EL MUNDO › OPINION

Tras la gira de Rumsfeld

 Por Claudio Uriarte

De la gira que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano y halcón en jefe de la administración Bush, realizó esta semana por tres países de América latina (Argentina, Brasil y Guatemala, en ese orden), un hilo conductor se destaca llamativamente: su insistencia en los sistemas de radares. Dicho de otro modo, un hombre de las preocupaciones y responsabilidades de Rumsfeld no “baja” al patio trasero solamente para destacar el desagrado de Washington con líderes como Hugo Chávez o Evo Morales (desagrado que todos conocen y que podría haber sido transmitido perfectamente por un funcionario de menor rango), sino en busca de acuerdos concretos en pos de una estrategia definida. Detrás de la visita del jefe del Pentágono se encuentra su motivación de fondo en función del montaje de defensas en red, que a su vez remite a la construcción de un escudo antimisiles, en el cual los humildes radares (algunos de los cuales están siendo regalados o vendidos a precio de rezago por las fuerzas armadas norteamericanas) pueden llegar a constituirse en un futuro como estaciones de alerta temprana.
Dentro de la interna de la política exterior estadounidense, parece claro que la estrella de “Rummy” se encuentra relativamente eclipsada. Condoleezza Rice, la nueva secretaria de Estado, es la niña de los ojos de George W. Bush, algo a lo que puede haber contribuido el desgaste del secretario de Defensa tras el escándalo de la prisión de Abu Ghraib y la desesperante soledad de Estados Unidos en el manejo de Irak como virtual estado Nº 51 de la Unión. Por el momento, el estrellato de Rice no parece corresponderse con una nueva línea política definida: la secretaria parece haber sido ventrilocuizada por las políticas institucionales de su ministerio (equidistancia en Medio Oriente y Rusia, privilegio de la diplomacia multilateral sobre las medidas de fuerza unilaterales), en lugar de imponer ella un nuevo encare al Departamento de Estado. De este modo, Estados Unidos parece tener todos los días una política distinta frente a las colonias israelíes en Cisjordania, y el triunfo de la sublevación popular en Kirguiztán, que tan claramente beneficia a los designios estratégicos del Pentágono en Asia Central y el resto de la periferia rusa, fue recibido con una prudente abstinencia del Departamento de Estado, que hasta el momento retiene su reconocimiento formal al nuevo régimen surgido en Bishkek. Paralelamente, el equipo de halcones que estuvo a la vanguardia de la invasión de Irak se está desintegrando: Paul Wolfowitz, el segundo de Rumsfeld, fue enviado inesperadamente por Bush al inofensivo cargo de presidente del Banco Mundial; Douglas Feith, número tres del Pentágono, ha anunciado que deja el gobierno, y del mismo Rumsfeld se rumorea en Washington que dejaría el Departamento de Defensa al cumplirse la primera mitad del segundo mandato de Bush (es decir en menos de dos años), que hace tiempo ha abandonado el control del día a día del frente iraquí y concentra ahora sus últimos esfuerzos en lo que fuera su primera prioridad antes de que el 11 de septiembre lo cambiara todo: la reforma de las fuerzas armadas norteamericanas.
Esta reforma tiene varios ejes, de los que se destacan el paulatino abandono por EE.UU. de equipos pesados (como portaaviones o el Joint Strike Fighter, el supercaza de las cuatro fuerzas), que estaban diseñados para librar la Guerra Fría con la Unión Soviética y que ahora serían reemplazados por equipos más ligeros y económicos; planes para dejar de descansar en bases extranjeras costosas y políticamente irritativas para los países anfitriones, y la construcción de una defensa aeroespacial para sellar los cielos de Estados Unidos a ataques misilísticos futuros de potencias emergentes como China. Es más fácil decirlo que hacerlo, debido a las poderosas resistencias institucionales que semejante revolución provoca en un establishment largamente consolidado entre las fuerzas armadas norteamericanas, la industria militar y las respectivas comisiones de Defensa del Senado y la Cámara de Representantes. Pero Rumsfeld, en acuerdo con Bush, quisiera ver al menos el inicio de esta reforma como su legado, cuya aspiración más alta sería la concreción de una quinta fuerza armada (luego de Ejército, Marina, Fuerza Aérea y Marines): la del espacio. En este punto, dos bases en Inglaterra y en Groenlandia ya están siendo aprontadas para el nuevo proyecto, junto con Alaska y Canadá, y todo lo que tenga que ver con el monitoreo de los cielos ayuda. De la gira de Rumsfeld no emergieron nada más que declaraciones, pero puede sospecharse razonablemente que estuvo inscripta dentro de este diseño estratégico del secretario de Defensa.

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Donald Rumsfeld y Lula parecen haber congeniado bien.
 
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