Domingo, 16 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La pobreza por ingresos. La carga adicional sobre los jóvenes. El peso de la informalidad. La segmentación de la clase trabajadora. La necesidad de ampliar la política social. Ampliar la frontera de la ciudadanía, un camino a retomar. Explotación, evasión impositiva, pobreza: eslabones de una cadena.
Por Mario Wainfeld
El diputado Agustín Rossi lo anunció pasada la medianoche del miércoles, en su notable discurso de cierre del debate sobre las facultades delegadas. El oficialismo se dispone a instar la unificación de los proyectos parlamentarios sobre una asignación universal a la niñez, con miras a tratarlo y hacerlo ley. Las noticias más pimpantes de los diarios del jueves fueron otras, entre ellas la “media sanción” de la prórroga de las facultades delegadas, incluidas las retenciones.
El lanzamiento de un ambicioso plan de empleo por parte de la Presidenta (a los ojos del cronista muy voluntarista y de difícil concreción) dejó algunas dudas acerca de la compatibilidad de ambas medidas. Como fuera, el Gobierno se hizo pie de un enfoque específico de la pobreza por ingresos, se comprometió a tratar de resolverlo, lo que sería un logro. El círculo se redondearía virtuosamente si el ingreso universal a la niñez fuera de las vías elegidas, jamás la única, sí la de más calidad.
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Pobreza por ingresos: La pobreza no es exclusivamente la falta de ingresos para subvenir a las necesidades básicas. También se expresa en limitaciones habitacionales, alimentarias, en perspectivas laborales. Los ciudadanos pobres carecen, amén de plata, de “capital social”. Los pobres se alimentan de modo menos equilibrado, a menudo viven hacinados, reciben peor asistencia médica. Muchos derechos constitucionales les están cercenados. Un ecosistema pobre agranda riesgos y debilidades. Por dar un ejemplo cualquiera, los habitantes de barrios carecientes o villas acceden a peores medios de transporte, de peor mantenimiento, sus servicios se discontinúan con facilidad, los bondis están más expuestos a delitos con violencia urbana. Si bajan de la vereda del barrio y son embestidos por autos con treinta o cuarenta años de rodaje seguramente ni tendrán el consuelo de una indemnización porque sus dueños no tienen cobertura de seguro de daños contra terceros.
El círculo vicioso de la pobreza es cruel e inexorable, queda dicho.
Pero la pobreza por ingresos es una característica conspicua de la estructura social. Y se acentuó en el bienio más reciente. Hoy y aquí el núcleo de la pobreza no es, del todo, la falta de trabajo. Esta columna no aspira al rigor numérico (bien esquivo en la Argentina, además), los datos que se mencionan son gruesos, aspiran a iluminar tendencias, no a la precisión matemática. Vaya uno: dos tercios de los pobres laburan pero no consiguen parar la olla.
La segmentación del mercado de trabajo es una referencia creciente de las dos últimas décadas. Durante los gobiernos kirchneristas se generaron millones de puestos de trabajo. A ojo de buen cubero, pero sin exagerar, más de la mitad son informales. Los trabajadores con empleo, salario pagado con sobre y contribuciones empresarias, han mejorado bastante su condición desde 2003. Los informales están por debajo, lejos de sus hermanos de clase y más expuestos a vicisitudes. El trabajo “en negro” recibe remuneraciones menores, es más precario en el tiempo, minga de beneficios sociales o de cobertura de salud. Las expresiones “en blanco” y “en negro”, que portan un adecuado sesgo discriminatorio, son cruelmente ilustrativas.
Las mujeres y hombres que changuean o trabajan por temporada han tenido peripecias evidentes después de la crisis de los noventa, rematada a principios del siglo XXI. En el lapso comprendido entre 2002 y 2005 muchos migraron desde el desempleo a alguna forma de ocupación. Es difícil sobredimensionar tamaño cambio en la vida, sería inhumano desconocerlo o minimizarlo. Ese envión es uno de los méritos patentes del gobierno de Néstor Kirchner y una justificación de su apuesta al crecimiento a todo trapo, torrentoso y hasta atolondrado. La salida de la parálisis, de la depresión comunitaria, reactivó el aparato productivo, impactó en la vida cotidiana de millones de personas, acrecentó su autoestima.
De paso cañazo, robusteció la legitimidad del gobierno acrecentando el poder político de modo general, en un país que estaba coqueteando con la disolución nacional, aun en materia monetaria. El consumo recuperado fue motor del consenso, una ecuación cara al mejor rostro del peronismo o de los populismos en general.
