Domingo, 11 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › ENTREVISTA AL POLITOLOGO GUILLERMO O’DONNELL
Su último libro recopila artículos que escribió durante la dictadura, en cuyos horrores, dice, hubo mucho de “venganza social”. Cuenta cómo “desapareció” su legajo del Conicet y analiza el rol del Estado, desde esos años hasta la actualidad.
Por Javier Lorca
Mientras concluye Estado y democracia, el que será –asegura– su último libro, el politólogo Guillermo O’Donnell acaba de dar a conocer Catacumbas (Prometeo Libros), una recopilación de artículos que escribió entre 1975 y 1979, en plena dictadura y antes de abandonar el país. En esta entrevista repasa el clima de época que se deja leer entre líneas en esos textos, la simbólica supresión de su legajo como investigador del Conicet, el miedo y la eliminación de la vida pública. Explica por qué –a partir de su origen en un mundo de clase alta– caracteriza al terrorismo estatal como un proceso de “venganza social” y analiza la “terrible hipoteca” que la dictadura legó a la democracia bajo la forma de “un Estado desmembrado”.
–¿Por qué eligió el título Catacumbas? ¿Por qué cree que se instaló esa metáfora mortuoria –“la universidad de las catacumbas”– para denominar la supervivencia de la producción intelectual bajo la opresión de la dictadura, cuando la muerte era justamente lo que rondaba afuera de ese espacio?
–Catacumbas no tiene relación sólo con las tumbas, sino también con los subterráneos donde, en el temprano imperio romano, los cristianos seguían haciendo sus ritos. La imagen tiene que ver con que los que nos quedamos acá y teníamos una posición conocidamente opositora a aquel régimen nos metimos en las catacumbas, es decir en grupos de estudios, en pequeños centros –como fue el Cedes–, donde hacíamos nuestros rituales. Se daba una situación muy curiosa: en general se escribe con la esperanza de ser leído por la mayor cantidad de gente posible; sin embargo en ese momento escribíamos para discutir al interior de pequeños grupos. Algunos textos aparecían mimeografiados y surgía el temor a en qué manos podían caer. Fuera de las catacumbas, publicábamos en el exterior, en parte por vanidad y en parte porque nos agrandaba un poco el paraguas protector. Uno sentía que vivía en las catacumbas, también, porque habíamos quedado pocos, muchos colegas y amigos estaban desaparecidos o exiliados.
–Es simbólico lo que ocurrió con su legajo de investigador...
–En el libro cuento que mi expediente en el Conicet había “desaparecido”; después pensé que la palabra era muy fuerte, porque designa horrores infinitamente mayores... El Conicet en aquella época estaba en manos de la extrema derecha de la derecha, y lo que hicieron conmigo fue que, simbólicamente, burocráticamente, dejé de existir. Un día de 1979 dejaron de contestar mis informes y, por supuesto, me dejaron de pagar. A partir de ese momento no existí más. Un par de veces fui a preguntar por mi situación y nadie sabía nada. Los empleados de mesa de entradas me miraban como a un delirante que decía ser investigador y no figuraba en ninguna parte... Ese régimen de terror producía también estos pequeños hechos surrealistas, ridículos. Para mí fue una situación complicada, porque se trataba de la principal fuente de ingresos de mi familia. Fue un símbolo de la manera en que esta gente actuaba, de la impunidad secreta, de no asumir ninguna responsabilidad. Me podían haber sumariado por vago, o haber rechazado mi trabajo por falta de calidad, o haber emitido una resolución para echarme por “subversivo”, en fin, podían haber realizado un acto formal, pero, siguiendo su lógica, indirectamente me suprimieron. Recién hace dos años, previa renuncia de mi parte a cobrar lo que dejaron de pagarme, la dirección del Conicet reconoció este acto arbitrario e injusto.
–Su mirada suele interesarse por abarcar procesos sociopolíticos amplios y factores institucionales, pero en este libro vincula al terrorismo de Estado con un proceso de “venganza”, una caracterización que remite más a sujetos que a grupos.
–Tal vez se deba a algún trasfondo biográfico. Nací en un mundo de clase alta, muy conservador. Viví el odio de esa clase contra quienes les habían sacado el país. El país era de ellos y, de repente, toda una invasión de personas con extraños apellidos, de empresarios “chantapufis” –según ellos–, instigados por la sustitución de importaciones, y, por supuesto, de los “cabecitas negras” del peronismo, les habían robado todo. La tarea era recuperar ese país que era de ellos. Hablo de un proceso de venganza, por ejemplo, por el contenido de las políticas de Martínez de Hoz –a quien conocí, porque fue mi compañero en la escuela, donde él jugaba al polo y era, por cierto, un malísimo jugador–. Las políticas del Proceso para la clase obrera fueron vengativas no sólo porque mataron muchos dirigentes de base, sino también porque apuntaron a desindustrializar y porque quisieron –y en buena medida lograron– disminuir y dispersar geográficamente a la clase obrera, con un objetivo de venganza y, además, estratégico de cortar las bases de poder de los soportes sociales de esa “expropiación”. El odio del Proceso y los horrores que cometieron tuvieron mucho de “venganza social”. La rabia no era sólo de los militares, sino también de esta gente de clase alta, que tuvo un papel fundamental como parte constitutiva de la esencia misma de la dictadura.
