Viernes, 16 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Liliana Viola
Qué alivio, cuánta reparación de dolores guardados podía haber en una ley. En menos, en una pequeña modificación de lo que entonces dijo la ley sin reparar siquiera en la existencia de otras verdades de carne y hueso.
El matrimonio ya está. Ahora es historia. Y qué alivio para los músculos: por fin ya no es estrictamente necesario hablar de amor. Ni ser más buenos que el Quaker, ni tener mucho afecto para dar, ni haberse muerto sin poder dejarles la herencia al compañero o a la “amiga” de toda la vida. Ya no se exigen mártires de la perfección para acceder a una institución que nos repugna y nos atrae como tantos recuerdos de la infancia, como tantas asignaturas pendientes entre las hadas y las arcas.
Qué alivio para quienes no saben cómo educar al interés superior de sus niños por fuera de la homofobia, ya que el peso de la ley irá haciendo lo suyo.
El matrimonio ya está. Qué justo. Ya no es estrictamente necesario cargarse sobre los hombros toda la felicidad y la armonía que ahora resulta que la familia daba en su seno, ni la eficiencia de una educación ni la dupla de imágenes paternas y maternas.
El matrimonio ya está y el que quiere, y consigue su candidatx por supuesto, lo agarra y se lo lleva, se lo queda o lo cambia por otro. Como se ve en las películas y como el dios cotidiano nos manda: para toda la vida y para lo poco que dure. Para no sentirse solo, un pobre paria del éxito afectivo, para decirle al mundo que hemos cazado a alguien, que nos dejamos cazar, para multiplicar ganancias o solventar los gastos, para ponerse las plumas de fiesta, por el morboso placer de armar la lista de invitados, de regalos, de obligaciones. Por conveniencia, por calentura, por pena, por error. Para no casarse ni loco, para eso está.
Qué alivio para los espectadores. Ya no es necesario prometerle a la Señora Mirtha que se dejará el abuso sexual de niños reservado exclusivamente a curas y padres de familia bien machotes, ni esperar a que científicos de una universidad americana hagan los cálculos sobre cuánto beneficia a la inteligencia y sexto sentido tener un par de madres lesbianas, o a la eficacia administrativa, tener un par de papás.
Qué alivio y qué pena. No es estrictamente necesario elegir entre Pepe o la calle. La calle es un problema que sigue sin resolverse y el matrimonio nunca estuvo entre las instituciones preocupadas en el tema. Tal vez en Navidad y en algunos villancicos, en alguna remake de Oliver Twist para ver en casa y en familia. El matrimonio está y nadie les quita lo bailado a Pepe ni a quien pueda sortear todos los escollos que implica la adopción en la Argentina de hoy.
Como cuando al final de los cuentos de hadas aparecen las perdices, por fin desde el 14 de julio en Argentina, ya no es estrictamente necesario hablar de amor. Qué buena noticia para los imperfectos de este mundo: va siendo posible ser tan desviado como el resto, tan egoísta, tan torpe, tan incapaz, tan superficial de querer tener un hijo porque sí, porque lo mandan el mercado, la tradición familiar, la moral capitalista. Y por amor, quién se niega al amor. Pero no el amor obligado a batirse en duelo mitológico con el demonio que resucitó desde las vetustas clases de catequesis gracias a esta Iglesia tan vintage, tan corta de imaginación.
Por amor, claro que sí, que dice su nombre cuando le dan ganas de decirlo y se calla cuando le pregunten cómo hará para que sus hijos salgan normales.
Cuánto alivio, cuánta reparación de dolores guardados puede haber en una pequeña modificación. Cuánto amor.
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