Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
EL PAíS › LA IGLESIA CATOLICA Y SU IDEA SOBRE DELITO, IMPUNIDAD Y JUSTICIA
Como representante de un supuesto orden natural dictado por Dios, la Iglesia Católica juzga a la sociedad y a sus autoridades. Con tono de señoras indignadas los obispos emitieron un documento contra el delito y la impunidad y a favor de la ley y la justicia, al mismo tiempo que encubren a personal eclesiástico acusado de los más graves crímenes. En Ciudad del Este, además de un capellán cómplice de torturas, también se refugian sacerdotes pedófilos. Mugica, cuarenta años después.
Por Horacio Verbitsky
La autodefensa del obispo de Ciudad del Este por haber admitido en esa diócesis paraguaya al prófugo capellán del Ejército argentino Aldo Vara, con orden de captura internacional por complicidad con torturas a detenidos-desaparecidos en un campo clandestino de detención, puso en evidencia una vez más que el encubrimiento de los funcionarios eclesiásticos denunciados por distintos delitos no suele ser una actitud individual sino el resultado de decisiones corporativas, en la más vertical de las instituciones humanas. El obispo paraguayo Rogelio Livieres informó que había acogido a Vara a solicitud de su obispo, a quien no identificó. El Arzobispado de Bahía Blanca dijo que Vara ya había abandonado esa diócesis en 2001, dos años antes de que llegara el obispo Guillermo Garlatti, quien nunca tuvo contacto con él. Por lo que se sabe, Vara pasó esos años en en una residencia de la congregación fanática del Verbo Encarnado en San Rafael, Mendoza. ¡Oh casualidad!: el obispo de San Rafael era entonces Garlatti, quien fue sucedido en 2004 por Eduardo María Taussig. Un comunicado arzobispal agrega que cuando la Justicia solicitó su domicilio Garlatti “informó en forma inmediata y veraz, sin ocultar detalle alguno”, por lo que niega haberlo encubierto. Pero el administrador de la curia bahiense comunicó al Ministerio Público que el Arzobispado dio apoyo económico a Vara con remesas mensuales que cobraba un empresario apoderado del prófugo. Esos cheques que todos los meses el empresario Leopoldo Bochile cobraba en representación de Vara dieron lugar a una acusación del Ministerio Público fiscal contra Garlatti. Hayan sido Garlatti o Taussig, no hay dudas de que la Iglesia protegió a Vara, como ya había hecho con Christian von Vernich, quien se escondió durante siete años en Chile. Daba misa en la parroquia de Quisco, con su nombre de pila pero el apellido González, para eludir el juicio en el que finalmente fue condenado a prisión perpetua. No sólo la Iglesia: ni una línea de esta historia fue publicada por Clarín y La Nación, que tienen otras prioridades.
Varios estudiantes sobrevivientes del campo La Escuelita informaron sobre la presencia de Vara y el rol que cumplía en el dispositivo dictatorial. Los torturados le pedían que informara a sus padres dónde estaban pero el sacerdote no lo hacía. Cuando una familia supo por otra vía que su hija estaba allí le entregó a Vara un paquete con abrigo y alimentos, pero el capellán se negó a entregarlo y los tranquilizó diciendo que estaba bien, aunque sabía de las torturas que padecía. A quienes saldrían en libertad los disuadía de narrar sus padecimientos y al dejar su cargo escribió que estaba orgulloso de lo actuado. Vara fue detenido en Paraguay una semana antes de la primera reunión del año de todos los obispos argentinos, entre quienes están Garlatti y Taussig. El Episcopado, que al comenzar el encuentro emitió una declaración sobre la droga y al clausurarlo se pronunció sobre la violencia, la pobreza, la corrupción, los consensos y las políticas de Estado, no dijo una palabra sobre este escándalo en sus propias filas. La declaración dice que la sociedad está enferma de violencia, que los lazos sociales han sido “dañados por el delito, la impunidad y la falta de ejemplaridad de quienes tenemos alguna autoridad”, mientras que “la obediencia a la ley es algo virtuoso y deseable”. Los prelados también entienden que “la lentitud de la Justicia deteriora la confianza de los ciudadanos”, que burlarla o esquivarla “es inmoral” y proponen “recuperar el compromiso con la verdad, en todas sus dimensiones”. El presidente de la Conferencia y Arzobispo de Santa Fe, José María Toté Arancedo, fue uno de los obispos que hace once años consagraron a Garlatti. Jorge Mario Bergoglio consagró a Taussig, discípulo del filósofo del nacionalismo oligárquico, Carlos Saccheri. Esta serena coexistencia entre grandes palabras y hechos miserables sólo se explica por la concepción que la Iglesia Católica tiene sobre sí misma y sobre su relación con las instituciones de los Estados en que actúa. Los obispos se arrogan la única interpretación válida de un presunto Orden Natural y de una ley moral inscripta en cada persona por el Dios cuya franquicia les ha sido otorgada en exclusividad. Este principio implica una solapada desconsideración por la República y la democracia y es subversivo del orden constitucional secular y pluralista que se ha dado el país.
