Domingo, 29 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ernesto Tenembaum
La semana pasada, la encuestadora Poliarquía difundió una encuesta con resultados trascendentes: la presidenta Cristina Fernández tendría apenas el 20 por ciento de imagen positiva y el ex presidente Néstor Kirchner apenas el 33 por ciento. En ambos casos, habrían tenido una fuga de cerca del 30 por ciento de imagen positiva en pocos meses y un crecimiento geométrico del rechazo. Como era de esperar, voceros oficiales se apresuraron a matar al mensajero y, rápidamente, la agencia Télam distribuyó otros números donde la fortaleza de la imagen presidencial resulta arrolladora. Algunos encuestadores admiten que el propio Néstor Kirchner les pidió que mintieran.
Parece un episodio menor.
Pero no lo es.
En el mundillo político y periodístico todo el mundo sabe quién es quién. Hay un pool de encuestadoras que difunden números para el Gobierno: son las cuatro que anticiparon, en una gaffe memorable, que Carlos Rovira ganaría por quince por ciento de diferencia en el pequeño territorio de Misiones, cuando en realidad perdió por ese margen (hasta hubo periodistas destacados que celebraron –sí, celebraron– el triunfo de Rovira anticipadamente en base a esos números falsos). Los datos distribuidos por esa gente, para decirlo con suavidad, son irrelevantes. Sólo embarran el terreno.
Los estudios de Poliarquía, en cambio, son difíciles de desmentir. Es la encuestadora que cuatro meses antes de las elecciones nacionales, por ejemplo, pronosticó que Cristina Fernández ganaría sin segunda vuelta. Es verdad que trabaja para el diario La Nación, pero también lo hacía entonces. Hay una anécdota aún más reveladora. Poliarquía, durante las elecciones porteñas del año pasado, trabajaba para Jorge Telerman, que competía por el segundo puesto con el kirchnerista Daniel Filmus. Cuando ya era obvio que el escolta de Macri sería este último, como quería el gobierno nacional, Poliarquía rompió con su cliente al decidir difundir los números verdaderos. O sea: hay una enorme probabilidad de que la caída en la imagen de Néstor y Cristina, reflejada en el citado estudio, sea cierta.
Los religiosos K –que hay muchos– se enojan ante este panorama: los atribuyen a otra conspiración. Así son. Pero un equipo gobernante serio debería analizar serenamente si algunas de sus conductas no lo están divorciando de una sociedad que, hasta hace muy poco, supo acompañarlo.
El aislamiento puede ser justo, injusto, causa de una conspiración o de los propios defectos, culpa de los medios de comunicación o de la incapacidad para fortalecer lazos con los que dudan, de la derecha golpista o de la necedad oficial. Pero, para operar sobre la realidad, un gobierno debe, en principio, conocer dónde está parado, saber si es o no así. Hacia fuera, se puede decir que no hay inflación. Pero, si la inflación existe, y el gobierno opera como si no fuera así, va a estar, decididamente, en problemas. Si está quedando aislado y, en cambio, cree que es tan popular como siempre –porque así se lo dicen personas a sueldo o fanáticos o la claque que tiene todo gobierno– en fin, terminará actuando como un ciego, a tientas, sin nociones claras del tiempo y el espacio.
Para cualquiera que hable con algunas de las personas que conforman el Gobierno, está claro que hay dos corrientes. Una es la que se resume en la reveladora frase del ministro de Infraestructura Julio De Vido: “No hay lugar para tibios”. No importa que sea una variante de una vieja admonición de Carlos Saúl Menem y que repita calcado lo que Mariano Grondona opina de esta situación. Un sector importante del Gobierno piensa así. A los tibios los vomita Dios. Hay que tomar las armas para defender la democracia. Copar los canales oficiales. Enviar a Rudy Ulloa Igor, en su camioneta de 40 mil dólares, a supervisar el camping de Congreso. Los que protestan hicieron el golpe del ‘55, el golpe del ‘76, son cómplices de los asesinatos de Kosteki y Santillán y queman pastizales para matar gente en las rutas. Y hay que repetir estas ideas diez, cien, mil, un millón de veces. Si no convencen hasta ahora, es por falta de repetición.
Estas personas están convencidas de que solo hay un camino: doblar la apuesta.