–Los textos recopilados en Catacumbas lo muestran enfocado en el presente, mientras que en trabajos posteriores parece tomar mayor distancia.
–Es cierto, en parte porque vivir en aquellas circunstancias se transformaba casi en una obsesión. Principalmente, porque uno no sabía qué iba a pasar esa noche. Vivir con miedo te gobierna el día a día, sobre todo cuando está bajo amenaza tu familia. También influyó la constatación de dos horrores: uno, el de los horrores que pasaban, y dos, el horror de cuánta gente los negaba. Otra cosa era la total falta de vida pública. Salvo esos círculos de las catacumbas, no había con quién hablar. Las formas de expresar algo eran irónicas: por ejemplo, en un cine, cuando entre las noticias aparecía alguno de esos personajes de la dictadura, aplaudir exageradamente; en ese aplauso exagerado algunos nos reconocíamos. Una vida pública reducida a ese tipo de expresiones es una vida brutalmente privatizada.
–¿Cuándo decidió irse?
–A fines de 1979. Hubo razones personales y, además, había llegado a un punto de saturación. Lo peor ya había pasado, pero hubo algunos episodios preocupantes y no aguanté más. Me ofrecieron ir a Río de Janeiro para ser director del programa del Congreso de Ciencia Política. Me fui por un año...y tardé 25 en volver.
–En las tres décadas transcurridas desde estos artículos, ¿cambió su caracterización del período de la dictadura?
–No escribiría lo mismo hoy. Pero sigo compartiendo las preocupaciones centrales, una fundamental y otra subsidiaria. La fundamental es la pregunta sobre si todavía es posible tener una democracia, una cultura democrática. Y la otra es la sensación de que no podía haber, y no podrá haber, democracia sin un Estado que sea mínimamente consonante con los derechos de la ciudadanía y con la expansión de esa ciudadanía. Junto con eso, una observación de aquellos años, la desesperación de ver cómo se destrozaba al Estado, de muchas maneras. Una, expulsando, matando y desapareciendo a gente valiosa que trabajaba en el Estado. En segundo lugar, con la manía privatizadora que inauguró Martínez de Hoz y que, después, Menem y Cavallo coronaron brillantemente. Y en tercer lugar, con la corrupción abismal de un Estado que se privatizaba en su violencia y que, al esconder sus actos, se negaba en tanto Estado. Fue la más absoluta negación de lo que un Estado debe ser.
–¿La Argentina se ha desembarazado de todos los legados de aquel Estado autoritario? ¿Qué aspectos perviven?
–El Estado fue saqueado por las políticas de Martínez de Hoz y por sus socios. Cuando se recuperó la democracia, los gobiernos se encontraron con un Estado desmembrado, colonizado, que ha sido hasta hoy una hipoteca terrible. Pero el Estado argentino nunca fue ningún prodigio de cohesión, Desde 1983 hubo algunos esfuerzos, por ejemplo con Alfonsín, de construir la idea de un servicio civil y una cultura institucional en el Estado, con carreras de administración pública a las que se ingresa por concurso y se asciende por méritos. Siempre hubo muy poco de esto en la Argentina y los militares terminaron de corroerlo. Con la furia privatizadora y la demonización del Estado de la época de Menem y Cavallo la situación se agravó, se volvió a expulsar gente valiosa. Ahora he visto con esperanza los esfuerzos de la Secretaría de Gestión Pública de hacer un nuevo programa para mejorar la administración estatal. Pero la gran cuestión, como siempre, es si se va a poder implementar, porque este tipo de reformas llevan tiempo y los réditos políticos son pocos. En cambio, para destruir basta un plumazo.
–¿Cómo analiza el fenómeno de recuperación del rol del Estado en la economía, que se ha dado en la Argentina y en otros países ante la crisis financiera?
–Con lo que está pasando en el mundo, a partir de la crisis financiera, quizá pueda empezar a haber un clima que reconozca más generalizadamente la necesidad de un Estado mucho mejor. En épocas del neoliberalismo, los que decíamos esto hablábamos solos, éramos “atrasados”. “Estatista” era un insulto. En la Argentina creo que atravesamos una etapa y un cuarto de otra. Después de la enorme crisis de 2001, con una sociedad pulverizada, el único agente que podía recuperar la iniciativa era ese Estado que, aun con sus limitaciones, asumió un rol más activo para intentar reconstituir el país. Después, como suele ocurrir en la historia, sigue un período donde se descubre que esos movimientos pasan a ser insuficientes y que hace falta construir un Estado mucho más apto para llevar a cabo políticas complejas y de largo plazo. La posibilidad de lograrlo pasa por un amplio reconocimiento de que sería de interés común tener un Estado de mayor calidad, y eso no es sólo responsabilidad del Gobierno, sino también de la oposición y toda la sociedad.
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