Mientras esto ocurría en la Argentina, la complicidad eclesiástica fue abordada en Ginebra por el panel de expertos de las Naciones Unidas que supervisa la aplicación de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de la que el Estado de la Ciudad del Vaticano es signatario desde 2002. Hace tres meses, también en Ginebra, el comité que supervisa el cumplimiento de la Convención sobre los Derechos del Niño acusó a la Santa Sede de aplicar un código de silencio y no castigar a los agresores ni a los encubridores. Luego de interrogar durante una larga jornada al arzobispo Silvano Tomasi, el Comité emitió en febrero un documento en el que exige la separación de sus cargos de los culpables y sospechosos de pedofilia y su entrega a la justicia penal. Pero la semana pasada el Comité contra la Tortura fue más allá. Al considerar los abusos sexuales como uno de los tratos crueles, inhumanos y degradantes que la Convención equipara a la tortura, respaldó la posibilidad de juicios penales y civiles imprescriptibles. Tomasi replicó que el Vaticano sólo era responsable por la aplicación del Tratado a los nueve centenares de habitantes de ese microestado de 44 hectáreas, que Benito Mussolini cedió a Pío XI por el pacto de Letrán de 1929. De este modo, se desentendió de cualquier responsabilidad por los abusos cometidos en los demás países del mundo por más de un millón de obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. Sin embargo, Tomasi hablaba desde una banca identificada con un letrero que decía Santa Sede, que es la persona jurídica que maneja las relaciones internacionales y que constituye la única monarquía absoluta del mundo, en la que una misma persona es titular de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cuyas decisiones deben acatarse como palabra sagrada. La politóloga estadounidense Felice D. Gaer, vicepresidente y relatora del Comité, le formuló preguntas concretas sobre cantidad de abusos cometidos y de sanciones a sus responsables. También dijo que ningún estado miembro había intentado antes limitar el cumplimiento de la Convención a sólo una subdivisión de ese estado. Al día siguiente, Tomasi debió presentar la respuesta: en 3.420 casos investigados durante la última década fueron sancionados 2.572 sacerdotes con distintas penas que no describió y 884 apartados de su ministerio. Mientras Tomasi se debatía en la ciudad que desde hace cinco siglos impregna la implacable ética calvinista, en Roma el portavoz del Vaticano Federico Lombardi dijo que vincular los escándalos de pedofilia con la cuestión de la tortura era un intento engañoso y forzado de organizaciones no gubernamentales “con un fuerte carácter ideológico”. El subtexto de esta afirmación es que Gaer preside el Instituto Jacob Blaustein para el Progreso de los Derechos Humanos del Comité Judío Estadounidense. La otra ponente que exasperó al representante del Vaticano fue Katherine Gallagher, abogada del Center for Constitutional Rights de Nueva York, quien representó a la Red de Sobrevivientes de abusos sexuales por parte del clero católico. Para el Vaticano la presencia en Naciones Unidas es una cuestión de poder y prestigio, pero nunca antes le habían exigido que además cumpliera con los compromisos adquiridos y pusiera bajo examen su conducta como cualquier estado. En diciembre, el Papa Francisco instaló una comisión presidida por el arzobispo de Boston Sean P. O’Malley, para asesorarlo sobre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Boston es la ciudad estadounidense donde las denuncias de pedofilia llevaron a la quiebra a la Arquidiócesis por el pago de indemnizaciones y a la renuncia de su anterior responsable, cardenal Bernard Law, quien fue trasladado a Roma para protegerlo de demandas por encubrimiento. Para el Center for Constitutional Rights, las víctimas son escépticas sobre esa iniciativa, ya que “la Santa Sede en forma sistemática ha eludido una verdadera rendición de cuentas y una reforma seria” y en vez de luchar contra los abusos sexuales trató de frustrar las investigaciones y a menudo fue cómplice al permitir que los sacerdotes pedófilos siguieran en contacto con niños. El record de los tres últimos papas justifica esas prevenciones. Karol Wojtyla protegió hasta su muerte a Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y acusado desde la década de 1940 por episodios de pedofilia. Desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger aplicó durante dos décadas el decreto Crimen sollicitacionis, por el cual los acusados de abusos sexuales debían ser trasladados a otra diócesis para proteger la reputación del sacerdote mientras se investiga, sin dar aviso a las autoridades civiles. Escrito en latín, impone la obligación de guardar secreto al sacerdote señalado, a cualquier testigo y a la propia víctima, bajo pena de excomunión.