Es poco relevante, para un hombre de poder, si esa estrategia es justa o injusta, o si los otros son peores (que muchas veces lo son, y otras no). Eso es tema para moralistas. Lo que sí resulta relevante es si la estrategia funciona, porque puede ocurrir que en esa equivocación de diagnóstico al Gobierno se le vaya la vida. Si se cree en el pool de encuestadores a sueldo, probablemente De Vido, D’Elía, Moreno y los suyos tengan razón. Hay que poner carpitas, pedir la cadena nacional varias veces al día, llenar la plaza una y otra vez, vaciarle una reunión al vicepresidente Julio Cobos y denunciar al campo por golpista, ignorar los resultados de Río Cuarto.
Total, todo está perfecto.
Mejor no cambiar ni una coma.
La gente nos adora, nadie duda, no hay sectores de la población que están huyendo despavoridos.
Néstor es más carismático que Kevin
Costner.
Cristina es más linda que Julia Roberts.
El mañana nos pertenece.
Somos la vanguardia iluminada.
No hay lugar para tibios.
Hay otro sector del Gobierno que piensa distinto. Y es parte del oficialismo: no son gorilas. La expresión más clara de éstos es el vicepresidente. Pero hay muchos más y muy cerca de la Presidenta. Y están muy preocupados porque perciben, aunque quizás no en toda su dimensión, el progresivo aislamiento social del Gobierno. Esta gente, que por momentos enfurece con sus dudas a Néstor Kirchner, piensa que, cada vez que el Gobierno se mostró inteligente y sofisticado, encontró elementos para poner al sector rural a la defensiva: cuando tendió la mano, incluso con gestos nimios, el campo se vio obligado a levantar los paros, cuando anunció el envío de la resolución 125 al Congreso –una vez más– pasó a la ofensiva, cuando explicó que se usaría la plata de las retenciones móviles para construir hospitales, por unas horas, el campo no supo qué argumentar en contra. En cambio, piensan que el Gobierno pierde cuando intenta desalojar las rutas sin enviar la resolución al Congreso, no habla con los gobernadores disidentes, impone situaciones de hecho, envía a patoteros a disolver manifestaciones.
Esta gente percibe la existencia del convencido derrotero del Gobierno hacia el suicidio.
Para unos, los que protestan son sólo gorilas.
Para los otros, hay señales peligrosas de aislamiento.
Para unos, solo se trata de ser machos.
Para los otros, también convendría ser inteligentes y moderados.
Para unos, hay un enorme margen para seguir en el camino trazado, incluyendo allí el tren bala o las mentiras sobre la inflación.
Para los otros, en el contexto actual, y más allá de cómo se resuelva el conflicto con el campo, cualquier error se pagará demasiado caro.
Si se mira la conducta oficial se percibe el tira y afloja a cada paso. Cristina pide perdón si ofendió a alguien pero en el mismo discurso humilla a Raúl Alfonsín y compara la protesta rural con los carapintada. El ex presidente encabeza una conferencia de prensa donde destrata a sus interlocutores –salvo al enviado del multimedio Hadad–, aparece junto a Omar Viviani pero, al mismo tiempo, envía señales de distensión hacia Julio Cobos y Eduardo Duhalde, al tiempo que se distancia de D’Elía. Cristina anuncia el envío de las leyes al Parlamento pero vincula, en el mismo discurso, a ruralistas y caceroleros con el golpe del ’55. Luego pide la cadena nacional en dos días consecutivos y vuelve a confrontar. Después los invita a la Casa Rosada pero su gente pone una carpita para que nadie manifieste frente al Congreso. Respaldan el diálogo pero le vacían una reunión a Cobos. Los diputados insisten en la necesidad de alcanzar una solución consensuada a la resolución 125: hasta Aldo Ferrer lo ha reclamado. Kirchner exige que no toquen “ni una coma”.
Es como un jugador que se gambetea a sí mismo.
Si sigue así, en algún momento, pierde el equilibrio.
Los contrarios disfrutan de la confusión oficial tanto como los propios la sufren.
Pero los hechos son los hechos.
Cuestión que sería bueno, aconsejable, que se recupere el principio de realidad.
¿Quién lo tiene?
¿De Vido, Moreno, D’Elía, De Petri, La Cámpora, los ocupantes de las seis carpitas del Congreso, los encuestadores contratados?
¿O Cobos y varios, muchísimos otros?
Basta pedirles a los encuestadores a sueldo que se comporten como el espejito del cuento y deje de mentir acerca de quién es la más linda del reino. Lo que ocurre es que hay tanta prosa inflamada en estos días, tanto aventurero que siente hervir la sangre al sonar las trompetas del cabo D’Elía y el coronel Moreno, que –para las voces sensatas del Gobierno– es difícil hacerse escuchar.
Y así estamos.
Qué pena, ¿no?
Que no haya lugar para tibios.
Es, realmente, una pena.
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