Domingo, 11 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González
Pretendo agregar algo más a la crítica de la lengua movilera, la quintaesencia de la voz profana de los medios de comunicación. Prendamos el televisor. ¿Cómo se habla y se reflexiona espontáneamente en esa gran máquina idiomática? En la transmisión del Rally Dakar, el domingo en que empezó esa competencia, se había producido la sorpresa. ¡Medio millón de porteños en la calle! No esperábamos nada, y zas, las multitudes argentinas... ¡otra vez! No en un concierto de Pavarotti, en la nuit des musées o bajo la lente del fotógrafo que convoca cuerpos desnudos en las avenidas de las grandes metrópolis. No, aquí fue inesperadamente. Alguien había subestimado la emotividad disponible de nuestros públicos. ¡Por suerte no fue así! ¡Allí estaban los argentinos!
¿Qué se festejaba? Tratemos de interpretar a nuestros jóvenes locutores, relatores y coreutas de los desgarrones de la “aventura del hombre”. Se festejaba el éxito aparentemente insospechado de imponentes camiones pintarrajeados, carnavalización imaginativa del ideal automotor del fenecido siglo de la industria y el petróleo. Se pensaba que había un dulce vacío argentino en torno de ese evento. No se sabía si iba a funcionar el Dakar en las pampas. ¡Pero cómo no! ¿Qué no ha funcionado, si previamente fue preparado por una lengua universal correctamente adobada? El Dakar es exitismo, máquinas poderosas, globalización al palo, tourism adventure y desde luego, la cuota de tragedia que es su combustible íntimo no declarado. Pero por fin comprobamos que en la Argentina... ¡también se puede! De buzos antiflama sabíamos, y también de heroísmos en la ruta. Los de mi edad podemos sentir cierta melancolía en este punto. Pero tampoco era tan inocente el turismo carretera de los años ’50, aunque hay que ponderar cierto misterio superior a su explícita gesta empresarial. Al igual que las historietas de Tarzán a la hora del Toddy, provenía del sentimiento aún no valorado enteramente, respecto de que había zonas inexploradas en el planeta, como las que se dice ahora que se han encontrado en Madagascar –o algo así– con la flora y fauna original de hace siglos.
Rosa Luxemburgo, en su fantástico libro La acumulación de capital, escrito en 1913 –creo que de gran actualidad–, hablaba de la anexión de las últimas zonas del planeta por parte del capitalismo. Agotado lo inexplorado, podría sobrevenir el colapso definitivo. No es el caso. Ya no hay nada desconocido, sin hollar. Pero siempre es posible enlazar algo más, porciones de almas, espíritus vacantes, acuíferos, arenales, yacimientos auríferos... Que haya gente en la ruta, partiquinos espontáneos que salgan a ver el espectáculo, niños héroes que alcancen el último galón de nafta a un desesperado competidor o la muerte absurda del piloto normando, todo puede conmovernos. Algo hay de tonta alegría, de envidiada emotividad en todo espectáculo. En este caso es la prefiguración de un tipo de espectáculo universal, con dosis de peligros eventualmente reales, que acoplan audiencias como si fuera una hazaña de herbolarios suertudos que de repente descubren un inesperado potaje.
En el Rally no faltaron los productores agropecuarios vestidos de falsos gauchos, regalando lomito argentino a los velocistas, como propaganda antigubernamental. No fueron mal recibidos por los corredores, esos jeques tuercas, los bien alimentados conductores de Ucrania o los alegres mecánicos de Eslovenia. Los hombres de a caballo se cruzaron con los encantados camiones auspiciados por las petroleras del mundo, al igual que cierta vez Juan Manuel de Rosas se cruzó con Darwin en la pampa. Estos hombres campestres –los que van con la indumentaria que supera la imaginería de Soffici en La guerra gaucha– tienen ya un peso fundamental en la redefinición del destino argentino. Tuvieron éxito. Ahora puede no irles del todo bien en el mercado de commodities. (Debimos aprender esa palabra.) Pero han inviabilizado zonas enteras de una acción política, la del kirchnerismo, obligándolo a retroceder aunque en medio de un batallón heteróclito de medidas de todo tipo. Ellos principalmente le han quitado margen a todo lo que no fuera reacción de emergencia.
Quizá Reutemann, días pasados, dijo casuales monosílabos, fruto de espasmos campechanos de un hombre que medita lacónicamente sobre su tractor Lamborghini (también es una marca de automóviles de competición). Una astucia, incluso inesperada para él. Decimos esto sin alegría y ni por asomo con ninguna suficiencia, sino con preocupada resignación. Reutemann está en el punto intermedio de un ensamble geométrico. ¿Cuál? Entre el rally africano-pampeano, la deshistorización de la Argentina, la protesta ruidosa de la clientela agraria de Monsanto, la desertificación de la política argentina y un llamado general a la mediocridad como conducta aceptada, procurada deliberadamente desde que se lanzó la condena a la “crispación” de Kirchner como si fuera una peste medieval o una infección demoníaca. El ex piloto no tiene la culpa, ¿quién la tiene?, si todos somos un poco el resultado de esta Argentina que tanto se parece al apócrifo Carnaval de Gualeguaychú. ¿Seremos de ahora en más oscura provincia de un juego globalizado de dados llamado Dakar?
En estos últimos 25 años hubo dos grandes estilos. El alfonsinista, con una utopía laica y una frustrada tentación de dar un cierre al ciclo anterior de la política argentina con un “tercer movimiento histórico”, concepto que ya había fracasado módicamente en los tiempos anteriores. El alfonsinismo mantuvo la obligación necesaria de desemparejarse de la historia real que había transcurrido hasta ese momento y de sus dispositivos, temas y estilos de decisión. Menem, el otro estilo dominante luego, estableció por el contrario una necesidad mimética, en nítida superposición imitativa con los factores establecidos y preexistentes, plagio incondicional de las formas comunicacionales populacheras y mercadológicas reales. Desactivó la producción agonística de la historia argentina. Fue Rally, impostura, justicialismo ucedeísta, mezcla de barajas de un gran tahúr.
