EL PAíS › EL MINISTRO QUE NO FUE Y LA JACTANCIA DEL FRACASO

Padre o sheriff

Abel Parentini no pudo llamarse a silencio ni siquiera después de allanarle el camino con su renuncia a Macri. No perdonó micrófono para seguir su compulsiva diatriba contra la democracia, la política, el sindicalismo y la anarquía en la que ve sumirse a la Argentina. Su obsesión con el rock, la decadencia de Occidente y la muerte de Dios. Una mente bizarra, más propia de un jefe de policía que de un ministro de Educación.

 Por Horacio Verbitsky

Abel Parentini no pudo llamarse a silencio ni siquiera después de allanarle el camino con su renuncia al jefe de gobierno Maurizio Macri. No perdonó micrófono para seguir su compulsiva diatriba contra la democracia, la política, el sindicalismo y la anarquía en la que ve sumirse a la Argentina. Con patética ingenuidad confesó que se sentía un héroe solitario abandonado por la cobardía general, de la que exceptuó a Macri por haber tenido el valor de designar a alguien tan poco convencional como él. En su retahíla de despropósitos finales no hubo nada más significativo que su insistencia en abominar del rock y de su audiencia juvenil. Las cosas que dijo y escribió al respecto ayudan a entender esa mente bizarra, que con su verborrágica jactancia aún cree posible disimular el peor fracaso ministerial desde la semana ingloriosa de Ricardo López Murphy en el ministerio de Economía. También mejoran la comprensión sobre la de Macri, a quien más le hubiera valido enviarlo a la jefatura de policía que al ministerio de Educación.

“Son opiniones que tengo escritas hace 30 años”, dijo acerca del rock y la alienación juvenil, que también vinculó con la droga, como si sus añejos preconceptos fueran un buen brandy que con cada sol madura. Desde Woodstock, “el rock trajo una vinculación nefasta, anárquica en los jóvenes. Tengo un motivo personalísimo sobre esa relación”, declaró. El motivo personalísimo se explica en el último libro de Parentini: Cuando muere el hijo. Una crónica real. La obra narra las reflexiones del autor ante el suicidio de su hijo adolescente con el Colt 38 que él mismo le enseñó a manejar luego de decirle que era “un verdadero cañón”. En sus 166 páginas no hay un párrafo de piedad por el niño ni el menor atisbo de comprensión de la penuria afectiva que pudo llevarlo a la decisión. Apenas una línea en la que el padre afirma tener “una cuota de responsabilidad”, como conjetura obvia que no desarrolla porque eso requeriría el imposible para él de sentir con el otro. Lo admite sin advertirlo: “¿Qué podemos saber del yo profundo de un adolescente que se mata?” Nada, claro, para alguien cuyo sentimiento predominante es la vergüenza ante los demás por incomodarlos con el escándalo, como repite una y otra vez, y cuyo mayor esfuerzo está puesto en que nadie lo vea llorar. En una de las primeras visitas al cementerio, se pregunta con una aridez de espanto: “¿Trata uno de emocionarse porque está allí? ¿Trata uno de no pensar que el martes vence la boleta de la luz?”

Parentini transcribe sin pudor párrafos del diario personal de su hijo, que habla de ahogarse en cocaína y matar, y lo reduce a materia prima de su prosa anticuada y hueca, con una falta de amor y respeto después de la muerte que permite imaginar cómo fue la relación en vida. El chico narra su asistencia a un concierto heavy metal, bajo una nube de marihuana, ataviado con una gorra negra, un impermeable de su madre que considera digno de la KGB o la Gestapo y un cinturón con una calavera en la hebilla y la inscripción “Death or Glorie” (sic). “Nada más parecido al fascismo de patotas que un ‘recital’ de rock, por la torpe oscilación entre agresividad masiva y exaltación del individuo débil que cree exorcizar para siempre sus miedos. Nuestro hijo participaba de la pasión nihilista”, escribe el padre que no osa decir su nombre. En su página de Internet publica una foto significativa: él mismo a los 20 años, con el capote militar y la gorra germánica que aún se usaban en 1956.

Por uno de los compañeros del chico se entera que formaban una logia que se proponía realizar un gran estropicio, para no llegar al bachillerato. “O se rompe a los 15 con todo, o uno es absorbido por el sistema para siempre: ser un joven burgués convencional, conformista”. El padre mira las fotos escolares e imagina la del año siguiente, las vidas futuras de los compañeros de su hijo, que “seguirán con entusiasmo en sus universidades, puestos importantes de empresarios, funcionarios. Ellas en felices matrimonios”. Iván, en cambio, “dejaría su gatera vacía a la largada de la carrera. Todos ellos seguirán, menos mi hijo. Y no siento pena. Ya el futuro no da muchas ganas. Estamos como Roma en el siglo IV”, anota. La incapacidad para acercarse a la criatura, antes y después del suicidio, se resuelve en una ruminación ideológica sobre la decadencia de Occidente, que treinta años después asume con orgullo las formas exteriores de aquella angustia adolescente. “Tenías estirpe de guerrero romano caído en el páramo de la burguesía”, escribe Parentini. “Te imaginaste en el camino de los días mediocres. No quisiste pensar dos veces”. Su hijo forma parte de “la raza venidera” que “coincide con los alaridos idiotizantes del rock. La droga es la puerta de los más románticos. El suicidio es el portazo de los intransigentes, esos romanos capaces de la definición absoluta perdidos en una masa entregada, anónima”.

Sus juicios despectivos sobre la democracia argentina son apenas el capítulo contemporáneo y localizado de un desdén universal. En un viaje a Atenas y Mileto, en busca de la higuera ahuecada por un rayo en la que Anaximandro se instalaba para mirar las estrellas y disolverse en el universo y la eternidad, Parentini escribe que “allí nació la llamada democracia, el culto de la mayoría”, al que vincula con “el tiempo final en el que el hombre ya no puede creer en el destino divino o superior”, sustituido por “el frenesí idiota y ciego del éxtasis juvenil”. Claro que aquí todo es peor. Recuerda que desde su oficina consular se enteraba “de las nuevas ruindades del pueblo del no te metás”, al que considera “corroído por una enfermedad moral profunda”, ya sea que gobiernen el peronismo o los militares.

No deja de llamar la atención que un hombre que milita por la imposición del orden a la fuerza (como el que la Policía Federal le aplicó a Rubén Carballo en un recital de rock) y a quien tanto le cuesta hacerse cargo de su paternidad haya decidido prescindir de su apellido, Parentini, por el Posse de la partida que sigue a un sheriff justiciero. Para eso hacen falta temple y condiciones de liderazgo de las que el ex ministro ha demostrado adolecer. Concluido su periplo político, Parentini vuelve a escribir. Mala noticia para la literatura.

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Imagen: DyN
 
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