Domingo, 13 de abril de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Dos sentencias relevantes conocidas el mismo día. Las divisiones del tribunal, tribulaciones previas. Patti, un fallo sin fundamentos. Un debate público frustrado. Las dos caras de la privación del debido proceso. Cavilaciones sobre el mensaje de la Corte y su eventual recepción.
Por Mario Wainfeld
Las sentencias “divididas” de tribunales colegiados suelen atribular a los profanos. Las mayorías y minorías son comprensibles de pálpito en los Parlamentos, que expresan competencia y pluralidad de fuerzas. La función judicial, en cambio, es mayormente percibida como una tarea deductiva, la aplicación del derecho vigente (que se supone inequívoco) al caso concreto. Las disputas entre mayorías y minorías, posibles y hasta habituales, revelan cuánto hay de subjetivo y de interpretable a la hora de resolver, cuestión difícil de digerir para tantas personas de a pie. Y que a veces se escamotea en los debates entre elegidos, propensos a explicar sus elecciones (que combinan ideología y criterio de oportunidad) como un limpio silogismo.
Dos fallos divididos dictó la Corte en la semana, en asuntos conmocionantes para la opinión pública, Patti y Tejerina. Los cabildeos previos del tribunal no se conocen, en general. Es sensato que sea así aunque choque con reclamos entre pavotes y aviesos de plena transparencia de las actividades públicas. Los conciliábulos, los preacuerdos, la gestión de las diferencias en los tres poderes del Estado exigen instancias reservadas cuya frustración (cuya visibilidad prematura) impide la correcta elaboración de las decisiones. Claro que esa reserva está asediada por la búsqueda informativa de la prensa, ávida por anticipar cómo están las cosas. Como tantas veces ocurre con funcionarios del Ejecutivo, las autoridades de la Corte se mostraron en estos días demasiado quisquillosas porque se filtró información sobre sus discusiones. Demasiado molestas por una contingencia lógica (y hasta deseable) en un sistema democrático.
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Cuatro a tres, el punto pierde: Juan Carlos Maqueda fatigó los despachos de sus colegas supremos en pos de variar el 4 a 3 a favor de la reincorporación del represor a la Cámara de Diputados. Eugenio Raúl Zaffaroni los recorrió para conseguir una sentencia que aliviara el futuro de Tejerina.
El presidente del tribunal, Ricardo Lorenzetti, habilitó y quizás impulsó esas gestiones. También le cupo a Lorenzetti poner fin a las procuras de Maqueda y Zaffaroni. Y su voto fue decisivo para darle aire a Patti y resolver que Tejerina prolongara largamente sus cinco años cumplidos de cárcel.
Notas publicadas en este diario y en La Nación (medios de posiciones editoriales bien diversas) por cronistas usualmente bien informados anticipaban un voto diferente de Lorenzetti en el caso de la joven jujeña. El magistrado pensaba en acompañar la postura sostenida por Carlos Fayt y Zaffaroni, la inimputabilidad de la acusada. Cambió de parecer, algo totalmente posible en un cuerpo deliberativo. Prefirió desechar el recurso de la procesada por considerar que no reúne los requisitos que habilitan la competencia extraordinaria de la Corte.
La presentación conjunta de ambas decisiones, de obvia repercusión mediática, es también (aunque sea “tribunalísticamente correcto” negarlo) una señal de la Corte, cuyo presidente presta mucha atención a la opinión pública. Hace unos meses la Corte presentó en combo la declaración de inconstitucionalidad de los indultos y la sentencia que establecía que Antonio Domingo Bussi había sido excluido injustamente de la Cámara de Diputados. El mensaje, no de las sentencias pero sí de su difusión en el ágora, parecía ser ecuanimidad en materia de derechos humanos.
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Entreveros: La división de los Supremos en el caso Patti es atendible, habida cuenta de su complejidad, que se incrementa por lo novedoso de la situación. De movida, colisionan dos principios: el de la soberanía popular (que primó en la decisión) versus el del repudio legal y social a los criminales de lesa humanidad.
También chocan la Corte y la Cámara de Diputados interpretando al artículo 64 de la Constitución que otorga a ésta la condición de “juez de los derechos, elecciones y títulos de sus miembros en cuanto a su validez”. Para los jueces, esa facultad se constriñe a revisar la formalidad de los títulos. Los diputados, representantes de varias fuerzas políticas, creen que tienen incumbencias mucho mayores.
Cuando la Corte resolvió “Bussi” se produjo una formidable polémica en la que se expresaron políticos, juristas y comentaristas políticos. El nudo del criterio de la Corte de raigambre garantista era ser muy restrictivo, digámoslo en lenguaje sencillo: sólo se puede dar por hecho que un ciudadano es represor y por ende indigno de ser legislador si media sentencia en su contra. En su discurso, la mayoría ni siquiera registraba que durante décadas fue imposible perseguir esas condenas, se interpusieron la dictadura, su autoamnistía, las leyes de Obediencia debida y Punto Final y los indultos. Una memorable lucha popular fue removiendo esos obstáculos perversos, que fueron anulados por el Congreso y declarados inconstitucionales por la Corte. Medió pues un impedimento de hecho, ilegal, para ir en pos de esas sentencias.