El tercer estilo que importa para construir esta historia fue el kirchnerista, casi a la manera de una tríada dialéctica. Postulaba también una desconexión brusca con los capítulos anteriores del amedrentamiento histórico. Intuyó que debía renunciar a varias herencias cristalizadas, aunque tuvieran nombre glorioso. Fue la negación de la negación, refutó el deseo imitativo de Menem y su desenfadado de jeque salido de carromatos de provincia, del turismo aventura o deportes epicúreos. De Alfonsín tomó más de lo confesado, pero en secreto lo reinscribió, en otras condiciones, en su propio ciclo sentimental y moral: entrada reparatoria a la ESMA, prosecución de los juicios por violaciones a la condición humana, enfrentamientos con el poder obispal, roces con las corporaciones mediáticas. Sin duda, aletean también en el pliegue interno kirchnerista los llamados pragmatistas. Y ahora, la reactivación de la latente conjunción justicialista-ucedeísta, que era una perdida molécula espectral del pasado. Acecha también la indemostrada confianza en que cualquiera sea la alianza que se practique, la decisión en última instancia permitiría que la excepción originaria no se desmorone. Habría aquí remotos pigmentos menemistas, involuntaria estructura ausente en la vida contemporánea del país.
Con muchos de estos pensamientos la historia siempre fue caprichosa. Así, el kirchnerismo, suma de gestos relevantes y acosados practicismos, ha sido visto como una engañosa política de fachada, torpe opinión con la que no concordamos. Muchos de esos críticos, en el ilusionismo falaz de estos días, no perciben que se presenta la posibilidad real de que todo el ciclo histórico de un turbado cuarto de siglo en la historia del país cierre sus compuertas sobre figuras de la mediocridad reinante, entre la astuta nictografía de Carrió, el lechoso maratonismo del vicepresidente o el pulular coreográfico de los Metternich del tercer cordón, que vislumbran el cambio de mano en la política nacional. Ellos abjuran de los ensayos de excepción, prometen adosamientos a los nuevos aires conservadores mundiales, se proclaman inspectores de la cultura de la “no crispación” y vergonzosamente disputan el tesoro de votos de las derechas y centroderechas. Preparan frases efectistas frente al espejo. De alguna manera expresan el reinado de la ideología “movilera”. ¡Medio millón de porteños viendo salir a los camiones del Rally desde los sambódromos de la Sociedad Rural!
Es la aceptación de arquetipos políticos que extraen su fuerza de nuevas políticas de clase propietaria que incluso con Patrón Costas, en la década del ’40, estaban más matizados que con Buzzi o Biolcati. Tenemos ahora justicialismo normalizado sobre patrones señoritiles o campestres, epistemología sojera, una irreflexión creciente ante la historia de las subjetividades en estado de facebook, minería definitivamente irresponsable, jugaditas políticas de “posicionamiento” cuya otra mitad es el encuentro con lo “ya interpretado” que surge del macizo comentarismo periodístico, con su polvillo trasero de interminables injurias anónimas que hoy regulan, y controlan en lo profundo, la opinión nacional. No haré nombres, porque son obvios, y porque en ciertas condiciones toda mención puede parecer una falta de respeto. Ya sabemos cuáles son los candidatos que surgen de estas neo-retóricas con implícitos chabacanos, displicentes, chacoteros. Son los restauradores, muchos de ellos actores indeliberados de la gran comedia. Pueden ser nombres actuales que también salen de la irresoluble angustia de la conciencia universal y de la pavorosa construcción de los públicos: “¡500 mil!”
Pero si no se restablece a través de una lengua política pública y fundamentada la noción utópica por la cual esta época, respecto de los períodos anteriores, supuso un paso adelante –aunque dificultoso y entrecortado–, el país quedará en manos del movilero de la tarde y sus candidatos. Enteramente regocijados por la movida oportuna, el Rally de la petrolera Total, tema que nos obliga una vez más a insistir sobre el destino pendiente de la materia petrolífera que hay que recobrar en la argentina.
Son tiempos en que peligran para siempre las contemporáneas fuentes del humanismo judío –las de Martin Buber, Karl Jaspers, Gershom Sholem, Walter Benjamín, Jacques Derrida–, pero también corren riesgo los grandes legados de la civilización musulmana, entre los cuales está el del “borgeano” Averroes y el laicismo existencialista de Franz Fanon. La Presidenta lo mencionó semanas pasadas en Argelia. Junto a esto, afirmamos que todo lector sabe que literaturas que van desde Alberto Gerchunoff hasta León Rozitchner, sólo se produjeron en la Argentina. Será tonto lo que digo, pero la modesta aunque nítida civilización argentina, parte de un todo mayor que siempre estará en debate, peligra de perder también sus angostas pero reales posibilidades creativas, si simultáneamente se ciegan las fuentes de esos humanismos en el mundo y si comenzaran a proliferar los centinelas locales del conocido libreto del orden. Quedaría solo la hora del réquiem, forma de un pensamiento histórico político a la que hay que responder con nuevas formas de actividad, convirtiendo en faenas subordinadas las meras jugadas electorales. Una dificultosa pero inédita experiencia política puede estar en vías de extinción. Alegrarse por ello es ocupación insulsa. Por eso, hay que sobrellevar, fundamentalmente resistir, digo más, imaginar una digna y explícita contestación.
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