La trayectoria del conjunto de los trabajadores informales permitió que muchos pasaran al universo del empleo digno. Pero el conjunto relegado siguió siendo muy amplio. Su suerte fue variando al compás de la evolución del “modelo”. Puede trazarse una homología de sus vaivenes con los del voto kirchnerista, especialmente en el denso conurbano bonaerense. Gran ascenso entre 2003 y 2005, amesetamiento en una zona más alta en 2005 y 2007, descenso marcado en 2009. Para la mirada impresionista de este escriba, es clavado que ésa fue una de las concausas de la floja performance del kirchnerismo en lo que se suponía su bastión electoral.
Los tiempos recientes, con inflación perdurable y baja en la actividad, castigaron especialmente a ese estamento social. Los manejos estadísticos que calculan cuántos pobres más o menos hay al vaivén de la canasta familiar son distorsivos si se computan mes a mes. Pero, computando lapsos más largos, radiografían las peripecias de quienes no gozan de ingresos estables ni de protecciones laborales.
El discurso oficial suele proponer que “la mejor política social es la creación de puestos de trabajo”. A la luz de lo reseñado, valdría la pena emprolijar la consigna, que como tantas del kirchnerismo es tan válida en su intención cuan imperfecta por su falta de detección de la complejidad y de los cambios de escenario. La creación de empleo, formal y protegido, es un objetivo insuperable. Pero el “trabajo”, a secas, no da toda la talla. En el primer trance, para salir “del infierno” tal vez las diferencias entre trabajo “en blanco y en negro” fueran menos significativas, dada la magnitud de la malaria. Tras años de crecimiento chino, el trabajo charro no se basta: dos tercios de los pobres disponen de conchabo y ahí están.
En el piso de la estructura social, para colmo, subsiste un núcleo duro de pobreza extrema, de gentes que no conocieron un veranito en este siglo. ¿Diez por ciento, algo menos? La dimensión de la exclusión hace ociosas esas especulaciones.
Son imperiosos, pues, atacar la pobreza por otros abordajes. Los llamados “planes de ingresos” son clave. He ahí la primera, gran justificación de la necesidad de un ingreso universal. Hay otras que aluden a la calidad de la ciudadanía, ameritan un apartado aparte.
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Más derechos, mejor ciudadanía: El primer peronismo, como el kirchnerismo, tuvo su edad de oro en sus primeros años. El economista Enrique Silberstein arriesgaba que la perduración del justicialismo en los ’70 se debía a las medidas tomadas en el ’44 y el ’45. Quizá exageraba algo pero indicaba un hecho sugestivo. A diferencia del kirchnerismo, el peronismo no se confinó a mejorar la condición obrera en materia económica. Fue promotor de un amplio abanico de nuevos derechos, predominantemente laborales: la indemnización por despido incausado, las vacaciones pagas, la tutela sindical, la cobertura médico asistencial. Los hubo también de otro pelaje: se consagraron equitativos derechos de los hijos extramatrimoniales, de las mujeres en la esfera privada. En la pública, se impuso el voto femenino. Se corrió, con provecho, la frontera de la ciudadanía con normas generales.
Las conquistas laborales, que eso son los derechos cuando se plasman, fueron atacadas en numerosas oportunidades, con especial saña y éxito durante la dictadura, el menemismo y el gobierno aliancista. Jamás fueron revocadas del todo, no es fácil abolir un derecho establecido en la Argentina.
Un nuevo derecho universal atenuaría, modestamente, la falta de innovaciones de ese calibre en más de medio siglo. El ingreso ciudadano procura garantizar a cada persona los derechos constitucionales, preservándola (así sea en parte) de las inequidades del mercado capitalista. Se supone que todos quienes habitan suelo argentino tienen un conjunto de derechos, pero no acceden a ellos sin sustento material. El ingreso universal los mune de una base material, inherente a su dignidad mínima.
En otros países, en general dotados de un robusto plexo de derechos como Alemania o Francia, se piensa el subsidio mínimo como un atributo de cualquier persona, el discurrir de la discusión pública en nuestro país cristalizó la potestad en cabeza de los menores. Son, al fin y al cabo, el eslabón más débil de la sociedad. Daniel Arroyo, ex viceministro de Desarrollo Social de la nación y ex ministro del ramo de Buenos Aires, sabe repetir un diagnóstico cruel: los jóvenes bonaerenses duplican las crueles marcas generales de desempleo y pobreza. Cuatrocientos mil de ellos no trabajan ni van a la escuela de modo regular.
Es costumbre decir que los padres (las madres, como regla) deberían cobrar el ingreso mensual prometiendo contraprestaciones en materia educativa y sanitaria. Es un criterio poco serio y aun odioso. Tener hijos es la condición para acceder al ingreso, el compromiso de escolarizar y cuidar es un deber inherente a la patria potestad pero no debe ser contrapartida de un derecho intocable. El sistema educativo o el Estado deben ocuparse de los (irrisorios en su magnitud) incumplimientos pero no abolir un beneficio que se consigue por la pura portación del DNI.
