Domingo, 17 de octubre de 2010 | Hoy
EL MUNDO › JUAN ILLANES, UNO DE LOS MINEROS CHILENOS DEL MILAGRO, EN SU PRIMER DIA EN FAMILIA TRAS EL RESCATE
Página/12 compartió la cena en la que Illanes, tercero en salir a la superficie, se reencontró con su familia después del alta en el hospital de Copiapó. Los preparativos, el recibimiento, lo que cuenta, lo que calla. Un partido de truco al día siguiente. Y la tensión de quien sabe que ya no será el mismo.
Por Emilio Ruchansky
Desde Bahía Inglesa
La anfitriona se llama Paulina Palazzo Rojas, es una voluntaria que fue y vino al Campamento Esperanza los últimos dos meses, y ahora duda sobre la comida de bienvenida. Carmen Baeza, la mujer de Juan Illanes, atinó a pedir pollo con fritas desde el hospital regional de Copiapó. A ella el menú le parece demasiado “fome”, aburrido para alguien que pasó casi 70 días atrapado bajo tierra. Baeza también le pidió un paquete de sopa de pollo con fideos. Cuestión que la anfitriona se rebela. Llama a un restorán, El Plateao, el mejor de Bahía Inglesa, un pueblo turístico de arenas blancas, aguas turquesas, casi una playa caribeña si no fuera porque el agua está fría y sólo se entibia en las noches de verano. Pide algunas cajas de mariscos fritos de entrada, lomo a “lo pobre” (con papas fritas, arroz y huevo frito) y ensaladas.
“El hombre es un héroe, ésta es su primera comida rica en meses, así que mejor que te luzcas y que los platos estén bien llenos”, le dice por teléfono a Carlos Videla, el encargado. Del otro lado, la respuesta no es más que una subida de apuesta: “Lo que quieras. Y lo saco rápido si se necesita. Pasa a buscarla, sólo te pido ir con ustedes y entregarle la comida en la mano. Pago el taxi hasta el lugar donde estén cenando”. Es jueves. A esa misma hora, diez y media, el restorán está lleno porque está cenando el ministro de Minería, Laurence Golborne, y toda su comitiva.
Illanes, su hijo Ignacio de 21 años y su esposa están en una pequeña cabaña dentro de un camping de la Cooperativa de Fomento, adonde llegaron camuflados. Bahía Inglesa, por no estar en temporada, está bastante vacía, excepto por los periodistas y rescatistas que tenían “el dato” y se alojaron en este oasis, donde la lluvia permite el “desierto florido”. Plantas raras, arbustos y flores que emergen del suelo arenoso de uno de los balnearios más caros de Chile. Baeza consiguió esa cabaña gracias a la solidaridad de la alcaldesa de Caldera, Brunilda González, quien también armó una causa judicial contra la empresa y el Estado en representación de 29 de los 33 mineros y sus familias. Carmen y su marido están entre ellos. Ninguno de los dos había estado antes en este lugar.
El taxista es obligado a guardar silencio. En la entrada del camping, vigilada por carabineros y merodeada por periodistas, los guardias de seguridad privada preguntan todo. Quiénes van en el taxi, cuál es la razón de la visita, quién es el hombre que lleva la comida. “El taxista se va”, aclara la anfitriona. El encargado hace lo propio. “Sólo vengo a saludarlo, dejo la comida y me voy”, dice y es el primero en abrazarlo largo rato cuando se abre la puerta de la cabaña amarilla. Como si fuera un familiar más, Illanes se emociona al verlo. Enseguida se acerca un pañuelo a los ojos para contener las lágrimas, cuando el encargado le abre la cajita de telgopor con el lomo a lo pobre. “Gracias, gracias, gracias por todo”, dice.
Illanes es pura sonrisa. Acepta de buena gana un cigarrillo y cuenta que es “fumador social” pero no fumó en la mina cuando se distribuyeron cigarrillos después de varios pedidos desesperados. “El cuarto día, cuando vimos que no había forma de salir, hubo un bajón general. Pero yo nunca me quebré. Yo te diría que fueron días enriquecedores, en varios aspectos. Uno en que crecimos como grupo y lo otro es que reafirmamos nuestra fe, es lo más importe”, asegura antes de apagar el cigarrillo, cuando ya estaba fumando el filtro.
