Domingo, 20 de mayo de 2007 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Arde la guerra narco en México. Los carteles de la droga han crecido y se han diversificado. Ya no se limitan a trasladar toneladas de cocaína desde Colombia a Estados Unidos, comercio que monopolizan. Hoy los narcos mexicanos son los segundos productores mundiales de heroína detrás de Afganistán, los principales abastecedores de marihuana extranjera para los Estados Unidos y proveedores del 80 por ciento de la metaanfetamina que se vende en ese país. Según un informe de las Naciones Unidas, mueven entre 10 mil y 30 mil millones de dólares por año.
Los narcos han infiltrado casi todas las instituciones mexicanas y han diversificado sus mercados al punto de convertirse en un importante proveedor de drogas ilegales en Europa. Según Karen Tandy, directora de la DEA, la agencia antinarcóticos norteamericana, los narcos mexicanos han abierto empresas en Africa para lavar los euros que recaudan en Europa. También han diversificado sus fuentes de ingresos y hoy además de traficar drogas se dedican al secuestro y la extorsión, siguiendo el ejemplo de sus antecesores colombianos.
La cultura narco ya forma parte de la vida diaria en México. Los tradicionales narcocorridos que relatan hazañas de narcos famosos y amenazan a los enemigos saltaron del disco a Internet. El sitio YouTube se ha convertido en una fuente constante de intercambios de mensajes velados y explícitos entre las distintas facciones de traficantes y herramienta fundamental para los detectives de homicidios. Hace unos meses el sitio de videos transmitió la decapitación de un sicario del Cartel del Golfo al que le habían cavado una Z en el dorso, por su pertenencia al grupo parapolicial “los Zeta”. El cadáver nunca fue encontrado.
Los departamentos policiales en las ciudades costeras y fronterizas están completamente infiltrados por los narcos. Hace tres meses el ejército desarmó a los 2300 policías de la ciudad de Tijuana porque no confía en ellos. En Nuevo Laredo 231 efectivos fueron despedidos el año pasado cuando no pasaron la prueba del detector de mentiras. La Justicia y el sistema penitenciario no están mucho mejor. Osiel Cárdenas manejó durante cuatro años desde una cárcel de máxima seguridad los negocios del Cartel del Golfo, uno de los dos más poderosos de México, hasta que fue extraditado a Estados Unidos en enero. El jefe del cartel rival, el de Sinaloa, también estuvo varios años preso en una cárcel de máxima seguridad, desde donde también manejaba sus negocios, hasta que se escapó en un carrito de ropa sucia. Hoy Joaquín “el Chapo” Guzmán, de él se trata, es el hombre más buscado del país.
La Iglesia tampoco es ajena al problema. Hace dos años las cuentas bancarias del obispo Juan Sandoval de Guadalajara fueron objeto de una investigación federal de narcolavado. Ese mismo año el obispo de Tamaulipas, Ramón Godínez, admitió públicamente que recibe donaciones de narcotraficantes y dijo que ese dinero se “purificaba” al ingresar a las arcas de su parroquia.
Hasta las mujeres han ingresado al negocio, otra muestra de cómo la cultura narco ha echado raíces. En lo que va del año 20 mujeres traficantes han sido abatidas en distintos enfrentamientos y hoy una mujer, Enedina Arellano Félix, dirige el poderoso cartel de Tijuana.
Los narcos mexicanos también son los responsables de un nuevo boom de consumo de metaanfetamina en Estados Unidos, donde ya abastecen a al menos 400.000 consumidores con una droga altamente adictiva y barata de producir, con las consecuencias sociales conocidas aquí por la llegada del paco. Los mexicanos reemplazaron en el mercadeo del “meth” “crank” o “hielo” a la mítica banda de motociclistas Hells Angels, multiplicando el negocio en pocos años. Mientras los motociclistas se valían de una producción casera cocinada en bañaderas de residencias de clase media, los narcos mexicanos la fabrican por toneladas en laboratorios de Veracruz y Guadalajara. El mes pasado, en el mayor secuestro de dinero narco en la historia mexicana, agentes federales incautaron 200 millones de dólares en efectivo de una mansión en el exclusivo barrio capitalino de las Lomas de Chapultepec. Pertenecían a un químico chino, hoy prófugo, que producía metaanfetamina para los carteles mexicanos a partir de las toneladas de pseudoefedrina que importaba desde su país de origen y cocinaba en un laboratorio escondido en la selva de Michoacán. Por otra parte un importante operario del cartel de Sinaloa, Ignacio Coronel Villareal, apodado “el rey del hielo”, maneja todo el mercado de metaanfetamina de la costa este norteamericana. Todavía no lo han podido agarrar. La metaanfetamina, una droga que no necesita de plantaciones, está siendo introducida en México con resultados devastadores. Los centros de tratamiento en las ciudades fronterizas no dan abasto y la enfermedad se extiende. Un cartel de Michoacán llamado “La Familia”, que se enorgullece de sus lazos comunitarios, le declaró la guerra al cartel de Sinaloa, al que acusa de introducir la droga en el Estado. Hace seis semanas, narcos de “La Familia” arrojaron en un salón de baile a cinco cabezas de narcos decapitados junto con el mensaje: “No matamos a inocentes. No queremos metaanfetamina en Michoacán”.
