Domingo, 27 de diciembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION > DERECHA, NEGOCIOS, FORMACION Y LA INCAPACIDAD DE ENTENDER CIERTAS COSAS
Por José Natanson
Decir que Macri “es la dictadura” es esencialmente falso: Macri es un empresario-heredero, líder de una coalición que combina dificultosamente la tradición liberal con la conservadora, que llegó al poder de manera perfectamente democrática luego de disputar dos elecciones. Por una simple cuestión etaria –tenía 17 años cuando se produjo el último golpe de Estado–, Macri no participó del gobierno de facto (aunque el grupo empresario del cual fue vicepresidente se fortaleció durante aquellos años y aunque algunos de sus aliados sí lo hicieron). Macri no proviene de los cuarteles militares ni de las cátedras neoliberales que parieron a sus mucho más ideologizados antecesores, los economistas Alvaro Alsogaray, Domingo Cavallo y Ricardo López Murphy. Su origen, como el de Francisco de Narváez, Sebastián Piñera o Silvio Berlusconi, es el ámbito de los negocios, flexible y pragmático por definición. En sus propias palabras, el mundo de la acción y los hechos y no de los discursos.
Estas distinciones son útiles para entender lo que está pasando en la atribulada gestión porteña. Emblocar a la derecha como un todo autoritario quizá sea un ejercicio tranquilizador para conciencias progresistas, pero ayuda poco a captar sus matices y particularidades e impide comprender su lógica profunda: una aproximación más fría al gobierno macrista en dos áreas claves –seguridad y educación– tal vez contribuya a una caracterización ideológica más precisa del primer experimento gestionario de la nueva derecha argentina, lo que a su vez puede ayudar a entender mejor los motivos de su rotundo fracaso.
Hasta donde sabemos, la Policía Metropolitana es la única fuerza de seguridad del mundo que sufrió tres descabezamientos antes de salir a la calle. De la Bonaerense podrán pensarse muchas cosas, pero al menos está operativa. Al asumir, Macri designó como ministro de Seguridad a Guillermo Montenegro, juez federal con 25 años de carrera, y como su primer jefe de policía a Jorge “Fino” Palacios, ex titular de la Policía Federal actualmente procesado por escuchas ilegales en la causa AMIA.
Los nombramientos revelan la decisión de ceder a conocidos integrantes del complejo judicial-policial el manejo de la seguridad. Como se sabe, el Judicial es el único poder republicano que no tiene origen popular y que no se encuentra sometido al control democrático. Esta característica, común a todos los poderes judiciales del mundo, se agrava en países que, como el nuestro, atravesaron largos períodos dictatoriales. De todas las burocracias estatales (incluyendo a los militares), la judicial es una de las pocas –junto, quizás, a la diplomática– que no experimentó un proceso de democratización interno luego de 1983, lo que permitió la supervivencia de bolsones de autoritarismo fuertemente enquistados.
Ceder a un ex juez y un policía el manejo del área revela una concepción restringida de la seguridad pública –la seguridad como combate al delito– que no es patrimonio exclusivo del gobierno porteño. Sin ir más lejos, es exactamente lo mismo que ha hecho Daniel Scioli al designar a Carlos Stornelli, no casualmente otro ex integrante del Poder Judicial, junto a la intención de “devolverle el poder” a una policía supuestamente de brazos caídos.
Pero la carta blanca a la policía es un recurso peligroso, como ha demostrado una y otra vez la experiencia bonaerense. Lo explica bien Luiz Eduardo Soares, ex ministro de Seguridad de Brasil y autor de A Elite da Tropa, un best-seller acerca de la brutalidad policial en las favelas cariocas que sirvió de base para la película del mismo nombre. En pocas palabras, Soares (revista Nueva Sociedad 209) explica por qué la falta de control sobre el accionar policial agudiza la inseguridad en lugar de reducirla. “Cuando una autoridad de la seguridad pública o un superior jerárquico le otorga a un policía licencia para matar, también le está otorgando el poder para negociar la vida y la libertad. La lógica es sencilla: si al policía no le cuesta nada matar al sospechoso (excluyendo, en ese cuadro devastador, posibles frenos morales o superyoicos), ¿qué motivo habría para preservar su vida? Quien puede más, puede menos; quien puede quitar la vida sin necesidad, también puede preservarla. Puede, por lo tanto, decidir según su arbitrio, lo que incluye la posibilidad de cobrar dinero para evitar la muerte. Y lo que vale para la vida, vale, con más razón, para la libertad. ¿Por qué detener a alguien si soltarlo puede rendir una propina? Las consecuencias son evidentes y permiten comprobar el camino que conduce de la violencia policial autorizada (irónicamente, en nombre de la eficiencia policial y de la lucha contra el crimen) a la corrupción y la degradación institucional, cuyo resultado es la impotencia en el combate a la criminalidad.”
Ceder sin más trámite a jueces y policías el manejo de la seguridad implica resignar el control político –y por lo tanto democrático– sobre un tema crucial. El resultado es, en última instancia, un deterioro de la situación. Macri está pagando cara la autonomía concedida al Fino Palacios, tanto como Scioli está sufriendo los costos de desatar los brazos de la Bonaerense. Son este tipo de decisiones, más que en alusiones vagas a inexistentes pasados autoritarios, las que definen el tono ideológico de la gestión macrista. La derecha existe, pero merece ser explicada.
