Domingo, 6 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Gustavo Arballo *
Se dice que en este juego el máximo es treinta y tres, y de ahí para arriba, es trampa. Bueno, claro, no lo van a encontrar si leen la Constitución, pero lo dice la Corte, que es, en definitiva, la que dice lo que la Constitución dice.
Entonces, sin truco, con una precisión numérica envidiable –digna de mejor causa–, se dice que la Corte ha dicho que los impuestos no pueden exceder el 33 por ciento de la renta o el patrimonio que grava un tributo.
Esta regla no se debería formular sin subtitularla, sin apostrofarla, desde una perspectiva histórica, con ciertas salvedades. Existe una serie de fallos, a partir de la década del cuarenta, que dieron pie a tal “regla”. Contrario sensu, se podría decir que los casos clásicos que se citan al respecto la conectan mayoritariamente con gravámenes locales (provinciales), no federales, y con impuestos a bienes, no a ingresos. La regla quedó en los manuales de derecho, la Corte coqueteó con ella, la aplicó prolijamente muchas veces, y la marginó también otras tantas, dando lugar a un repertorio interesante de excepciones, de letra chica.
Si nos interesan las retenciones, cabría decir que acaso el fallo que más analogía tiene con el asunto es “Montarcé”, de 1974, donde precisamente la Corte dijo que en estos derechos de aduana, donde el Estado puede tener plausibles razones de política comercial, no se aplica la regla del 33 (y, a su vez, deberá decirse que en ese fallo se trataba de derechos de importación, no de exportación). Finalmente, se puede agregar que recientes fallos de esta misma Corte “renovada” han hecho profesión de fe de la regla, sí, pero a propósito de otra materia bien diferente, las indemnizaciones por despido (en “Vizzotti”, de 2004, donde pronunció la inconstitucionalidad del sistema de topes que, empero, formalmente rige hasta hoy en la materia).
Ante esto, la primera pregunta que un neófito plantearía es por qué 33 y no 40 (criterio de la vaca del mus) o 21 (criterio del black jack). Cabe preguntarse por qué silogismo se ha entendido que esa es la cifra mágica, exacta, la porción áurea del control de confiscatoriedad, qué misterioso análisis económico subyace en su motivación para asignarle carácter absoluto. Cabe señalar que esta impar invención de la jurisprudencia argentina no tiene parangón en ningún sistema jurídico contemporáneo. Cabe presumir, al cabo, que no hay más respuestas que las que desembocan en el callejón sin salida de un tribunal que invoca su propia autoridad: alguna vez, la Corte ya se ha pronunciado y dio ese número.
Inevitablemente habrá, más tarde o más temprano, un fallo de la instancia suprema sobre el tema retenciones. Inevitablemente ese fallo deberá decir algo sobre el planteo de confiscatoriedad. Una opción posible es la de repetir esta jurisprudencia del 33, lo cual sería un error, un severo cercenamiento a la viabilidad de un sistema tributario. La mayoría de los países superan esa cifra con sus tasas tope de impuesto a las ganancias superiores (España, Inglaterra y Francia se ubican en la franja del cuarenta) y el mismo impuesto a las ganancias que rige en nuestro país tiene desde hace mucho tiempo una alícuota máxima del 35 por ciento.
Además, si canta 33, la Corte deberá tolerar la difícil convivencia de esa regla tan aparentemente tajante con su salvedad de que la misma no se aplica si el exceso porcentual se da por superposición de impuestos distintos. La alternativa es impensable: jugar a fondo con esa regla devastaría la capacidad de financiarse no sólo del Estado nacional, sino de las provincias y los municipios.
Pero el criterio de la confiscatoriedad “tasada” luce peligroso en cualquier límite que se lo fije, y fracasa incluso por escaso: en ciertos casos, uno podría poder demostrar que lo confiscan, incluso aplicándole una tasa inferior al 33 por ciento. Con buen criterio dice un tributarista español (Ferreiro Lapaiza) que un tipo del 300 por ciento puede ser perfectamente constitucional (si grava, por ejemplo, la adquisición de una joya) y un tipo del 10 por ciento puede tener alcance confiscatorio si agota o hacer superar la capacidad económica de quienes sólo adquieren artículos de primera necesidad. Uno podría ver más confiscatoriedad en el IVA del 21 por ciento, que percute sin atenuaciones sobre personas indigentes, que en una “retención” del 40 por ciento en un producto que viene escalando casi exponencialmente su rentabilidad. Sin caer en la bizantina discusión sobre su carácter “extraordinario”, no es insensato postular que el margen de tributación sí puede ser diverso, en función, precisamente, del margen de ganancia, y que un sistema “móvil” está conceptualmente diseñado para traducir esa progresividad.
En suma: la Corte debe tomar en estos casos una solución menos “numerizada”, pero más compleja, y que forzosamente no se dejará sintetizar en un eslogan. Al cabo de estas líneas, ni siquiera habremos de excluir la posibilidad de que el nivel de alguna de las alícuotas vigentes para la exportación de ciertos productos agrarios sea, finalmente, confiscatorio, en toda su curva o en ciertos tramos. Es necesario, en cualquier caso, compatibilizar la protección constitucional al derecho a la propiedad –-algo a lo que la jurisprudencia no debe en ningún caso renunciar, por más que se trate de tributos impuestos por ley– y las necesidades de financiación del Estado.
Quizá sea posible, como solución superadora, decir que a partir de cierta alícuota –que aceptemos que sea el 33 por ciento, aunque sea en homenaje a la tradición– la carga de la prueba se invierte y el Estado es el que debe demostrar su constitucionalidad.
Esto permitirá, caso por caso, un control judicial sensible al contexto y centrado en establecer la razonabilidad del impuesto en todas sus dimensiones: equidad horizontal (que exista correlación entre los tributos que debe afrontar cada franja de ingreso), equidad vertical (que los que tienen –o ganan– más, paguen más), razonabilidad en el criterio de imposición por fines extrafiscales (el impuesto es un instrumento de política económica y comercial, no sólo de “caja” y financiamiento del Estado: un impuesto se puede subir o bajar para incentivar la producción, pero también para evitar el encarecimiento de los precios internos y la sobreproducción de un bien que tenga efectos posteriores ruinosos). Algunas de estas cosas, con mayor o menor grado de plausibilidad, se vienen discutiendo desde hace cien días, en una frondosa polémica, que la Corte deberá afrontar y –-en lo pertinente– resolver concienzudamente, en prosa, no apelando a la alquimia cabalística (García Belsunce dixit) de un número fijo que nadie podrá justificar con solvencia.
* Abogado. Profesor en la carrera de abogacía de la Universidad Nacional de La Pampa. www.saberderecho.blogspot.com
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