Domingo, 19 de octubre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La posible candidatura de Néstor Kirchner permite reflexionar sobre la dificultad de transmitir el carisma de los dirigentes políticos actuales. Los casos de Elisa Carrió, Mauricio Macri y Julio Cobos y el paradigmático ejemplo de Lula en Brasil.
Por José Natanson
Julio Cobos busca candidatos entre los despojos del radicalismo, Elisa Carrió recorre la ciudad junto al joven Alfonso Prat-Gay y Mauricio Macri espera el momento oportuno para lanzar a Gabriela Michetti. Las elecciones del año que viene se acercan y los principales líderes de nuestra política comparten la misma dificultad: proyectar su popularidad a candidatos menores. El único que parece decidido a evitar el problema es Néstor Kirchner, pero al enorme riesgo de candidatearse él mismo. La pregunta se confirma: ¿cómo hacer para transferir el carisma en épocas de hipersonalización de la política?
En su famosa descripción de los tres tipos de legitimidad, Max Weber concebía la dominación carismática de un modo muy específico: como aquella que descansa en la entrega extraordinaria a un individuo al que se le atribuyen cualidades heroicas, ejemplares o aun sobrenaturales, extracotidianas, no asequibles a cualquier otro. Ahí reside la esencia del lazo carismático líder-masa. El problema, que por supuesto Weber ya advirtió, es que, al ser patrimonio exclusivo de una persona, el carisma es difícil, casi imposible, de delegar, y sólo se lo puede proyectar tenuemente, de a destellos.
Este es, hoy por hoy, el gran tema de la política. En cierta forma, todos los grandes líderes enfrentan el mismo problema: deben jugar –y fuerte– en las elecciones legislativas del año que viene, pues una exclusión, así sea voluntaria, debilitaría sus chances para las presidenciales de 2011. En una de sus decisiones más torpes, Fernando de la Rúa ensayó una prescindencia imposible en las elecciones del 2001, y al poco tiempo debió huir por los techos de la Casa Rosada. La política tolera muchas cosas, pero nunca el vacío. Rosendo Fraga lo sintetizó con su habitual agudeza en una columna publicada en el sitio web de Nueva Mayoría. “En política sucede como con los mercados: el que tiene futuro tiene presente, el que pierde el futuro pierde el presente.”
El problema es que, por diferentes motivos, los principales líderes o no pueden o no están seguros de arriesgarse en los comicios del año próximo, y entonces buscan alternativas. Carrió, consciente de que la Capital es definitoria, recorre las calles junto a Prat-Gay; Cobos medita la posibilidad de lanzarse él mismo y, mientras tanto, busca figuras presentables en su viejo partido: se habla de Rodolfo Terragno y Dante Caputo para la ciudad; Hermes Binner tiene que garantizar un triunfo socialista al menos en Santa Fe, pero ninguno de los dirigentes más cercanos se lo asegura. El más aventajado parece Macri, que pese a los ya claramente visibles déficit de gestión al menos cuenta con el discurso impecable de Gabriela Michetti. Ya llegaremos a Kirchner.
–¿Es tan difícil transferir el carisma?
–Muy difícil –responde Gustavo Martínez Pandiani, decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de El Salvador y especialista en marketing político, cuyo último libro se titula La revancha del receptor. Política, medios y audiencias. “Hay muy pocos casos –continúa– de transferencia exitosa de popularidad. Sólo se me ocurre el de Erman González en el ’91, pero era un momento muy especial de Menem.”
–¿Por qué es tan complicado?
–Porque está asociado a las transformaciones de la política. Siempre fue difícil traspasar la popularidad de un líder a otro, pero ahora es todavía más complicado. La política es un balance entre, por un lado, el aspecto emocional, emotivo, las identificaciones de tipo sentimental. Y, por otro lado, el cálculo racional. Ultimamente lo emocional pesa cada vez más. La puerta de entrada es cada vez más emocional. Y una identificación de este tipo es muy difícil de trasladar.
–Más que si fuera la identificación con un partido o una plataforma.
–Por supuesto. Antes, ser el candidato peronista, o radical o lo que fuere, alcanzaba. Pero vivimos tiempos de personalización extrema de la política. Se establece una conexión muy personal entre Mauricio, Lilita, Cristina y la gente. Es una identificación interpersonal que se construye ficcionalmente. La gente siente que conoce a Lilita o a Mauricio, como por otra parte siente que conoce a Susana o a Mirtha.
–Sin embargo, no alcanza. Las necesidades electorales imponen la obligación de buscar más candidatos.
–Sí, y ahí empieza el problema. Prat-Gay, por ejemplo, representa la racionalidad, en contaste con la emotividad de Lilita, y eso no le permite construir una relación más emocional con la sociedad, que lo ponga a él en el centro. Macri tiene cierta ventaja, porque en la campaña de 2007 fue Michetti la que ocupó el lugar de identificación emocional, el lugar de la sensibilidad, humanizándolo.
