizar las privatizaciones, en los ’90 se escindió el servicio ferroviario interurbano del de larga distancia, y de este último sólo sobrevivió el de carga. Con objetivos sociales antes que microeconómicos, estos espacios hoy dispersos podrían quedar integrados en un plan único, apuntando a encontrar respuestas de mediano plazo a la necesidad de diseñar y conseguir una infraestructura de transporte acorde a un modelo de desarrollo distinto al de los ’90.
Mientras los que critican se limiten a contar los millones que gasta el Gobierno en subsidios al transporte, dando por sentado que ello fuera de por sí deplorable, y los que actúan en el sector se limiten a ver cómo zafan de asumir la responsabilidad por los desastres que se producen y que vendrán con el actual modo de funcionamiento, el debate de fondo no aparecerá.
El sistema ferroviario es una brasa caliente. Así se entiende que el Gobierno eluda recuperar el control de líneas en desgracia, los concesionarios esquiven la alternativa de que les arrojen más trayectos sobre la cabeza y Sergio Taselli (Trenes Metropolitano) hoy le siga agradeciendo al Gobierno que le haya sacado el “clavo” de la ex San Martín en 2004. Falta alguien que piense en que esa brasa puede ser una fuente de nuevas energías. Los culpables para la situación que hoy se padece sobran. Lo que escasean son debates para encontrar ideas superadoras.
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