Viernes, 1 de marzo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
El escritor y crítico literario se suma con una aproximación diferente, y en muchos sentidos inusual, al debate desatado por el memorándum con Irán, convertido en ley por Diputados en la madrugada de ayer.
Por Noé Jitrik
La ley mosaica, desde los más remotos tiempos, sostiene que de una madre judía sale un hijo judío y nada puede cambiar ese hecho. Desconfianza, quizás, en la probidad de las relaciones conyugales y, correlativamente, certeza por la simple razón de que sin madre no hay hijo. La mía lo fue y, por consecuencia, también lo soy yo: mis hijos, en cambio, cuya madre no es judía, no lo son aunque en ocasiones el apellido que portan hace creer a su Majestad el Otro que lo son. No se me escapa que esta deriva no habría implicado que en la Europa de 1940 no hubiéramos terminados todos, hijos y consorte incluidos, en las ingeniosas ocurrencias alemanas, me refiero a las cámaras de gas.
Mi comportamiento, no obstante esa carga teológico-genética, no hizo demasiado caso de ese aspecto, aunque mi fidelidad a mi familia y mi amor, sobre todo, por mi padre, fueron inquebrantables, sentimiento que si esos objetos de mi amor vivieran sería muy discutido. Sea como fuere, como ellos mismos no tenían una extrema devoción por los rituales que aseguran la continuidad de una devoción, yo me sentí desde niño en libertad como para mirar lo que me rodeaba sin el filtro de tal ritualidad. Debo reconocer, no obstante, que cierta manera de entonar las salmodias en las sinagogas me parecieron, ya adolescente y cuando la música empezaba a importarme, sumamente misteriosas y atractivas, muy árabes me parecían. ¿Quién habrá sido el que inventó esas salmodias, un judío básico o un árabe elemental? Ese gusto no descartaba otros equivalentes que no tenían como escenario las sinagogas de Iom Kippur: las Cantatas de Bach, la obra de Simone Martini, la Alhambra, las Catedrales, el Cantar del Mio Cid, Teotihuacán, los versículos de la Biblia y del Corán, en suma, el producto humano de un impulso divino: la divinidad, me parecía, estaba en todo eso, no en el Innombrable ni en su hijo predilecto ni en Wotan con su carga de violencia, ni en Tezcatlipoca ni en el grande Alá. ¿Debía sentirme en virtud de esos enormes atractivos un réprobo, un fugitivo de la fidelidad? No lo lograron, ni siquiera lo lograron conmigo los estalinistas que querían convencerme así como tampoco los dioses de la city porteña o de los poderes militares.
Mis padres nunca me parecieron preocupados por la cuestión de la identidad: si hay que referirse a la comida, al idioma, a la nostalgia, al humor corrosivo y a celebrar lo que el calendario impone, o propone más bien, seguían siendo judíos, pero no era que se preocuparan demasiado de la inmarcesible sustancia del dios Creador. Una vez que pasó el tiempo extraño que no quisieran introducirme en lo que me parece más propio del judaísmo, me refiero a la escritura: en eso me las tuve que arreglar solo y, por cierto, perdí mucho tiempo. Diría que tenían otros problemas a los que había que prestarles atención: en ese clima me crié de modo que cuando descubrí el paisaje, la llanura insondable, con el asombro que me perdura, cuando descubrí los libros que me siguen justificando, ellos no intentaron reconducirme por el venerable camino de la obediencia a los ritos o a las declaraciones de identidad: ningún diputado Bergman andaba por los alrededores para exaltar a la tribu. Tal vez eso hizo que la mirada del Otro que, como lo observó Sartre, “crea” al judío, me resbalara, nunca me di cuenta de que ese “otro” se dedicara a mirarme. Seguramente me equivoco y la mirada del “Otro” se ha posado sobre mí más de lo que yo lo hubiera advertido, “Hay golpes en la vida”, escribió Vallejo y nadie lo pudo contradecir. Pero, desde luego, eso no me impidió considerar dos hechos indudables; el primero, el papel que en el desarrollo de la civilización, por vía de descubrimientos y propuestas de todo tipo, habían tenido muchos judíos, desde los que en España habían filosofado o curado, pasando por un admirable Spinoza –que había padecido los rigores de una sinagoga implacable– hasta la cultura europea del siglo XIX, Heine, Mendelssohn, Marx, Freud y las vanguardias del XX; ninguno de ellos, me parece, abandonó sus ideas para ir a cortarse las vestiduras o ponerse anacrónicos sombreros o declarar “somos los mejores”, mientras se hacen seguir por mujeres con pelucas por vaya uno a saber qué misteriosa inteligencia. El segundo fue la suerte que corrieron millones de judíos arrastrados por la locura homicida de alemanes que decidieron no pensar y se dejaron llevar por la extraña creencia de que también ellos eran los mejores.
