Domingo, 18 de mayo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Lo dijo Néstor Kirchner, insistió Cristina en el acto del PJ del miércoles pasado y lo repiten cada vez más funcionarios del Gobierno. Todos dicen “distribución del ingreso” y ponen al conflicto con los dirigentes del campo en ese marco. Desde este punto de vista, la pulseada con Miguens y Cía. sería en verdad una pelea de semifondo por lo que realmente vale: la distribución del ingreso. Y es verdad, como argumenta el Gobierno, que las retenciones tienen un efecto redistributivo, pues se trata en definitiva de capturar parte de la hiperrenta de los productores agrarios. Sin embargo, si se miran con un poco de atención los números globales, las retenciones representan un porcentaje en crecimiento, pero todavía relativamente bajo de la presión tributaria total: alrededor del 13 por ciento. El resto se sigue recaudando de la misma vieja manera y, pese a la “distribución del ingreso”, nadie parece tener demasiado interés en cambiarlo.
En El rol del sistema tributario en la distribución, el economista Jorge Gaggero recuerda que los primeros intentos de construir un esquema progresivo a través de la creación de un impuesto a las ganancias datan de la presidencia de Alvear, pero que recién se implementó de manera significativa durante el primer gobierno de Perón. En 1950, la presión tributaria alcanzaba el 15 por ciento del PBI, el nivel más alto de América latina.
En los años siguientes comenzó un declive de la recaudación en general y de la progresividad en particular, a punto tal que en los peores momentos de las crisis de los ’80 el impuesto a las ganancias se situó en alrededor del 1 por ciento del PBI. Tan profunda fue la caída que los niveles de recaudación del peronismo sólo pudieron ser igualados casi medio siglo después, con el primer impulso de la convertibilidad, cuando la presión tributaria llegó al 20 por ciento. En los años dorados del menemismo, los ingresos por IVA se duplicaron y el impuesto a las ganancias arañó el 4 por ciento del PBI. Pero aun en aquel momento no había alcanzado, en términos de porcentaje del PBI, los niveles del primer peronismo.
La foto de la estructura tributaria argentina hoy es la siguiente: el país recauda, incluyendo a las provincias, el equivalente al 27,6 por ciento de su PBI, según datos de la Cepal. Esto implica una recaudación mayor que el promedio de América latina (20,2), pero inferior a la de Brasil (un asombroso 35 por ciento) y a la de los países desarrollados de la OCDE (35,9).
Los promedios ocultan lo esencial. Se ha dicho miles de veces, pero conviene repetirlo: como muestra el cuadrito, la estructura impositiva argentina es básicamente regresiva. Se apoya en el IVA, cuya recaudación, si se suman otros impuestos indirectos, llega al 47,3 por ciento del total. En los países de la OCDE, en cambio, no supera el 18. Como se sabe, los impuestos de este tipo generan un efecto regresivo porque castigan a los sectores pobres, que destinan casi todos sus ingresos al consumo. En cambio, el impuesto a las ganancias apenas llega en Argentina al 23,5 por ciento del total, contra 36 en el espacio de la OCDE.
Fuente: elaboración propia en base a Alberto Barreix y Jerónimo Roca: “Reforzando un pilar fiscal: el impuesto a la renta” en Revista de la Cepal Nº 92, 8/2007 y Cepal (2007) “Panorama gráfico fiscal de la Argentina”.
Las retenciones corrigen este sesgo regresivo, pero muy parcialmente. Los mayores precios internacionales, el aumento de las alícuotas y el incremento de la producción, junto al hecho de que son muy fáciles de cobrar y no se coparticipan, elevaron la recaudación en concepto de impuestos a la exportación al 13,4 por ciento del total. Pero, aunque record, el porcentaje sigue siendo menor en relación con otros impuestos.
El carácter estructuralmente regresivo del sistema impositivo se profundiza por otros factores. Aunque durante los ’90, sobre todo durante la primera gestión de Cavallo, se avanzó mucho en la modernización de la administración tributaria, los progresos se concentraron en el IVA, más fácil de cobrar que el impuesto a las ganancias. Los últimos datos proporcionados por la AFIP estiman que, mientras la evasión del IVA se limita al 25 por ciento, la evasión del impuesto a las ganancias ronda el 50. Esto se agrava por el hecho de que aquí, como suele ocurrir en los países pobres, la recaudación de impuesto a las ganancias descansa básicamente en las empresas (70 por ciento) en lugar de las personas físicas, cuando en Europa, lógicamente, ocurre al revés, pues la idea no es castigar la producción sino la renta personal. Finalmente, Argentina es uno de los pocos países que no grava las rentas de capital en cabeza de las personas físicas. En palabras de Gaggero, “una circunstancia muy anómala a nivel mundial que constituye a mi juicio la nota más provocativa del carácter extremadamente regresivo del sistema impositivo argentino”.