Esa circunstancia, innegable y tremenda, agrega un nuevo brete a la decisión. ¿Cuánto debe pesar el contexto de impunidad que preservó injustamente a tantos criminales? Se consagra el noble derecho que tiene Patti al debido proceso legal. Las víctimas de sus tropelías fueron privadas del debido proceso legal durante décadas. Hay un conflicto de solución imperfecta ahí. Cualquier opción exige mucha letra escrita que la explique.
Los cortesanos dividieron sus criterios, dando cuenta de lo espinoso de la cuestión. Pero incurrieron en una gaffe frustrante. El tribunal no mencionó el marco histórico existente, que impuso de prepo años de privación de justicia. Una sentencia relevante no fue fundada, sino con una decepcionante remisión al precedente.
En su nota publicada sobre tablas este cronista escribió que “el supuesto apego a normas transformadas, manu militari, en letra muerta no es justicia, ni siquiera es legalidad. Es un ritualismo vano”. Algún protagonista le recriminó la frase. Una lectura ulterior lleva a admitir que es exagerada, se reescribe: el fallo es legal, no parece justo a este escriba.
Pero se insiste, la falta de fundamentación es un retroceso en el estilo de la actual integración del Tribunal que, más bien venía pecando por exceso de argumentaciones o de posturas que por un estridente silencio.
En una de las mejores intervenciones favorables a la decisión, de lectura recomendable, Gustavo Arballo en su blog Hacer derecho. comparte la frustración por la pereza de la Corte, Arballo explica que había buenas razones para “hacer un fallo en serio y no un asterisco que remitiera a otra sentencia”.
Los actos de gobierno, una sentencia lo es, deben ser fundados. La autoridad de una decisión de la Corte Suprema se resiente cuando el tribunal se hace el distraído sobre lo que se controvierte en la sociedad civil. No se trata de linchar o de renegar de la legalidad, sí de hacerse cargo de que la inteligibilidad de las sentencias es una obligación y no una potestad del tribunal.
En nuestro sistema político, el Judicial es el más aristocrático de los poderes, el único no supeditado jamás al voto popular. La Constitución ordena establecer el juicio por jurados, nuestra tradición política–forense burla esa regla desde hace más de 150 años. El esoterismo de la jerga forense aporta a la tendencia. El uso del nobiliario vocativo “Su Señoría” para designar a jueces de la República es una mala costumbre cotidiana. La Corte actual ha hecho algunos esfuerzos para hacerse accesible al vulgo, por comunicar más que anteriores cortesanos, por correr el velo de enigma y secreto, recurso eterno de minorías.
El desdén a los discursos y debates que motivó el caso Patti es un flojo mensaje republicano, un salto de cangrejo hacia atrás, allende lo que se piense del fondo de la sentencia.
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Where is Camaño? El diputado Dante Camaño, que ingresó en reemplazo de Patti, es una figura menor en la charada que detona la sentencia de la Corte. El hombre optó por la invisibilidad, su voz no se pudo oír. No parece que pueda ser removido.
La jueza Carmen Argibay hizo declaraciones periodísticas acerca de lo que podría caberle al Congreso a futuro. Bueno es que los jueces no se encierren en tribunales y comuniquen a la sociedad vía los medios, pero es cabal que sus comentarios carecen de todo efecto institucional. Se ha urdido un desaguisado. Hubiera sido aconsejable, como dice el jurista y sociólogo Roberto Gargarella, que la Corte “tratara los problemas sustantivos que ella contribuyó a crear”.
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La soberanía del receptor: Las sentencias, en buena hora, forman parte del menú de discusión de los ciudadanos. Todo poder del Estado, todo protagonista, es un emisor de información. Ese menester puede embriagarlos, haciéndolos caer en la ingenuidad de creer que ellos dominan la interpretación de sus mensajes.
Una fuente del tribunal comentó a este diario y otros que, respecto de Tejerina, “no se quiso dar a la sociedad el mensaje de que cualquier madre que matara a su hijo viniera (a la Corte) en recurso extraordinario”. El argumento acepta, cuanto menos, dos refutaciones. La primera es que es (por decirlo con un eufemismo) dudoso que cualquier mujer que atraviese las terribles circunstancias que rodearon a Tejerina esté maquinando qué decidirá la Justicia años después.
Por otra parte, la utilidad o ejemplaridad de la sanción penal (su impacto en la conducta de las personas) es un tema muy peliagudo, merece un abordaje más riguroso. Quien quiera acceder a una mirada escéptica, accesible y brillante puede leer a Zaffaroni en el blog No hay derecho.
Pero, esencialmente, la ecuación de la comunicación no se cierra en el emisor por precisas y respetables que sean sus intenciones. Recala en el receptor, soberano e imprevisible, que acostumbra decodificar los mensajes con sus propios recursos.
Ninguna sociedad es uniforme y habrá lecturas variadas sobre los fallos, conocidos en un mismo día, que dejaron en la cárcel a una mujer que ya lleva cinco años allí y le dieron ínfulas a Luis Patti.
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