Viernes, 1 de octubre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Martín Granovsky
Desde Brasilia
Corría la segunda vuelta de café cuando Lula dijo: “La izquierda hace una opción por la democracia”. Y después agregó: “La que da los golpes no es la izquierda. No fue nadie de izquierda el que dio el golpe en Honduras”.
La frase de Lula fue parte de la conversación que aceptó mantener ayer por la mañana con varios medios, entre ellos Página/12.
Vale un dato: cuando el presidente brasileño lanzó esa definición, a media mañana, no parecía estar al tanto del alzamiento en Ecuador, porque nombró a Rafael Correa dentro de los procesos de cambio en el continente y no mencionó ninguna chirinada.
Vale otro dato: un diplomático latinoamericano que pidió reserva de identidad contó ayer por la tarde a este diario que a las 9 de la mañana se reunieron en la sede ecuatoriana de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Flacso, un grupo de expertos y militares, entre ellos parte de la plana mayor de la Inteligencia de Ecuador. Y, al parecer, no sabían nada.
Es muy pronto para evaluar seriamente qué sucedió y qué sucederá en Ecuador. Pero en un análisis a fondo conviene quitar de en medio alguna retórica heroica que no aclara en absoluto el entendimiento.
Rafael Correa no es Salvador Allende. No lo es en términos personales, pero sobre todo vive otro tiempo histórico. Cuando Augusto Pinochet derrocó a Allende el 11 de septiembre de 1973, los Estados Unidos de Richard Nixon y Henry Kissinger ya habían comenzado la cuenta regresiva para América latina. Con ayuda de la elite uruguaya habían impulsado el golpe en Uruguay, y tras el de Chile vendría el golpe argentino de 1976.
La situación actual es diferente. Por un lado, ninguno de los procesos de cambio en América latina planea una revolución socialista, ni siquiera por la vía pacífica. Por otro lado, Washington no tiene en sus carpetas un dominó que acabe con las democracias.
Es verdad que la Administración Bush alentó el golpe contra Hugo Chávez en 2002 y coordinó actividades con los empresarios que lo encabezaron. También es cierto que en junio del 2009 el gobierno de Barack Obama o estimuló o encaró con demasiada contemplación el golpe contra el presidente hondureño Manuel Zelaya y las elecciones viciadas que remataron en el triunfo de Roberto Micheletti. Brasil fue muy duro contra el golpe. También la presidenta Cristina Kirchner. Por eso la Argentina no reconoce al nuevo gobierno y Néstor Kirchner llama “señor”, y no “señor presidente”, a Micheletti cuando se lo topa en algún acto internacional, como la asunción del colombiano Juan Manuel Santos.
El alzamiento ecuatoriano de ayer, ¿puede ser comparado con los golpes de la década del ’70, con el intento de golpe en Venezuela en 2002 o con el golpe hondureño de 2009? En principio, no.
Tres elementos más a tener en cuenta:
- Las relaciones de Correa con los Estados Unidos están en su mejor momento desde que asumió, en 2006. Por eso ayer la embajadora norteamericana en la OEA, Carmen Lomellín, dijo que su país “respalda al gobierno democrático de Rafael Correa”. Y por la noche la propia secretaria de Estado, Hillary Clinton, expresó “apoyo total” a Correa y dijo que los Estados Unidos deploran “la violencia y la ausencia de legalidad”.
- El vecino más complicado de Ecuador, Colombia, varió de posición cuando Santos asumió en lugar de Alvaro Uribe. Como gesto, Santos hasta le dio el disco duro de la notebook del jefe muerto de las FARC, "Raúl Reyes", asesinado por tropas colombianas en territorio de Ecuador, lo cual desató una crisis diplomática que los dos países están suturando.
- Correa tiene más del 50 por ciento de aprobación popular, según las encuestas. En 2009 ganó su última elección en primera vuelta y su mandato se extiende hasta el 2013. Un record democrático si se tiene en cuenta que entre 1996 y 2006 ningún presidente había podido terminar su mandato. En 2009 el segundo, el ex presidente Lucio Gutiérrez, cuyo nombre circuló como presunto instigador de la rebelión de ayer, no había llegado al 30 por ciento de los votos.
Sería frívolo minimizar la crisis ecuatoriana, sobre todo cuando aún no se sabe si detrás del alzamiento policial hay un plan de la oligarquía costeña de Guayaquil. Por principio, además, cualquier riesgo para la democracia debe ser tomado en serio por Sudamérica, tal como hicieron ayer los países de la región: la debilidad de uno puede ser, si se la tolera, la debilidad de todos.
El indicio más urgente para evaluar cómo sigue la crisis es la seguridad personal del propio Correa. Y luego, si la crisis se resuelve bien, habrá que observar qué rumbo toma el presidente ecuatoriano. Una chance es que disuelva el Congreso y llame a elecciones para purificar su propio bloque, el de la Alianza País, que votó dividido el cambio de régimen para los policías. Otra chance es que ordene a sus cuadros políticos de confianza –que no abundan– el refuerzo del control institucional sobre los organismos del Estado. Por ejemplo, el control sobre esa policía que ayer quiso pasar a la historia como una peligrosa guardia bananera o, más acá, como la maldita Bonaerense del comisario Pedro Klodzyck.
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