Los efectos de esta estructura son muy claros. Oscar Cetrángolo y Juan Gómez Sabaini elaboraron un trabajo para la Cepal —”La tributación directa en América Latina: equidad y desafíos”— donde calculan el impacto de los impuestos sobre la distribución del ingreso. En Argentina, el Coeficiente de Gini (el índice más popular para calcular la desigualdad) empeora 3,5 puntos luego de impuestos. En Suecia, en cambio, mejora 52,2; en Holanda, 40 y en Francia, 41. El efecto regresivo no es tan profundo como en México, donde empeora 8,7, pero de todos modos es muy malo.
Hay un típico argumento neoliberal que conviene desbaratar. Lo dijo por ejemplo Daniel Artana en una entrevista publicada por el suplemento Cash en octubre del 2006. La idea es que no conviene tocar la estructura impositiva para no arriesgar recaudación, y que la redistribución debería hacerse mediante políticas sociales, si son focalizadas mejor. Como diría Artana, por el lado del gasto y no del ingreso. El problema –Artana no lo dice– es que en países como Argentina el ingreso no alcanza. Y que, aun si fuera suficiente, nunca bastaría para compensar una estructura de desigualdad que se remonta al origen mismo del país.
Los argumentos contra una reforma impositiva son muchos. Quienes se oponen sostienen que, dada la frágil estructura fiscal del país, no se puede arriesgar recaudación con cambios de este tipo. Se dice también que bajar la alícuota del IVA, uno de las modificaciones de manual para inyectarle progresividad al sistema, no necesariamente redundará en una baja de los precios, pues los mercados oligopólicos tienden a absorber los beneficios. Es lo que sucedió en Venezuela, donde Hugo Chávez ordenó una rebaja del IVA que pasó del 13 al 8 por ciento, sin lograr ningún efecto sobre la inflación, que sigue siendo la más alta de América latina.
Desde un punto de vista más político, cualquier cambio profundo desatará tironeos y conflictos con las provincias y probablemente reclamos para modificar el régimen de coparticipación. Implicará, también, revisar exenciones injustas, como la que beneficia a los combustibles en las ricas provincias patagónicas (el PBI Santa Cruz es de 26 mil dólares, contra 4 mil de Formosa, según datos del 2003). E incluso deberá involucrar a otros actores sociales, como el Poder Judicial, cuyos integrantes siguen sin pagar el impuesto a las ganancias, tema sobre el cual la Corte Suprema decidió no expedirse y ceder la decisión a un grupo de conjueces que previsiblemente fallaron a favor de no aplicar el impuesto.
Cuando era ministro, Roberto Lavagna solía descartar cualquier propuesta de cambio en el régimen impositivo con el argumento de la caja de Pandora: nunca se sabe qué va a salir. Es cierto que una reforma tributaria es un poco como un matrimonio, que se sabe cómo empieza pero no cómo termina, pero lo mismo podría decirse de cualquier transformación económica profunda, desde la alteración del tipo de cambio a las privatizaciones.
Antropólogos e historiadores aun discuten el origen del dinero y de los impuestos. Algunos sostienen que la moneda nació como forma agilizar el trueque y que los impuestos son un reflejo del contrato social que se establece entre los ciudadanos y el Estado. Otros, como José Sbattella, se inclinan por la idea de que el origen es en realidad una imposición de los conquistadores, que emitieron las primeras monedas para que los pueblos vencidos pudieran pagar sus tributos. Ricardo Ffrech Davis, uno de los grandes referentes económicos de América latina, suele decir que las decisiones económicas más determinantes no se toman en momentos de recesión sino de expansión, cuando el gobierno tiene capacidad, recursos y legitimidad política para emprender cambios de largo aliento, cuyos resultados se harán más visibles en tiempos de crisis. Con el PBI creciendo al 8 por ciento, tal vez haya llegado el momento de aflojar la presión sobre los vencidos.
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