Lo primero que hay que reconocer es que, más allá de algunas menciones dispersas a la necesidad de sumar más días de clase y mejorar la infraestructura escolar, Macri no hizo de la educación uno de los ejes de su campaña, centrada sobre todo en la inseguridad y el desplazamiento urbano (tránsito, subtes, caos piqueteril). Su primer ministro, Mariano Narodowski, debió renunciar por el escándalo de las escuchas, pero al menos era un especialista en el área con algunas ideas (aunque nunca concretadas).
Su reemplazante, Abel Posse, carecía de experiencia más allá de su producción literaria, algo que, por algún motivo, alguien debió pensar que podía funcionar como antecedente (libros = educación). Y aunque es legítimo y a veces hasta aconsejable designar en ciertos cargos a personas ajenas al área, la falta de calificaciones técnicas debe ser compensada con capacidad política, un plan claramente definido y un equipo competente, tres atributos de los que claramente carecía el autor de La pasión según Eva.
Antes incluso de asumir, Posse sorprendió con sus declaraciones a favor de la amnistía a los militares y sus comentarios de picapiedra contra el rock y los aritos. Pero lo más grave quizá no hayan sido sus boutades de intelectual por encima del mundo (una especie de Torcuato Di Tella al revés), sino la lógica oculta detrás de su nombramiento. Junto a la salud, la educación es el área más importante del gobierno porteño. Se llevará, pese a los recortes ordenados por Macri y según el presupuesto del 2010, 23,47 por ciento del total de los recursos. La mayor parte de este dinero genera un efecto redistributivo importante: en una ciudad con una amplia red de escuelas privadas, tanto primarias como secundarios, la educación pública, que a pesar de todo conserva cierto nivel, contribuye a sostener a los sectores más pobres, la clase media ajustada y los inmigrantes (internos y externos).
Al designar como ministro de Educación a una persona sin experiencia, ideas ni –gran promesa PRO– equipos, en un nombramiento claramente improvisado, Macri revela la escasa atención que le otorga a la cuestión educativa y el concepto de Estado oculto detrás de sus slogans de campaña, descuidando un área que, bien gestionada, puede funcionar como un equilibrador social importante. De hecho, uno de los pocos que todavía existen.
Macri es parte de una tendencia general al ascenso de una derecha latinoamericana de perfil empresarial, con ejemplos en Chile (Sebastián Piñera, favorito para el ballo-ttage), Panamá (Ricardo Martinelli, propietario de la cadena de supermercados Super 99, elegido presidente hace un par de meses), Ecuador (el empresario del banano Alvaro Noboa) y México (Vicente Fox, ranchero y ex gerente de Coca Cola). Flexible y pragmático, el modelo de esta nueva derecha no es el reaccionario y dogmático Partido Popular español, ni la sobria centroderecha socialcristiana alemana ni el tradicional partido conservador británico, sino la nueva derecha italiana que desde hace un par de décadas lidera Silvio Berlusconi. Como Macri, Berlusconi es un símbolo de la alianza entre negocios (aunque hay que reconocerle al Duce que él sí hizo su propia fortuna), medios de comunicación (Berlusconi fue el primer empresario televisivo en romper el monopolio de la RAI) y deporte (es el dueño del club Milan). En ambos casos, el origen se remonta a un colapso político y el estallido de una crisis de representación, por imperio de las cacerolas (acá) o de la investigación judicial de la Tangetopoli (en Italia).
El progreso individual y el éxito son desde siempre valores importantes para la derecha, que no sólo no reniega del individualismo, sino que incluso lo considera un motor clave para el progreso de la sociedad (lo cual explica, según la famosa tesis de Norberto Bobbio, que la derecha acepte las diferencias sociales, es decir la desigualdad, frente a una derecha que no las considera naturales sino resultado de una construcción socio-histórica y que, por lo tanto, busca corregirlas). Como señalamos en otra oportunidad, contar fortunas o campeonatos deportivos es una forma sencilla de medir el éxito individual, lo que explicaría el ascenso de Macri pero también de De Narváez, Scioli, Reutemann...
Máxima expresión argentina de la mezcla de negocios, política y deporte, Macri es, como Berlusconi, un dirigente ultrapragmático en el que conviven conservadurismo y liberalismo. Su decisión inicial de no apelar el fallo judicial autorizando la unión civil entre homosexuales y la marcha atrás adoptada luego ilustran la tensión que genera este mix de tradiciones políticas. Una combinación electoralmente tentadora pero difícil de sostener desde la gestión, que está en la base de las dificultades de Macri para llevar a la práctica sus promesas de una derecha concreta y modernizante.
Ocurre que, desde que en el 2003 disputó su primera elección porteña, Macri construyó toda su carrera política en base a la idea de la ineficiencia del progresismo versus la supuesta efectividad de los entrepeneurs del sector privado. Las cosas, sin embargo, han cambiado. De Luis Hernán Rodríguez Felder al militante radical Hernán Lombardi, de Posse al diputado Esteban Bullrich, del Fino Palacios al también diputado Eugenio Burzaco y de Juan Pablo Piccardo al dirigente del PJ Capital Diego Santilli, los cambios ordenados por Macri implicaron, casi siempre, la incorporación de políticos más o menos experimentados, lo cual puede leerse como una admisión tardía de la necesidad de reconocer la especificidad de la política y del Estado, pero también como concesiones que desvanecen aún más la utopía gerencial en base a la cual Mauricio construyó su carrera.
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