–¿Se trata de un problema argentino o de un fenómeno mundial?
–Es mundial, claramente, y está estudiado al menos desde los tiempos del famoso debate Nixon-Kennedy: la gente que lo escuchó por radio dijo que ganó Nixon, pero los que lo miraron por televisión y establecieron ese vínculo emotivo, dijeron que el que ganó fue Kennedy. Pero claro, en países como el nuestro se exacerba por la crisis de representación, el debilitamiento de los partidos, la desinstitucionalización. Es paradójico: se critica a los grandes líderes porque no construyen poder colectivamente, no dejan crecer a otras figuras, pero al mismo tiempo solo se los quiere a ellos. Lilita aparece en un acto con Prat-Gay y la gente la quiere ver a ella, no que le cuenten un plan de gobierno o que el economista hable de la crisis financiera.
En Brasil, país de records, las estrategias por absorber el carisma ajeno llegan al extremo. Con 70 por ciento de imagen positiva y una conexión emocional irrompible con los sectores sociales más pobres, Lula se convirtió en la estrella de los comicios legislativos y municipales de hace dos semanas. Y esto, aunque parezca absurdo, se reflejó en los nombres de los candidatos.
A diferencia de la Argentina, donde los apodos quedan en la informalidad, en Brasil es posible, mediante un simple trámite legal, incorporarlos legalmente al nombre y al documento. Por eso Xuxa o Pele se escriben sin comillas. Y lo mismo Lula.
En las últimas elecciones, el Tribunal Superior Electoral informó que hubo 179 Lulas candidatos. Ninguno, claro, el verdadero. Sólo en el estado natal del presidente, Pernambuco, se presentaron 53 Lulas. En un intento por explotar al máximo la popularidad presidencial, todos los partidos tuvieron sus Lulas: hubo 23 Lulas del PT, diez del PSDB (el partido de Fernando Henrique Cardoso) y el resto de otras fuerzas políticas. Incluso hubo tres Lulas del superderechista Partido Demócrata.
De los grandes líderes nacionales, el que hoy parece más decidido a jugarse personalmente es Kirchner, posible candidato a diputado por la provincia de Buenos Aires, en una movida simétrica a la de 2005, cuando el presidente era él y la candidata Cristina. Las ventajas son evidentes: neutralizar la interna bonaerense, fragmentar a la oposición demorando el sí hasta el último momento, ocupar el centro de la escena. Si gana, revalida su figura, contrabalancea eventuales derrotas en Capital, Santa Fe y Córdoba, y se mantiene en el top five para 2011. Si pierde (o gana por poco o los medios dicen que ganó por poco), expone al gobierno de su mujer a dos años de cojera.
Se vuelve entonces a la idea inicial: el carisma no es tanto una cualidad que objetivamente pertenece al caudillo como una atribución de los dominados, que creen –incluso equivocadamente– que Cristo multiplicó los panes, que los dioses están con el César o que Chávez es el nuevo Bolívar. Pero al mismo tiempo el carisma descansa en la fuerza de los hechos y debe ser corroborado permanentemente: Napoleón dejó de ser carismático el día que perdió su primera batalla. Es exitista por naturaleza. Y en tiempos de globalización debe refrendarse casi a diario mediante la exhibición de hazañas: records de crecimiento, fuertes discursos, inesperadas victorias electorales.
El problema, frente a las elecciones del año que viene, es decidirse. Para candidatearse en Mendoza, Julio Cobos debe renunciar a la vicepresidencia y exponerse al desprestigio social por el abandono del barco. Carrió puede reintentar en Capital, pero corre peligro de desgastarse con una nueva postulación. Kirchner conoce mejor que nadie el costo de una derrota.
Pero la decisión es inevitable. Como el fumador empedernido que siempre está intentando dejar el cigarrillo hasta que finalmente lo logra (o se resigna a los dientes manchados), como el hombre que duda sobre su pareja y atraviesa un largo período de conflictos y peleas (tristeza de domingo a la tarde) hasta que al final se separa o se reconcilia, la decisión política la puede tomar una sola persona. Eduardo Duhalde, que no es un filósofo pero que entiende de estas cosas, citó acertadamente a Ringo Bonavena. “Todos son muy amigos, te dan consejos, te explican, pero cuando subís al ring te dejan solo frente a un tipo de cien kilos y hasta el banquito te sacan.”
Podrán, en efecto, encargarse encuestas, escuchar voces y opiniones, lanzar y silenciar operativos clamor, pero al final se trata de un líder –sólo él, su ambición y sus miedos– tomando una decisión personal, íntima, tan intransferible como su carisma.
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