El vicepresidente electo de Colombia, Angelino Garzón, no fue tan tajante como su compañero de fórmula a la hora de responderle a las FARC. “El gobierno de Juan Manuel Santos no tiene cerrada la puerta de la paz, pero le estamos exigiendo a la guerrilla poner en libertad a todos los secuestrados, cesar la práctica del terrorismo y las minas antipersona y liberar a los niños reclutados de manera forzada”, explicó Garzón a la prensa. “La insurgencia también tiene que ser capaz de decirle a la población: ‘Esta violencia no tiene sentido y no va más’”, agregó el vicepresidente electo, un ex líder sindical, ex ministro de Trabajo y ex integrante de un comité civil que propugna la salida negociada para el conflicto interno colombiano.

Mientras Uribe y Santos fueron más contundentes, Garzón se cuidó en dejar una puerta abierta. “Si ellos dan esas manifestaciones, tengan por seguro que Santos tendrá toda la generosidad para construir acuerdos de paz y procesos de perdón y reconciliación, en medio de una reparación a las víctimas de la violencia”, explicó el dirigente. Cuando se anunció su nombre como compañero de Santos, la mayoría de los análisis de los medios colombianos coincidían en que Garzón tenía el perfil perfecto para ocuparse de las relaciones con los grupos armados irregulares, en otras palabras, de volver a construir algún tipo de canal de diálogo para empezar a negociar un proceso de paz.

La última vez que el gobierno y las FARC se sentaron a negociar fue a finales de los años ’90 con el gobierno de Andrés Pastrana. Años después el propio Alvaro Uribe consiguió sentar a la segunda guerrilla del país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), a la mesa de diálogo, en La Habana. Este último terminó de hecho luego de meses de congelamiento y de falta de reuniones en la capital cubana. Desde entonces, Uribe priorizó la vía militar como la única forma de terminar con el conflicto armado que ya lleva más de sesenta años desangrando Colombia.