EL MUNDO
“Los soldados de EE.UU. tiraron contra heridos”
Un joven capitán de artillería del ejército de Irak vio cómo su general huía mientras él era herido y hecho prisionero por los estadounidenses. Este es el relato de lo que vio y sufrió.
Por Jorge Marirrodriga *
Desde Bagdad
Abdul al Ubaidi, de 31 años, capitán de artillería del ejército iraquí, camina con dificultad, arrastrando una pierna que le recuerda constantemente lo vivido a finales del mes de marzo en Kalat Saleh, al norte de la ciudad de Nasiriya. Abdul perdió a casi todos sus hombres cuando se enfrentaron al avance de las tropas estadounidenses, cayó herido y fue hecho prisionero. “Las heridas de la mente son las peores”, asevera su padre. Abdul no sabe a quién dirigir más reproches, hacia los estadounidenses, que considera han humillado a su país, o hacia los mandos impuestos por Saddam Hussein.
“Nos habíamos desplegado en Kalat Saleh hacía apenas un par de semanas cuando llegó un hombre con galones de general y órdenes de Bagdad de tomar el mando de nuestro batallón. Una locura, es una unidad demasiado pequeña para un mando de ese rango. Pero lo peor es que no tenía ni idea de tácticas militares. Había sido nombrado porque era de Tikrit, la gobernaduría donde nació Saddam Hussein.” Según el militar, además de dar órdenes absurdas, que provocaban el desconcierto, su general huyó en cuanto supo que los estadounidenses avanzaban directamente hacia allí. “Apareció una mañana vestido de civil, se metió en su coche particular y salió disparando hacia el norte.” La situación de los soldados iraquíes era ya muy mala. “Estábamos mal desplegados, no podíamos contactar con algunas unidades. El equipamiento era muy pobre y la comida inexistente. Llevábamos tres días comiendo macarrones crudos cuando fuimos atacados.”
Abdul se niega a relatar qué ocurrió en Kalat Saleh. Es su madre la que explica lo que pasó en la batalla. “Debió de ser terrible. Los norteamericanos llegaron una mañana disparando con todo lo que tenían y mataban a muchos chicos. Al contrario que mi hijo, la mayoría no sabía qué hacer ni cómo rendirse y en lugar de levantar un trapo blanco agarraban las metralletas y corrían hacia los norteamericanos y ellos disparaban y disparaban.” Abdul y otros cinco compañeros se refugiaron en un vehículo, pero sabían que tenían que salir de él porque los estadounidenses apuntaban con sus blindados contra todos los vehículos militares iraquíes.
Antes de que pudieran rendirse, uno de los iraquíes murió y los otros cuatro resultaron heridos. Abdul recibió disparos en una mano y una pierna. “El dice que vio cómo los norteamericanos disparaban contra los heridos. No tenían piedad y eso es injusto. La guerra no es una película, somos personas y ellos (los iraquíes) no eran ni fedayines ni terroristas, sino militares”, dice su madre.
El militar iraquí creía que lo iban a matar cuando los estadounidenses llegaron hasta él y su grupo, pero en lugar de eso aparecieron unos soldados del cuerpo sanitario que trataron a los heridos. “Yo tenía la mano ensangrentada apoyada sobre el pecho y ellos me cortaron el uniforme pensando que estaba herido en el tronco, luego me miraron la pierna. No me trataron mal. Sólo uno vino, me arrancó los galones y los tiró al suelo.”
Los cuatro compañeros fueron trasladados en helicóptero a un hospital de campaña que Abdul no sabe localizar. “Yo creo que está en alguna parte de Kuwait. Allí había médicos norteamericanos e ingleses y nos trataron bien, con humanidad. Una vez le comenté a una médico inglesa que tenía las uñas muy largas y ella, aunque lo tenía prohibido, me prestó un cortauñas.”
Tras un par de semanas, Abdul fue trasladado al campo de prisioneros de Um Qasr, junto a la frontera con Kuwait. “No vestía ropa militar y me preguntaron si era civil, respondí que sí.” Durante los días en que estuvo internado en el campo fue interrogado dos veces. “Nada de insultos, ni golpes, eran preguntas referentes a mis datos personales, domicilio y esas cosas.” Al cabo de una semana, el 24 de abril, fue trasladado junto a varios compañeros hasta la ciudad de Basora. Había recibido ropa limpia, una manta y 15.000 dinares (unos 8 euros). “Nos dijeron, son libres de ir donde quieran. Y yo me dirigí camino a casa.” Su Irak había cambiado. “No sabía que los norteamericanos habían ganado la guerra, ni que habían entrado en Bagdad. No lo podía creer.”
El viernes 26 de abril a las 8 de la mañana, Abdul llamó a la puerta de su casa en el barrio de Adahamiya, en Bagdad. Cuando abrió la puerta, su padre no lo reconoció a primera vista. Tenía el pelo y la barba mucho más largos de lo normal y estaba demasiado delgado, pero su madre supo quién era al instante. Y se desmayó. “Reanimamos a mi madre y traté de gastarle una broma diciendo: ‘Mamá, no te tires al suelo que ahora no puedo levantarte’, pero ello sólo lloraba y me tocaba la cara”, relata el joven.
Abdul no es optimista respecto del futuro. Ni el de Irak, ni el suyo personal. Sigue pensando como un militar profesional. “Fue una guerra poco honorable, no teníamos ni la ropa, ni el armamento, ni los jefes adecuados. Una banda de ignorantes. Si encuentran a alguno, pídanles que les señalen España en el mapa, seguro que no son capaces.” Según su madre, apenas puede conciliar el sueño y llora pensando en sus compañeros muertos. “Se pasa el día en la mezquita, es un hombre religioso”, dice, “y un patriota iraquí”, añade su padre.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.