Domingo, 9 de marzo de 2008 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Ella es la fiscal más famosa del mundo. Ella llegó al país hace menos de dos meses. Ella se sale de la vaina por ayudar a la Justicia argentina con los juicios a los represores de la dictadura. Ella espera ansiosa un llamado de Cristina Fernández de Kirchner.
Ella es Carla del Ponte, flamante embajadora de la Confederación Suiza. Su leyenda la precede. En los ’80 era fiscal y perseguía lavadores de dinero. La mafia siciliana sembró los cimientos de su casa con media tonelada de explosivos, pero escapó de milagro. En los ’90 fue la fiscal general de su país. Abrió las cuentas suizas de Astiz, Bussi y el Tigre Acosta, procesó a Benazir Bhutto, congeló los millones de Raúl Salinas de Gortari y se enfrentó con la mafia rusa. Después de eso, y hasta el año pasado, se dedicó a perseguir criminales de guerra de la ex Yugoslavia como fiscal de la Corte Internacional.
De ahí viene su película, La lista de Carla, un docudrama de una hora y media que muestra cómo fue tachando una serie de caras y nombres expuestos sobre una cartulina, como si estuviera llenando un álbum de figuritas a medida que caían detenidos por orden suya los ciento y pico de criminales más buscados de la guerra de Yugoslavia. Todo esto mientras consuela víctimas en Sbrenica, presiona a las Naciones Unidas y a la Unión Europea con discursos encendidos sobre la responsabilidad de la comunidad internacional y aprieta a jefes de Estado de la ex Yugoslavia en sus propias narices con conferencias de prensa en las que se exhibe compungida ante el enjambre de cámaras mientras protesta solemne la falta de colaboración de sus anfitriones, que la escuchan con cara de piedra. Todo esto con edición profesional, envuelto en música de cello, y salpicado con off the records supuestamente jugosos en un pasillo o a bordo de un avión, y entrevistas íntimas donde ella cuenta en tono confesional que, en fin, que no puede darse por satisfecha porque se le escaparon cuatro criminales y no pudo completar su lista y, especialmente, porque no pudo atrapar a los dos peces más gordos, Karadzic y Mladic, y porque el tercer pez gordo que sí agarró, Milosevic, murió antes de ser juzgado. La peli empieza con ella declarando que por fin se termina la impunidad para dar paso a la Justicia mientras viaja en limusina, y termina con una voz en off que advierte a los prófugos de la guerra yugoslava que no se confíen, que Carla del Ponte seguirá su lucha hasta final, mientras ella viaja en limusina.
Ella tiene el pelo corto y blanco, viste de negro y fulmina con ojos oscuros en las oficinas de la embajada suiza de la calle Santa Fe. Debe ser la diplomática más custodiada del mundo después del embajador norteamericano en Irak. Sus guardaespaldas palpan rigurosamente a los visitantes y cerca de la embajada comentan las modificaciones que se hicieron en su residencia para alejar las miradas de intrusos. Ni en la Argentina encuentra paz: la semana pasada se sobresaltó porque una periodista había conseguido el número de teléfono de la residencia oficial de la embajada, “un número que debería ser secreto”, se quejó, entre inquieta e indignada.
Dice que disfruta de su nuevo anonimato pero todo tiene un límite. El otro día, en la inauguración de la muestra de Alberto Burri, un fotógrafo argentino le pidió que se haga a un costado porque quería fotografiar al fotógrafo del Che Guevara con algún famoso local y ella estaba en el medio. Después de eso, casualidad o no, ella abrió su agenda de entrevistas.
Ella sabe lo que quiere y lo que no quiere y es difícil o imposible encontrarla con la guardia baja.
No quiere hablar de los libros que lee, ni de sus mañanas de golf ni de nada que roce su intimidad. No parece interesarle demasiado la política regional ni el rol de su país como mediador en el conflicto con las FARC, aunque dice que lee todos los cables que mandan los embajadores suizos desde la zona caliente. Parece incómoda cuando debe defender la decisión de su gobierno de reconocer la independencia de Kosovo, y cuando se le pregunta si esa decisión política no va de bruces con la supuesta neutralidad de su país que dice que reconocer un país no es tomar partido, pero cuando se le pregunta entonces por qué no reconocen a Taiwan, contesta que prefiere no hablar más del tema. Entonces uno entiende que hablar de Kosovo, como hablar de cualquier parte de la ex Yugoslavia, para ella es un tema delicado. Porque le quedó una espina clavada. Porque no pudo voltear a los dos más malos de los malos de su película.
Ella quiere hablar de derechos humanos, genocidio y crímenes de lesa humanidad. “Eso es lo que hago”, dice, como si hiciera falta aclarar. ¿Quiénes son los prófugos de la dictadura? ¿Cómo funciona el sistema judicial argentino? ¿Algún órgano supervisa al Poder Judicial? ¿La fiscalías son independientes de la Corte Suprema? ¿Cómo se investiga acá? De eso quiere hablar. Quiere meterse en eso. Para eso vino a la Argentina.
Porque su gobierno la habrá mandado a descansar a un país periférico después de tanta alta exposición, pero ella no es de quedarse de brazos cruzados con cara de happy hour.
Puede hablar con fluidez y conocimiento de causa de Ruanda o Camboya pero no como una filósofa sino como una detective, porque eso es lo que es. “Tengo mucha experiencia en derechos humanos, en conseguir que sospechosos sean llevados a las cortes de Justicia. Veo que acá hay mucho interés en este tema y estoy lista para compartir mi experiencia con la gente interesada en eso.”
Tiene contactos, tiene experiencia. Puede contarles, por ejemplo, cómo atrapó en Buenos Aires al criminal de guerra serbio-bosnio Milan Lukic en los albores de la presidencia de Néstor Kirchner. “No teníamos idea dónde estaba y cuando un criminal abandona un país siempre es difícil localizarlo. Por eso es importante ser persistente, porque tarde o temprano comete un error. Lukic llamó por teléfono a su esposa, que estaba en Bosnia, y pudimos rastrear la llamada. Lo mismo pasó con (el criminal de guerra croata Ante) Gotovina, que hizo tan sólo una llamada desde las Islas Canarias y eso bastó para que lo encontremos. Es importante el control permanente de familiares y amigos, porque te pueden llevar al prófugo.”
Dice que le parece muy bien la idea de Cristina Kirchner de insertar a la Argentina en el mundo como referente en todo lo que hace a los derechos humanos. “Me parece una muy buena política. La Presidenta y su predecesor han tomado la decisión correcta de hacer posible que la Argentina se involucre en la comunidad internacional a través de este tema. Argentina es bien conocida en la comunidad internacional. Aun en el Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia tenemos unos abogados muy buenos que son de Argentina. Su participación es excelente.”
Ella sabe lo que quiere y sabe cómo conseguirlo. Y lo que ella quiere, ahora que está en la Argentina, es que Ella la llame.
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