Son cuatro los carteles de alcance nacional que compiten con las mafias regionales por las rutas costeras, los sembradíos de opio y marihuana en el interior y los megalaboratorios de metaanfetamina en la selva y las ciudades. Los dos principales, el del Golfo y el de Sinaloa, se han trenzado en una guerra sin cuartel que ya lleva años. Los otros dos, el de Tijuana y el de Juárez, se alinearon con el del Golfo, pero éste a su vez sufre divisiones internas. Y con cada detención de un jefe narco se desata una miniguerra por la sucesión.
Todo esto ha resultado en una espiral de violencia que no parece tener fin. El año pasado hubo más de 2000 asesinatos vinculados al narcotráfico, más del doble del promedio de los cinco años anteriores, y este año ya hubo más de mil muertes en cinco meses, por encima del promedio del año pasado. Los periodistas se encuentran en la línea de fuego. En lo que va del año al menos siete han muerto o desaparecido, convirtiendo a México en el país más peligroso para ejercer la profesión después de Irak.
Mientras tanto el gobierno de Bush gastó siete mil millones de dólares para combatir el narcotráfico colombiano en los últimos años, y otro fangote en Bolivia y Perú, pero prácticamente nada en México, porque supuestamente ese país tiene una economía y un gobierno fuertes. También, porque los contribuyentes que mandan a los políticos a Washington sienten que ya demasiado hacen al pagar por la salud y la educación de los inmigrantes ilegales que cruzan el río Bravo, sin importarle el nivel de explotación y degradación que le dispensan a cambio de esos beneficios. Pero en el mundo globalizado la logística y la comercialización es más importante que la producción de materias primas. Al concentrar su estrategia antidroga en la guerra contra los carteles colombianos, lo único que logró el gobierno norteamericano en los últimos 20 años fue fortalecer a los narcos mexicanos y traer el problema más cerca de su frontera.
Cuando asumió en diciembre, el presidente Vicente Calderón no dudó en militarizar la guerra contra los narcos y en activar las extradiciones de los traficantes encarcelados a Estados Unidos, diferenciándose de la pasividad de su antecesor Vicente Fox. En pocas semanas mandó a 24.000 soldados a ocupar regiones enteras controladas por los narcos y extraditó a más de 20 traficantes a Estados Unidos, incluyendo a Cárdenas, a un lugarteniente de Guzmán apodado “el Güero” y a uno de los hermanos Arellano Félix. Pero hasta ahora, a pesar de los elogios que el presidente mexicano recibe del gobierno de Bush, el remedio parece más peligroso que la enfermedad.
Por un lado la idea de invitar a las fuerzas armadas a participar en operaciones de seguridad interior tiene un costo que es bien conocido en el cono sur. México es un país que no tiene tradición golpista gracias a la actitud históricamente prescindente de sus militares. Y no es un detalle menor que la última intervención política importante del ejército mexicano no fue muy afortunada que digamos: se trató de la matanza indiscriminada de estudiantes universitarios de la UNAM que protestaban contra el gobierno de Luis Echeverría en 1968 en la plaza de Tlatelolco. Esta nueva intervención militar tampoco estaría exenta de graves violaciones a los derechos humanos y la situación podría empeorar. Además, la lógica de la intervención militar en la guerra narco se basa en la absoluta falta de confianza en las fuerzas policiales. Pero nada garantiza que el ejército, que mantiene cierto grado de prestigio en México, no se corrompa al entrar en contacto con los narcos, como le pasó a la policía. ¿No sería más sensato purificar y fortalecer a la policía, antes que exponer al ejército?
La otra medida, la de apurar las extradiciones de los jefes narcos, también tiene sus costos. Así como la utilización del ejército desnuda y refuerza la inutilidad de los policías, apoyarse en jueces extranjeros disminuye la credibilidad y efectividad del Poder Judicial mexicano. “Si no hay reformas en todos los niveles, esto no funciona. Podés ser muy eficiente atrapando criminales, pero el juez los deja ir porque le pagan dinero. O el sistema judicial funciona bien, pero el narco escapa de una cárcel de máxima seguridad”, dijo el analista Jorge Chabat al diario norteamericano The Christian Science Monitor. Fox también había empezado su mandato con una racha de extradiciones de narcos, pero éstos fueron rápidamente reemplazados y todo siguió igual.
O, mejor dicho, peor. Bajo el gobierno de Calderón ni la violencia ni el flujo de drogas han disminuido, ni la imagen del gobierno en la guerra contra las drogas ha mejorado. Según la encuestadora Parametría, el 50 por ciento de los mexicanos hoy cree que el tráfico de drogas no se puede detener, lo cual representa una suba de seis puntos desde que asumió el nuevo presidente.
Los últimos 15 días fueron particularmente violentos. Los narcos se cargaron a un jefe de policía en Acapulco, al fiscal jefe de la unidad especial antidroga en el D.F., al jefe de operaciones de la policía de Tijuana, a cuatro policías en Sonora, a cinco soldados en Michoacán, y a decenas de civiles. Y dejaron un mensaje en una base militar de Veracruz, donde el ejército acababa de detener a 100 policías. La cabeza de un mecánico de 37 años tenía una carta en la mejilla clavada con un pinza de hielo que decía “vamos a seguir hasta que se vayan los militares”.
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