EL MUNDO › MUGABE FESTEJO HABER GANADO LA SEGUNDA VUELTA SIN OPOSITOR

El dictador que baila solo

Zimbabwe sufrió una ola de violencia y represión que culminó ayer con su eterno presidente de fiesta. EE.UU. anunció sanciones y los votantes mandaron su mensaje: un ministro quedó tercero en una legislativa local.

Robert Mugabe llegó esta semana a un pico de autismo político y se hizo reelegir otra vez en un ballottage donde no se presentó el rival. Parece que nadie más va a reconocer el resultado, pero en el mundo irreal que es hoy Zimbabwe, el oficialismo considera que ganó legitimidad. Mugabe pasó en 28 años de héroe de la lucha anticolonial a presidente autoritario, y este viernes se recibió de dictador, con todos los honores.

Zimbabwe es un país pequeño, sin salida al mar y con algo bastante raro en ese barrio, un clima fresco que permite producir un café que alegra y le valió un sobrenombre familiar para nosotros, el de Granero del Africa. Rhodesia del Sur, como se llamaba bajo bandera inglesa, fue una colonia bastante tranquila –un par de rebeliones en 1896 y a principios de siglo– y relativamente próspera que se perdió la gran ola de descolonización de los años sesenta. Londres aflojaba pero los blancos locales no, y hasta terminaron declarando ellos su independencia antes que entregarle el poder a los negros. Es que esta Rhodesia –la otra, la Norte, se llama Zambia– era junto a Sudáfrica el único país local con una sociedad blanca.

Esto le valió al país una larga guerra con las masacres, crueldades, asesinatos y cárceles arbitrarias e interminables. De la sombra de la prisión y la guerra, igualito que en Sudáfrica, surgió la nueva dirigencia. A la cabeza, el reservado maestro de escuela Mugabe, que en su celda se hizo universitario por correspondencia y se hizo marxista. El Camarada Bob ganó varias internas y quedó a la cabeza del ZANU, uno de los dos partidos que luchaban contra los blancos desde Mozambique. En 1980, los ingleses reunieron a las partes –los dos partidos negros de liberación, los blancos que habían aceptado volver a ser colonia para salir del agujero– y medio que les impuso una paz. El pavote de Ian Smith, líder duro de Rhodesia y un hombre de muy pocas luces, se negaba y a Mugabe medio que no le interesaba porque sabía que estaban ganando la guerra, pero el trato funcionó. En 1980 nació Zimbabwe y el Camarada Bob ganó las elecciones y pasó a ser primer ministro.

Sudáfrica era entonces el diamante duro del High Apartheid más intransigente y el mundo se enamoró de Mugabe, que acogía a los freedom fighters de Mandela y era un vivo contraste con personas como Idi Amin. Siempre de traje, correctísimo, con un discurso pausado y muy cuidadoso, el presidente dio garantías a los granjeros comerciales, todos blancos, a los bancos y a esa otra rareza africana, la industria local. El país prosperó tanto que todos, afuera y adentro, ignoraron detalles como la masacre de la oposición en Matabeleland, que costó miles de vidas y pasó en los medios porque coincidió con ese gran show internacional, la guerra de Malvinas.

Hasta fines de los noventa, Zimbabwe no era un mal lugar para vivir. Vagamente autoritario, el gobierno respetaba cosas como la libertad de prensa y empezaba a cosechar inversiones inteligentes, como uno de los mejores sistemas escolares de Africa, fundado en persona por el maestro Mugabe. La corrupción local era rampante, alocada, pero no paralizaba la economía y ése es un tema que no deslegitimiza en Africa. Sudáfrica acababa de cambiar de régimen y todo auguraba felicidades futuras, sin guerras y con un socio más grande al lado.

El problema es que Mugabe no puede pensar a Zimbabwe sin él como presidente. La señal de que todo iba a terminar mal llegó a fines de la década, cuando Mugabe perdió por sorpresa un plebiscito para cambiar la Constitución. Al año, perdió una legislativa y tuvo que cometer su primer fraude –torpemente, a las apuradas– para no perder la mayoría en el Parlamento. En 2004 tuvo que trampear otra vez para no perder él frente a un gordito timidón llamado Morgan Tsvangirai que apareció como de la nada, al frente de un partido flamante, el MDC.

