EL PAíS › OPINION

El caso D’Elía

 Por Ernesto Tenembaum

Una de las mayores dificultades para tratar de entender los vertiginosos días que ha vivido –que aún vive– el país es que el discurso público los decora con palabras exageradas, muchas veces inapropiadas, y eso impide finalmente entender cuál es el tema central de discusión, el punto, como quien dice. Por ejemplo, para el diario La Nación estamos gobernados por un régimen “colectivista”, como lo señaló en un delirante editorial el domingo pasado. El Gobierno, en cambio, sostiene que fue –o es– víctima de un golpe multimediático, uno de cuyos arietes son las amenazas cuasimafiosas de Hermenegildo Sábat. “Golpistas”, gritan unos. “Comunistas”, los otros. En medio de tanto ruido, es muy difícil recordar que todo empezó con un tironeo por una medida puntual: las retenciones móviles. Las adjetivaciones, la histeria, la paranoia, las operaciones discursivas le han quitado a los problemas su enfoque práctico, concreto, que es el que finalmente –en la vida, como en la política– permite resolverlos. Todo un clásico argentino. Mientras unos gritan “comunistas” y otros “golpistas”, pocos se acuerdan de que hay un país en el medio.

Uno de los personajes que más ha contribuido a esta tensión, porque es en la polarización donde siente que tiene algún rol, la que le da sentido a su existencia, es Luis D’Elía. El 25 de marzo se estaban realizando en varias ciudades del país –no sólo en la Capital Federal– manifestaciones de rechazo al discurso que ese día había pronunciado la presidenta de la Nación. Varias horas después de haberse iniciado la marcha en esta ciudad –y cuando ya era evidente que su magnitud era importante pero limitada– apareció una columna liderada por D’Elía, que terminó a las piñas con manifestantes que protestaban contra el Gobierno. La llegada de ese grupo provocó corridas y un miedo exagerado en los opositores, que rápidamente despejaron la Plaza de Mayo. D’Elía y los suyos se treparon a la Pirámide de Mayo para gritar si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está.

Sobre ese episodio –el punto, como quien dice– se produjo una discusión que, a mi entender, buscó disfrazar la naturaleza del caso D’Elía. Desde el Gobierno, se esgrimió que algunos medios buscaban “demonizarlo”. Ese término fue utilizado, incluso, por varios periodistas. Las piñas que se repartieron alrededor de D’Elía fueron calificadas por un ministro como “escaramuzas” o hechos menores. D’Elía mismo explicó que odiaba a los blancos y a la oligarquía, denunció al grupo Clarín, explicó que se siente discriminado por su color de piel, como antes había sostenido que Eduardo Duhalde era un asesino, defendido al régimen iraní o denunciado que “mister Tompkins” quería llevarse el agua de todo el país.

La cuestión es que nada de eso es el punto, como quien dice.

Ni siquiera él es el punto: se trata de un personaje menor, marginal de esta historia.

A mi entender, lo que ocurrió ese 25 de marzo es un hecho grave, que no debe minimizarse. No importa el color de piel de quien lo hizo. No importa su procedencia social o sus posiciones políticas. No importa si está con la oligarquía o con el campo nacional y popular. No importan los prejuicios con que se lo trate. Ese 25 de marzo se estaba realizando una manifestación disidente en Plaza de Mayo y D’Elía fue a romperla mediante la lucha cuerpo a cuerpo. Eso pasó. Más allá de que quien lea estas líneas simpatice o no con la manifestación opositora o con el Gobierno, lo concreto es que un hombre del Gobierno encabezó una columna para disolver, en la calle, otra que no le gustaba. La discusión posterior sobre quién pronunció el primer insulto o lanzó la primera trompada es distractiva: si D’Elía no hubiera estado ahí, no se habrían producido escaramuzas, piñas. Como si eso hubiera sido poco, dos días después, durante el acto en Parque Norte, D’Elía fue honrado por el Gobierno con un puesto destacado en el palco oficial, hecho que se repitió durante la manifestación oficialista en Plaza de Mayo cinco días después. Hasta el momento en que fue a disolver el mítin opositor, D’Elía era un marginal con el que convenía no aparecer. Luego de los favores prestados, era un emblema a exhibir.

Entre tantas actitudes cuestionables que los actores centrales del conflicto tomaron estos días, el respaldo oficial a la actitud de D’Elía es una de las más graves. El autor de estas líneas se formó en este diario durante la cobertura de los años noventa. En agosto de 1993, un grupo de patoteros intentó disolver a piñas una manifestación de disidentes que silbaba a Carlos Menem durante el acto de inauguración de la Exposición Rural. La investigación de esos hechos –realizada por este diario y otros durante semanas enteras– dio origen a un nuevo término en la política argentina: los “batata”. Eran personajes oscuros, provenientes de los tugurios de la política, a los que se utilizaba, cuando era necesario, para resolver cuerpo a cuerpo lo que no se podía con palabras o paciencia. La cobertura de aquellos días no reparó en si se trataba de negros o blancos, o si se los intentaba “demonizar”. Hubiera sido una imbecilidad. La resolución de conflictos políticos mediante la lucha cuerpo a cuerpo es un hecho muy delicado para un país, mucho más cuando se avala desde el poder. Para decirlo suavemente: se sabe dónde empieza y no dónde termina. En cualquier momento puede haber un muerto, que no será un hijo de D’Elía ni de Miguens, ni de Kirchner ni de Menem. Generalmente, los que mueren por ese tipo de irresponsabilidades son personas comunes, cuyos nombres se olvidan a la vuelta de la esquina.