Baeza distribuye la comida en la mesa, pone primero los mariscos y cuando está por destapar el vino, su marido le pide hacer los honores. “Hace tanto que no escucho ese ruido hermoso cuando se destapa la botella”, dice. Illanes no mira la comida. Quiere hablar, pero no termina sus relatos. Recuerda el servicio militar, cuando no se podía ver a los ojos a los superiores. Jura que éste no fue su primer encierro prolongado: estuvo dos años acuartelado en Puerto Natales, sobre el fin de Patagonia chilena, cuando casi hubo un conflicto limítrofe con Argentina en 1978. “Yo ni siquiera quería hacer el servicio militar. Si soporté es porque me habían lavado la cabeza hablando de lo importante de defender a la patria”, dice.
Mientras habla, pica algún marisco. Pero no los come enteros como los demás. Los lleva al plato, los corta y los mastica despacio. Palazzo Rojas, la anfitriona, le pregunta si durante los días que pasó atrapado sospechó del fanatismo que había en la superficie. “No, ni idea. Pero en parte es culpa de los psicólogos. Me llegaban las cartas de mi mujer abiertas. La primera vez que pude comunicarme con ella me dieron sólo un minuto y ella tenía el psicólogo al lado. Realmente lo odié, me parecía que me estaban manipulando”, dice.
Su mujer afirma lo dicho. Son muy unidos, contará después. Cada vez que el hombre volvía de la mina San José (los turnos eran siete por siete: una semana abajo, una semana de descanso), él la llamaba a cada rato al celular para contarle cualquier cosa. Es que entre Copiapó y Chillán, donde vive la pareja con su hijo, hay 18 horas de bus. En Chillán, una ciudad pueblo del sur, ahora el hombre es una estrella. Si hasta su mujer y Palazzo Rojas salieron en la tapa del diario local, abrazadas, cuando el 22 de agosto se supo que los 33 mineros estaban con vida.
Illanes se prende otro cigarrillo. Se lo ve preocupado por el futuro. Tiene 52 años y recita de memoria la normativa para jubilarse y las pensiones en caso de que ocurra un accidente. Su hijo interrumpe trayendo una bandera para la voluntaria y anfitriona, firmada por los 33 mineros. Y otra vez los abrazos. Ignacio la llama aparte: le muestra los anteojos negros que le dieron al sacarlo de la mina. “Estos son míos, me los quedo”, dice. Se lo nota orgulloso de su padre, casi como si fuera su ídolo. Su cuarto está lleno de regalos. Sentado sobre la ventana, el joven estudiante de ingeniería informática no suelta su chiche nuevo, el regalo que más le gusta: un aparatito de videojuego. Cuando siente un ruido extraño, corre la cortina y mira. Cree que alguien de la prensa los sigue.
Son las 2. Baeza mira su marido, le dice que es hora de dormir y él hace muecas, como si fuera un chico. Quiere quedarse charlando. Ni siquiera probó el lomo a lo pobre. Antes de despedirse hace un pedido: “Traigan cartas de truco mañana y jugamos. Me gusta mucho, aprendí a jugarlo en el servicio militar”.
Al otro día, entre risas, la voluntaria insiste en saber cómo pasó la noche anterior con su marido. “Dormimos cucharita”, le dice Baeza, mientras fuma un cigarrillo. Están sentadas a metros de la casilla, mientras cae la tarde. Se ve el mar y la playa desierta, interrumpida por algunas rocas negras llenas de musgo. Ella, antes del reencuentro, dormía en aquella casilla pensando en la sensación de ahogo, de encierro de su marido en las profundidades de la mina. Ella misma, dice, sentía que se ahogaba al pensar en su marido.
Illanez está adentro, charlando por teléfono con un amigo de Chillán. A Mario Sepúlveda, el más popular de los mineros, no le dieron el alta. “Todos los demás ya están fuera”, dice Baeza. La noticia ya se regó. Supermario, como le dicen en Chile, está hiperventilado. No para de hablar, no lo pueden calmar. “¿Y su marido? ¿Lo nota cambiado? ¿Habla mucho?”, le pregunta Palazzo Rojas. “No, qué va. Está igual, siempre habla mucho. Jajaja. Pensé que iba a venir cambiado pero está igualito”, contesta la mujer.