En 2001, Ratzinger lo modificó, para atribuir al Vaticano competencia exclusiva en casos de abusos sexuales, es decir reforzar el secreto. Bergoglio protegió en forma persistente al sacerdote Julio César Grassi, condenado por la Suprema Corte de Justicia bonaerense, y encargó un análisis crítico del fallo al jurista Marcelo Sancinetti, dos tomos de mil páginas que sólo circularon en una edición privada con la que el Episcopado presionó a los jueces que debían entender en las apelaciones. Sancinetti llega a comparar la condena a Grassi con los procesos por brujería de la Edad Media, lo cual es imaginable que haya provocado sonrisas incómodas entre los comitentes de la obra.
“Rogelio Livieres es la oveja blanca de una familia morocha”, ironiza alguien que trató con todos sus integrantes. “El padre del obispo, Carlos Livieres Banks luchó toda su vida contra la dictadura de Stroessner, estuvo prisionero durante años hasta que logró escaparse.” Es una ironía de la historia que el hijo del perseguido sea el obispo de la ciudad que hasta la muerte del dictador se llamó “Presidente Stroessner”. Por la actividad política del padre, la familia se exilió en Corrientes, donde nacieron todos los hijos. “Dos hermanos del obispo, Jorge Alberto y Carlos Lorenzo Livieres, murieron combatiendo a la dictadura argentina. El menor, Benjamín, fundó el Partido de los Trabajadores en Paraguay”, dice el conocido de la familia. En cambio, Rogelio se ordenó en 1978 y fue el primer numerario del Opus Dei en Paraguay. Su tío Jorge Adolfo Livieres Banks también fue obispo, en la diócesis de Encarnación, de la que debió retirarse en 2003 ante acusaciones de abusos sexuales, que nunca admitió. Rogelio fue designado obispo de Ciudad del Este la semana en que se cumplió un año del retiro del tío. Fue uno de los opositores más vocales a la candidatura presidencial de su ex colega Fernando Lugo.
Su hermano Jorge Alberto murió a los 23 años, en el ataque montonero al Regimiento de Infantería de Monte de Formosa, en octubre de 1975. Era militante de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) en Corrientes, donde vivía con su mujer y un bebé de meses. Por decisión del juez Leandro Costas, que intervino en la causa por el fallido copamiento del regimiento, sus restos no fueron devueltos al hermano entonces seminarista que los buscó junto con su madre, sino enterrados en una fosa común en el Cementerio Norte de Formosa. El otro hermano, Carlos Lorenzo, fue asesinado a los 27 años por fuerzas del Area de Seguridad 612. El 18 de febrero de 1976 en el barrio Candiotti Norte de Santa Fe, durante una cita nacional de Montoneros, intentaron secuestrarlo. Livieres se resistió, fue baleado por la espalda y conducido al hospital Cullen. La Comisión paraguaya por la Verdad y la Justicia le asignó un legajo como víctima de desaparición forzosa, ya que su rastro se perdió en el hospital. También tenía una hija. Livieres no es el único obispo del Opus Dei que tiene familiares asesinados o detenidos-desaparecidos. Lo mismo ocurre con el diocesano de San Juan, Alfonso Delgado. Uno de sus ocho hermanos, Peter Delgado, quien provenía de la militancia socialcristiana y guardaba el archivo montonero de Rosario fue detenido-desaparecido en julio de 1976. “En mi familia, desde un primer momento decidimos perdonar. Nos hizo mucho bien.” Los compañeros de militancia dicen que el entonces sacerdote no hizo ninguna gestión para encontrar a su hermano, pero él lo niega. Por entonces el Episcopado no veía una sociedad enferma de violencia sino “un gran renacer de la Nación” fundada “en Dios”, y exhortaba a trabajar “en la restauración del ser nacional”, para lo cual habría que “pagar una cuota de sacrificio”, según dijo su presidente en abril, celebrando el golpe del 24 de marzo.
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