Es cierto que este no es un gobierno que apele a la represión, que eso lo distingue y que ha tenido siempre una tolerancia elogiable ante distintas expresiones de conflicto social. Pero una cosa no tiene que ver con la otra. También es verdad que el kirchnerismo, en distintos momentos de su historia reciente, ha tenido una curiosa tendencia a romper manifestaciones pacíficas con la ayuda de militancia organizada (“batatas” los hubiéramos llamado durante el menemismo, pero cambian las épocas y con ellas las palabras). Durante los agitados días del 2001, un pequeño grupo de caceroleros intentó protestar en las calles de Río Gallegos. Fue muy conocido que en ese momento apareció una columna liderada por Rudy Ulloa Igor que disolvió el mítin a cadenazo limpio, con la tolerancia absoluta del poder local. Hubo heridos hospitalizados. El episodio fue informado, en aquel entonces, por Horacio Verbitsky en Día D. Durante los días de la huelga docente que agitó a Río Gallegos el año pasado, un colaborador presidencial, Daniel Varizat, arrolló a una docente con su camioneta cuatro por cuatro, de la que disfrutaba aunque no es ruralista. No hubo una sola palabra de condena por parte del oficialismo. Varizat fue detenido por unas semanas... ¡hasta que el poder local lo liberó... tres días después de las elecciones! En el Mercado Central, sectores ultrakirchneristas, en agosto del 2005, molieron a palos a un funcionario que intentaba combatir a los viejos “batatas” menemistas de aquel episodio del 2003. El funcionario agredido fue desplazado y los jefes de los agresores confirmados en sus cargos. “Batatas”, además, fueron utilizados por los K para golpear a gremialistas y periodistas en el hall del Hospital Francés.

La aparición de D’Elía para disolver una marcha opositora fuerza un debate que no tiene nada que ver con el color de su piel, porque lo más grave de esto es el respaldo de la Casa Rosada, cuyos habitantes son profesionales universitarios, de clase media –o de clase muy alta, en algunos casos muy evidentes–. Sólo dos voces, dentro del oficialismo, criticaron a D’Elía, y se destacan incluso por su soledad: el vicepresidente Julio Cobos y el legislador porteño Aníbal Ibarra. Cuando, desde el poder, se legitima la actitud de D’Elía, ¿qué leen otros, en los tugurios de la política?, ¿cuál es el límite entre lo que se puede y lo que no se puede hacer?, ¿en qué termina todo esto? Uno de los peores momentos de Néstor Kirchner cuando era presidente se produjo durante un acto de campaña en Avellaneda, donde dedicó unas palabras afectuosas a “mis amigos de la guardia imperial”. Se trataba de la barra brava de Racing: tenía doce procesados por homicidio. ¿Cuál es el juego en estos casos? ¿Qué tenía que ver eso con los blancos y la oligarquía?

No se trata de “demonizar” a nadie, sino de preguntarse, simplemente, si los conflictos políticos deben resolverse de esta manera. Ese es el punto, como quien dice. Algunas personas –incluso dentro del periodismo– pueden creer que sí: cuando avanzan los gorilas, vale todo para detenerlos. Lo primero es lo primero. Otros que no, pero que mejor no hablar demasiado del tema porque se le hace el juego “al enemigo”.

Hacía muchos años que el clima político del país no se enrarecía tanto. Si Carlos Menem hubiera caracterizado una caricatura de Sábat como lo hizo Cristina Fernandez de Kirchner, el periodismo –y, sobre todo, el periodismo genéricamente denominado como “progresista”– hubiera reaccionado de manera unánime y contundente. Mucho más si, una semana después, el oficialismo trababa en el Senado una declaración de desagravio contra el caricaturista. Eso fue un apriete: no hay otra denominación posible. No fue un chiste. No fue un desliz. No fue un momento de fastidio. Fue un apriete. Y, en todo caso, la ratificación del oficialismo en el Senado no hace sino confirmarlo. Si en los tiempos de Menem un “batata” rompía una manifestación opositora, no hubiera habido un simpático debate sobre el sexo de los ángeles. Es peligroso entrar por un sendero en que ciertas prácticas son repudiadas o toleradas según al servicio de qué proyecto político o jefe estén. Tolerar “batatas” o aprietes contra periodistas es desandar un camino que ya parecía definitivamente ganado.

Y eso no tiene nada que ver con ser kirchnerista u opositor, o con defender al campo o al Gobierno o con “demonizar” a nadie. Incluso, poco importa D’Elía. Personas que cumplan ese rol siempre las hay, bien dispuestas para cualquier empleador. Las amenazas, los aprietes, la prepotencia están mal –o eso creía yo– los usen quienes los usen.

Además, perdón por la ingenuidad, hay chicos mirando.

No es una nimiedad.

Muchas veces en el poder se olvidan de ese detalle: hay chicos mirando.

Para grandes mentes políticas eso es una pequeñez, lo que importan son los grandes temas que ya, entre tanta palabrería, ni se sabe cuáles son. Las cuestiones morales no importan: eso no tiene nada que ver con el futuro de un país.

Igual: hay chicos mirando.

Y estas señales no son lo más claro que se puede transmitir para construir un país distinto.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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