Domingo, 31 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › MIENTRAS LOS SUNNITAS DETONARON BOMBAS, LOS CHIITAS BAILARON EN LAS CALLES
“¡Viva el Islam!” “Abajo Occidente!,” gritó el dictador iraquí camino a la horca. Quince personas vieron la ejecución, aunque no hubo clérigos ni estadounidenses presentes. Contra los deseos de su familia, el cadáver será enterrado en un lugar secreto.
Por Cole Moreton *
Mientras le colocaban la soga alrededor de su cuello, el ex dictador de 69 años se dijo a sí mismo: “No tengas miedo”. Todavía estaba oscuro afuera. El sol aún no había salido. El llamado a orar aún no había sonado en la ciudad que Saddam Hussein al Majid al Tikrit una vez gobernó a través del miedo. Ahora permanecía encadenado en una prisión en un suburbio del norte de Bagdad –la misma prisión en la cual su propio servicio secreto, Al Mukhabarat, una vez torturó y asesinó–. La trampilla a sus pies se había abierto numerosas veces para otros, bajo sus órdenes. Su propia muerte sería casi tan brutal.
El verdugo ofreció a Saddam una capucha para cubrir su cara durante esos momentos finales, pero él se negó. “Dios es grande”, dijo el hombre condenado. “La nación será victoriosa. Palestina pertenece a los árabes.” Esas fueron sus últimas palabras. Tiraron de una palanca, la trampilla se balanceó y su cuerpo cayó, medio metro, no más. Fue suficiente, de acuerdo a un testigo: “Escuchamos su cuello quebrarse instantáneamente”. Saddam Hussein, el Carnicero de Bagdad para algunos, pero un mártir para los últimos partidarios que le quedaban, estaba muerto. Había sido ejecutado por crímenes contra la humanidad. Videos de los segundos anteriores a su muerte fueron transmitidos alrededor del mundo como prueba de que lo que fue alguna vez increíble, ahora era real. Bombas fueron detonadas por musulmanes sunnitas leales a Saddam; pero los chiítas, cuya secta fue oprimida, bailaron en las calles y dispararon al aire.
La ejecución había sido planeada para que tuviera lugar justo antes del amanecer, el comienzo de la festividad sagrada de Eid al Adha. Pero el sol ya había salido en Afganistán, donde un importante líder Talibán dijo: “La ejecución de Saddam en el día de Eid es un desafío a los musulmanes... la Jihad en Irak se intensificará y los ataques a las fuerzas invasoras se multiplicarán”. Eran las 5.30 de la mañana en Bagdad ayer cuando los norteamericanos entregaron a Saddam a las autoridades iraquíes. Un helicóptero lo sacó de la Zona Verde controlada por Estados Unidos y lo llevó a la prisión en Kadhimiya, ahora conocida como Campo Justicia.
Fue a su muerte vestido como estuvo durante su juicio: con zapatos y pantalones negros, y una camisa blanca con botones abrochados hasta el cuello. Vestía también un largo sobretodo negro, ya que la temprana mañana era fría, pero le ordenaron que se quitara un gorro negro de lana. Su pelo y barba estaban cortos, no largos y salvajes como cuando fue capturado hace tres años. Saddam permanecía sentado mientras un juez comenzó a leerle los detalles de su sentencia de muerte por crímenes contra la humanidad, dictada por una corte en Bagdad en noviembre. Pero cuando una cámara de video entró a la habitación se levantó y comenzó a gritar nuevamente: “¡Larga vida al Islam! ¡Abajo Occidente!”. Ambas manos, encadenadas en las muñecas, sostenían el Corán contra su pecho. Las 15 personas que miraban permanecían en silencio. Algunos eran miembros del gobierno. Otros eran familiares de los 148 hombres y niños que Saddam ordenó matar en 1982 después de que alguien del pueblo intentara asesinarlo durante un desfile. Esas fueron las muertes por las que fue sentenciado en noviembre, aunque hay muchas más asociadas a su nombre.
Saddam ha sido culpado de la muerte o desaparición de casi un millón de personas durante sus 23 años al frente de Irak. Hasta ayer estaba siendo juzgado por genocidio. Les dio a sus seguidores órdenes de matar con gas a 5000 civiles en un pueblo; torturar y matar a kuwaitíes durante la invasión de 1990, y hacer lo mismo a un número no revelado de opositores políticos, incluyendo a familiares cercanos.
Después de que se leyeran los cargos y se firmaran los papeles, sus esposas fueron removidas y vueltas a poner para que sus manos estuvieran detrás de su espalda. Sus piernas estaban atadas por los tobillos, y el hombre que una vez ordenó fusilar a gente sólo por desafiar sus opiniones sufrió la humillación de ser trasladado lentamente por una escalera de metal a la cámara de la horca.
Saddam frunció el entrecejo y parecía confundido mientras permanecía rodeado por seis hombres en pasamontañas. “No podía ver remordimiento en su rostro”, dijo Mouwafak al Rubaie, un asesor de seguridad nacional iraquí que estaba allí. Pero agregó: “Estaba quebrado. Parecía muy débil”. No había ningún clérigo musulmán presente, pero el verdugo recitó una declaración musulmana: “No hay Dios sino Alá y Mahoma es su profeta”. La ejecución fue eficiente, dijo al Rubaie. “Cayó enseguida. Fue tan rápido y sin dolor, terminó en un segundo. No hubo ningún movimiento después de eso”. El cuerpo quedó colgando por alrededor de 10 minutos. De a poco los presentes rompieron el nervioso silencio y los funcionarios se felicitaron unos a otros. La cuerda fue aflojada y removida y se cubrió el cuerpo con una mortaja blanca.
Fue llevado con el helicóptero de vuelta a la Zona Verde, después por ambulancia a la oficina del primer ministro iraquí. Allí el cadáver fue visto por una audiencia invitada, incluyendo a Jawad al Zubaidi, familiar de algunas de las víctimas. “Cuando vi el cuerpo en un ataúd, lloré”, dijo. “Me acordé de mis tres hermanos y de mi padre que él asesinó. Me acerqué al cuerpo y le dije: ‘Ese es el bien merecido castigo para cada tirano’.” Alguien sacó una foto que muestra a Saddam en una camilla, no totalmente cubierto por la mortaja. Su rostro y cabeza están desnudos, su cuello torcido en un ángulo no natural.
Su hija mayor, Raghd, que vive en Jordania, dijo que quería que su padre fuera enterrado en Yemen hasta que su país fuera liberado. Una amiga dijo que estaba “muy orgullosa” de haber visto a Saddam “enfrentar a sus verdugos con tanta valentía, de pie”. Pero cuando ayer se le preguntó al primer ministro si el cuerpo sería entregado a la familia, dijo simplemente que “No”. Se espera que el entierro sea secreto, pero lo mismo se dijo de la ejecución.
La muerte de Saddam fue brutal, pero no tan feroz como las que él ordenó. Y después de que el nefasto espectáculo fuera transmitido alrededor del mundo, había algo más que resaltó al viejo, desafiante y derrotado dictador de los innumerables hombres, mujeres y niños a los que causó la muerte: a diferencia de ellos, él no murió en secreto.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Virginia Scardamaglia.
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