Para peor, Zimbabwe conocía su primera recesión, Mugabe se gastaba los préstamos del FMI en favores políticos y parte de su base, los veteranos de la guerra de liberación, comenzaban a atacar y tomar granjas de blancos. Mugabe es un hombre de cuestionable salud mental –se acaba de publicar una psicobiografía suya, caso único de psicoanálisis de un dictador todavía vivo– pero un maestro en ganar internas. Por eso es que se puso al frente de los ataques a las granjas blancas, repartió las mejores entre militares y ministros, y planteó que el problema del país era la Pérfida Albión dispuesta a recuperar Zimbabwe como colonia.

El país entró en una espiral de inflación, miseria y recesión que ya expulsó a la cuarta parte de la población. El ZANU comenzó a comportarse abiertamente como la Triple A y los muertos empezaron a apilarse. El año pasado, Zimbabwe rompió el record mundial de inflación al tocar el 100.500 por ciento –el dólar pasó de 60 a 60.000 contra la moneda local– y sus ciudades principales tienen hoy luz un par de horas al día.

Las elecciones de marzo fueron un escándalo de tiros, palos y aprietes, pero Mugabe las perdió igual e hizo el solemne papelón de tomarse un mes para anunciar que había segunda vuelta y ya no tenía mayoría parlamentaria. Lo de los diputados siempre tiene solución –ya los están matando, corriendo del país o arrestando– y un ballo-ttage daba tiempo para preparar una intimidación como nunca se vio. En estos tres meses, el ZANU cerró las escuelas del país porque los maestros son de oposición y abrió centros de detención y tortura en varios colegios. Los sindicatos fueron perseguidos, hubo un mínimo de noventa asesinatos políticos, unos diez mil heridos e infinitos casos de opositores golpeados con caños, el arma de moda entre la militancia.

Mugabe empezó a usar el hambre como herramienta, distribuyendo comida sólo a través de sus punteros y expulsando a las ONG internacionales, a las que acusó de ser punteros de la oposición. El mundo entero empezó a criticarlo fuerte y el gobierno se envolvió en la bandera de la soberanía nacional, explicando que si los imperialistas te hostigan, algo debés estar haciendo bien. El argumento no impresionó a los vecinos, que rompieron la vieja regla de que un país africano jamás critica a otro en público. Hasta el tímido Thabo Mbeki, el gélido y pasivo presidente de Sudáfrica, tuvo que abandonar su “diplomacia silenciosa” cuando se le desmarcó el ala izquierda liderada por Jacob Zuma y Nelson Mandela habló finalmente contra Mugabe.

Morgan Tsvangirai terminó refugiado en la embajada de Holanda, cerca del campamento de refugiados que se armó en el amplio jardín de la de Sudáfrica. Más allá del coraje personal del candidato, sucede que su segundo fue detenido y acusado de traición a la patria por ser opositor, con el fiscal pidiendo la pena de muerte. Tsvangirai anunció el domingo pasado que no se presentaba a la segunda vuelta, para no validar el fraude y para que no muera más gente. Este viernes votaron muy pocos ciudadanos y lo hicieron sobre todo los que viven en lugares donde hay que demostrar que uno fue a votar y votó bien para seguir con vida y para poder comer. En el campo se arreó a la gente la noche antes y cada urna tenía un policía o un militante al lado.

Mugabe festejó ayer como si hubiera ganado en serio. A los 84 años será difícil que lo conmueva que George Bush anunció sanciones inmediatas a Zimbabwe, que el Consejo de Seguridad parece finalmente dispuesto a hacer algo y que ya se habla abiertamente de una intervención armada en la región. Tampoco parece haberle amargado el festejo el único mensaje que pudo mandarle su propio pueblo en la única elección real que hubo este viernes: el ministro de Información Sikhanyiso Ndlow tenía que renovar su banca pero quedó tercero. Le ganó el MDC y hasta una fracción disidente del ZANU.

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Mugabe, 84 años, 28 de presidente, hasta amenazó con un golpe militar si perdía las elecciones.
Imagen: AFP
 
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