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Sumar, no restar: El sentido común dominante propone la universalización de la asignación familiar por hijo. El norte es adecuado, pero tal vez merece emprolijarse. Parido en épocas de pleno empleo, el salario familiar fungía como universal. Ahora es una conquista de los trabajadores formalizados que, acaso, no debería caer en la volteada. Un esquema sofisticado debería habilitar un monto igualitario para todos los hijos de trabajadores. Los formalizados lo seguirían recibiendo vía el sistema contributivo vigente, sustentado en aportes patronales. Y el resto tener un flujo de recursos de otra fuente, sin desbaratar posiciones ganadas.
El financiamiento es un punto espinoso. Incurren en simplismos quienes suponen, al voleo, que un importante flujo masivo podría sustentarse sólo con reasignaciones de partidas, trasladando a una caja única los recursos de muchos planes sociales. Eso podría hacerse, no sin dificultades, con los planes de ingresos como lo que queda del Jefes y Jefas de Hogar (JJDH) o el Plan Familias. Pero en muchos otros, hay derechos adquiridos de los beneficiarios y condicionalidades de las entidades que los financian que harían injusto o imposible el traspaso.
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Keynes se vino al barrio: Amén de la calidad institucional, existen incentivos económicos palpables. Plata fresca en hogares humildes derrama consumo inmediato, un incentivo keynesiano de manual. En Buenos Aires, Arroyo implementó un programa piloto de este jaez parcial, limitado a algunos partidos y a chicos de hasta 6 años. Se lanzó este año, lo cobran madres de 40.000 pibes. El impacto en el desarrollo local de las poblaciones concernidas fue inmediato: se gasta todo lo que se recibe, se compra cerca de la casa.
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Ahora o nunca: Todo lo referido en esta columna aspira a divulgar versiones más calificadas de funcionarios, legisladores, académicos y militantes sociales de variadas banderías que acumularon un estimable background sobre el tema, que se ha puesto de moda. El Frente Nacional contra la Pobreza, liderado por la CTA, lo inscribió en la agenda pública hace mucho tiempo. La idea fue resistida desde el disco duro del gobierno. Los tres Kirchner (los dos presidentes, la ministra), Alberto Fernández, Roberto Lavagna jamás lo digirieron. A los ojos del cronista, incide en eso un excesivo optimismo sobre la capacidad del modelo para crear empleo (hipótesis desmentida por los hechos) y un recelo por el copyright opositor. Recientemente, Amado Boudou, abrevando en sus orígenes en el CEMA, sinceró su preferencia por los planes focalizados. Francisco de Narváez piensa parecido.
Hay objeciones sensatas pero superables, como lo son las dificultades de implementación. Empero, el Estado argentino pudo articular el JJDH en una etapa de mayores limitaciones organizativas y económicas. Las duplicaciones de beneficiarios encienden demasiadas luces amarillas. Se pueden cruzar padrones, auditar. Y, en último caso, los eventuales burladores de la ley son pobres de solemnidad que no cambiarán de clase ni despilfarrarán sus manguitos en yates.
Acotar la discrecionalidad de los funcionarios es otra virtud de un plan universal. Cuando el DNI es el pasaporte al derecho, la mediación política achica su importancia.
El financiamiento es un intríngulis. El gobierno tiene ahí un punto a favor cuando exige que la cruzada ruralista no desfonde la caja fiscal.
Cuando se analice la sustentabilidad debe tenerse en mira que la pobreza no es flagelo de la naturaleza. Es un producto social, hijo de la inequidad, que se menciona pero sin hacerse cargo de sus causas. Deriva, repasemos lo antedicho, de la explotación capitalista. Y, aun de burlar la legalidad capitalista: en buena ración, de la evasión impositiva patronal que engendra el “trabajo en negro”. La carga impositiva debe contemplar esas violaciones de la ley de los que más tienen y se rasgan las vestiduras en nombre de los humildes. Bueno es recordarlo cuando las corporaciones patronales colonizan la arena política sin hacerse cargo de sus deudas.
Seguramente un plan de ingresos a la niñez debió plasmarse antes, será mejor tarde que nunca. Está de moda polemizar acerca del “progresismo” sobre todo para restárselo a contradictores políticos. Cuesta imaginar algo más progresista que una transferencia de ingresos a favor de los menores, un rediseño de la torta que contemple a los informales, de- socupados y pobres extremos. Máxime si el sustento es una tributación que sise a los que están en la otra punta de la pirámide de ingresos, muy remotos, muy holgados.
No es, ni tiene por qué ser sencillo ni barato. Es, acaso, imprescindible pero (para ser cauto) el cronista se conforma con decir que sería un avance formidable para la ciudadanía social y para el bolsillo de muchos argentinos.
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