Ella tiene ganas de volverse a Chillán. Extraña sus árboles frutales, su huerta y el corral, el terreno que comparte con sus suegros. Hace 29 años que están juntos, dice, y comparten todo. Illanes abre la puerta. Tiene ganas de jugar al truco y realmente es bueno. Mientras tira las cartas, su hijo le pasa el celular. Son amigos del joven que quieren hablar con el padre. El atiende a todos. Se para al hacerlo, da una vuelta, saluda y corta. Sabe mentir al truco y pierde por muy poco. En la casa de al lado duerme otro minero rescatado, Carlos Aguilar. Al rato recibe un llamado de él al celular y se va a visitarlo un segundo para fumar con él. “Está bastante solo, ya vuelvo”, dice.
“Tenemos un pacto entre todos. Hay mucha plata alrededor para ir a la televisión. Quedamos en que lo que se charle entre el 5 de agosto al 15 de octubre (el tiempo que estuvieron atrapados) se cobra y se divide entre todos. Es importante que los 33 estemos unidos”, dice al regresar. Sobre el living, están los diarios del día. En La Cuarta informan que algunos cobran 10 mil dólares a la televisión local y 30 mil a los canales internacionales. El celular de Baeza suena, aparecen las ofertas. Illanes evalúa algunas. Cuenta que ya está en proceso un libro, escrito por todos ellos.
No sabe, y por eso consulta con la voluntaria Palazzo, que trabaja como asesora de un diputado, si lo mejor es armar una fundación, una ONG o cooperativa entre los 33 mineros. “Quiero que esto sirva para que no trabajemos más y al mismo tiempo para que mejore la seguridad en las minas, que los mineros puedan hacer cursos sobre seguridad, que tengan acceso a beneficios a través de nuestra fundación. Ahora nuestro deber social es ayudar, crear conciencia y a la vez no perder el sentido de grupo”, dice.
En El Mercurio, Richard Villarroel, uno de los sobrevivientes, narra los peores días del hambre. “Mi cuerpo se consumía a sí mismo”, declara. Ignacio lo lee, mira a su padre y cierra los ojos. Illanes perdió diez kilos, como muchos de sus compañeros, cuando la sonda finalmente llegó a ellos y con las horas apareció el agua y los alimentos. No quiere hablar del tema. Al rato pasa el administrador del camping para saludar y dejar un paquete con regalos: una lapicera, una agenda y unos preciosos lentes. Su hijo los guarda en el cuarto, junto a adornos de madera, cartas de los compañeros de primaria de Juan Andrés Illanes, zapatillas, relojes para medir el ritmo cardíaco y otras chucherías.
Paulina Palazzo Rojas, la anfitriona, cuenta una anécdota. Dice que llevó la bandera firmada que él le regaló y se la mostró a su madre en Copiapó. “No me creía, decía que la había comprado por ahí, así que lo llamé a Juan para que hablara con ella. No bien la atendió, mi madre se puso a llorar. Cuando cortó, se da vuelta y me dice: ‘Y yo cómo sé que era él’.” Ignacio cuenta que ese día, mientras iba a Caldera para sacar plata del banco, la gente lo reconocía pero la mayoría, por respeto, no se acercaba. A lo sumo, comentaban por lo bajo que había un sobreviviente en la fila de cajas. Nuevamente, Baeza es la que se duerme y presiona al marido para que baje la persiana.
El milagro del desierto florido, que permite malvones, rosas, cardenales y margaritas en las casas de Bahía Inglesa no atrae a Illanes. Ni siquiera recorrió las playas. Aún está sumergido en sus pensamientos. “Necesito saber qué pasó mientras no estaba. Necesito hablar, comunicarme. Y sobre todo, escuchar”, reflexiona antes de despedir a la visita. Sabe que lo consideran un héroe por lo que sufrió pero no por lo que pretende transformar.
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