Vuelvo a la mirada del “Otro”: Sartre acertó con esa metáfora que abrió el camino para comprender que su historia viene de lejos: pocos se salvan de haberla ejercido lo cual, haciendo eso, generaba otro absoluto, la absoluta diferencia y aun algo más, el soberbio orgullo de ser el “Uno”. Se diría que en eso consistió el mecanismo de la Inquisición respecto de los judíos, mirar, ver, separar, condenar, mirada del ínfimo detalle como lo siniestro absoluto hasta culminar con ese “Otro” gigantesco y feroz que fue el nazismo. Pero, desde luego, la historia no se reduce a ese circuito, incluye muchos otros episodios visuales que retornan como la lluvia: los heteros con los homos en todas partes, los españoles en América, los europeos en Africa, los ingleses en Irlanda, los blancos con los negros y los indios, los burgueses con los proletarios, los hombres con las mujeres, la enumeración puede ser infinita y, por de pronto, es incesante.
Si bien a nadie se le puede prohibir mirar, puede decirse que hay miradas y miradas: el “Otro” puede cambiar de tónica y convertirse en el “Uno”, pero esa mutación es menos frecuente que lo que pretendería un humanismo integral y sin fisuras. Es claro que hay santos y otros de los que sin serlo emana un olor equivalente a tan alta cualidad pero también está la sospecha porque, sea como fuere, hay una cosa que se llama economía y otra que se llama política que algo tienen que ver con la conformación de dicha mirada.
Mi padre, según supe muchos años después, tuvo una ligera inclinación por ese movimiento que surgía cuando era apenas adolescente: el sionismo, que motivó su emigración a lejanas tierras ignotas, no porque no estuviera de acuerdo con la idea, sino porque al zarismo eso no le gustaba nada, era cultor del aislamiento sanitario de los judíos y gustaba de la exclusión y a él, a la recíproca, ninguna de esas cosas le gustaba. La época era propicia para una formulación de ese tipo: época de revoluciones en todo el mundo, en Argentina y en Rusia en 1905, en México en 1910, en Rusia en 1917, revolución era una palabra del vocabulario cotidiano, más o menos como en estos tiempos comunicación y en otros religión y ahora consumo. El sionismo, pues, era revolucionario y, como algunas de las otras, no todas, terminó por triunfar.
Y, como en todas las que triunfaron, tuvo que cambiar de carácter, organizarse como Estado; el propio Trotsky, que juraba por la “revolución permanente”, no ignoraba que ese paso era absolutamente necesario. En consecuencia, si la revolución es el puente necesario para llegar a un puerto soñado, de reducción de las injusticias, de satisfacción de las necesidades de todo el mundo, de eliminación del egoísmo y la discriminación, de cambio en las miradas, dicho puerto, llamado Estado, hace abandono de la revolución y construye una entidad capaz de llevar a cabo todos esos propósitos. No sé si esto es lo que reconocía Hegel, pero, más allá de sus ideas al respecto, es de una lógica histórica me parece que indiscutible, de tal manera que suponer una perduración del sentido revolucionario cuando la nueva entidad, el Estado, busca la manera de perdurar defendiéndose de los peligros que la acechan, entre los cuales el no menor es lo que otros Estados hacen a su turno, forma parte del ilusionismo o de la mala fe.
Cuando por fin, después de no pocas vicisitudes y de la derrota de los nazis y la correlativa revelación de sus atroces conductas, la ONU sancionó la creación del Estado de Israel las reacciones fueron diversas; no importa tanto la mía, que entonces estaba tratando de entender en qué mundo vivía y qué sería de mí, sino las previsibles: para unos, los que no podían creer, pero que tenían que admitir que el nazismo había sido cosa del pasado, la humillación era doblemente intolerable: el loco y sus secuaces puestos en el banquillo y condenados cuando habían soñado con ser los amos del mundo y, enfrente, triunfantes quienes debían en su lógica haber sido exterminados; para otros, por fin vendría un respiro a tanta persecución y muerte, una reparación que terminaría con siglos, precisamente, de humillación, aunque de otra índole; hubo sin duda quienes pensaron que eso no duraría, un pedazo de desierto entregado a un conjunto de sobrevivientes, qué se podía esperar. Los países que lo otorgaron es posible que lo hicieran para sacarse de encima una culpa junto con un problema, se sabe que donde hay judíos siempre hay problemas. Podría ser, incluso, que concibieron esa solución como otra “final”, un gigantesco ghetto sin mayores conexiones con el mundo, rodeado de feroces enemigos, en cierto sentido suicida.
No tardó demasiado tiempo ese joven Estado, cuya concreción había sido atípica, en desafiar todas las predicciones; más o menos socializante según las tradiciones europeas en principio inició una construcción prácticamente desde la nada, con gotas de agua sobre la arena, plantando árboles, concentrando saberes y apelando a las esperanzas de millones para los cuales se abría un horizonte de legitimidad, no ser ciudadanos de segunda en lugares en los que no funcionaba ni siquiera la asimilación, ese movimiento de entrega a, precisamente, lo Otro. Lo interesante era que no sería un estado teológico, concepto reservado a países primarios en los que los credos y las Iglesias constituyen el ingrediente principal de la identidad. Laico y democrático su fundamento residiría en un acto de justicia histórica, no en una condición señalada por la Biblia o las tradiciones. Pocos años después, seguramente porque los Estados vecinos no admitieron su existencia e intentaron durante décadas destruirlo –sin éxito por cierto– el poder de la religión en el Estado fue creciendo de modo tal que el inicial propósito pluralista vio acotarse su espacio y el país vio florecer, sin cubrir por cierto todo el espacio mental ni intelectual ni cultural, un fundamentalismo equivalente al de sus países vecinos que sostenían discursos homólogos, sólo que inspirados en otras deidades o en otras presuntas verdades. ¿Qué Dios es mejor o más verdadero? ¿De quién es la razón?
Menuda controversia, no se sabe con quién quedarse sobre todo cuando uno no creyó ni que el Estado tuviera que ligarse a una religión en ninguna parte ni que la religión fuera “el” indispensable para vivir en una sociedad aunque su cuota de incidencia en ningún lugar, ni siquiera en los países árabes, fuera total y absoluto aunque, por cierto, hay grados. En Israel votan en las elecciones, en Irán la palabra del ayatolá define gran parte de lo que hay que pensar, sentir o hacer.
Sin entrar mayormente en el análisis de esta perspectiva, ampliamente conocida, una de sus resultantes más notables es la convicción de que Israel no es sólo un país como otros, sino “la tierra de los judíos”; en consecuencia todos los judíos que siguen dispersos por el mundo gozan de o están condenados a esa condición; ciudadanos o no de otros países y por lo tanto, comprometidos con ellos, pese a las limitaciones que les imponen las religiones oficiales de tales países en caso de conflicto, si optan por lo que ocurre o necesita su país de residencia, son vistos como inconsecuentes y aun como traidores: ¿a qué clase de judío se le puede ocurrir, desde esa perspectiva, que es más importante para él la suerte del país en el que vive que la política israelí? Si lo entiende así y lo practica está cometiendo una falta grave de la que brota una culpa, difícil que consiga aclarar este punto y que sea respetado por su decisión. En ese esquema, la política israelí, o sus intereses, legítimos o discutibles, aparece como un deber ser ineludible, como si la madre que lo parió, cuya judeidad viene de hace siglos, siguiera tendiendo y tensionando el cordón umbilical que liga y ahoga a sus criaturas. De la genética a la política: me asusta.
Entiendo que este conflicto ha vuelto a ponerse en escena a propósito de los atentados que se produjeron en Buenos Aires, el que destruyó la Embajada de Israel, con vidas israelíes y argentinas dentro, el que destruyó la AMIA y se llevó la vida de casi noventa personas, argentinos todos, judíos o no. Era lógico que el Estado de Israel interviniera en el primer caso, la embajada era parte de su territorio, no lo era tanto en el segundo porque la AMIA es una entidad argentina, reconocida por la Argentina y, en consecuencia, salvo simpatizar y condolerse por el horrible atentado, toda la responsabilidad de hallar a los culpables y esclarecer el atentado era argentina, no israelí.
¡Qué duda cabe! En la investigación la Justicia argentina debe haber recurrido a servicios no argentinos, expertos en esta clase de crímenes, el Mossad, la CIA y acaso algún otro, cosa de la que tardaremos en enterarnos. Es comprensible que las víctimas hayan desconfiado de la probidad de funcionarios argentinos, policías, fiscales y políticos; se pudo pensar, es más, no sin fundamento, en la “conexión argentina”, pero, sea como fuere, corrupción mediante o no tanto, según los casos, la responsabilidad era, como es natural y está previsto en las leyes de todos los países, del gobierno argentino. Que en los 19 años no lo haya hecho con toda la eficiencia que habría sido necesaria parece un hecho, pero la crítica a la inoperancia no puede ser sustitutiva ni puede anular lo que sí se ha hecho, a saber la salida que se acaba de encontrar y que se discutió en el Congreso. No se trata de glosar lo que es de dominio público, pero no parece justo ni adecuado llenar de calificativos a funcionarios argentinos, “judíos traidores”, porque lo que el Estado de Israel considera tratar con uno de sus enemigos principales, para nada ilusorio por cierto, contagia las expresiones particulares que terminan por ser de una arrogancia tal como no se ha visto en ningún país del mundo. Según este modo de ver, y para tranquilizar a judíos que no escatiman insultos a la Presidenta, la Presidenta debería seguir a Israel en su enfrentamiento, romper con Irán y además, si fuera posible, declararle su hostilidad. Y ni siquiera con eso quienes, a partir de ese estado de ánimo, sostienen como pueden, en el Congreso, en diarios, redes, radio y televisión, que en la Argentina se está viviendo una dictadura espantosa, peor incluso que lo que se vivió entre 1976 y 1983, se tranquilizarían porque se arrogan una mirada de “Otro”, que no se satisface con nada, sólo con un extravío de la sensatez y una incapacidad de comprender alcances y límites de lo que puede hacer un gobierno.
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