Domingo, 21 de junio de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
La construcción de la fórmula Scioli- Zannini cerró drásticamente la interna del Frente para la Victoria. La precandidatura de Randazzo intentaba representar el espíritu transformador y conflictivo de la experiencia kirchnerista frente al talante moderado –o conservador para algunos– del gobernador bonaerense. No tenía ningún sentido continuar el intento, una vez que quien es uno de los cuadros más cercanos a la Presidenta fue designado como compañero de fórmula del adversario. Sería interesante discutir sobre el valor que hubiera podido tener esa disputa interna; quien firma este comentario consideró en su momento que era una excelente oportunidad para un debate político. No solamente para conocer el pensamiento de uno y otro precandidato sino para escucharnos entre quienes tenemos una posición favorable al proyecto político que gobierna el país desde hace más de una década. Sin embargo, una vez tomada la decisión que alteró todo el escenario político, la discusión sobre la interna se ha vuelto abstracta y solamente interesante en términos teóricos: hoy el FpV tiene una fórmula presidencial. Conviene seguir la huella estratégica de esa decisión para tratar de pensar el tipo de posibilidades y tensiones que surgen de ella.
La gran clave de la perdurabilidad del kirchnerismo fue y es la combinación de la contención de la estructura justicialista y la apropiación simbólica de la tradición peronista con la capacidad de sostener una dinámica política transformadora. Ninguno de esos dos componentes alcanza por sí solo: el kirchnerismo no aceptó en ningún momento ser recluido en el lugar de una fuerza testimonial y pasajera ni en el del peronismo del orden y la gobernabilidad sin aliento transformador. No es una combinación dictada por ningún manual de ciencia política sino la historia misma de la construcción de los liderazgos de Néstor y Cristina Kirchner. Néstor llegó a la presidencia como delfín de Eduardo Duhalde representando uno de los tres “sub-lemas” justicialistas; la crisis de la sucesión de Menem –inserta además en un cuadro crítico de la política argentina– creó una oportunidad inesperada para el entonces gobernador de Santa Cruz, que poco antes había empezado a reagrupar un espacio de centroizquierda desde el exterior del justicialismo. Con la asunción, después de un triunfo opacado por la maniobra deslegitimadora de Menem al negarse a competir en segunda vuelta, empieza el complejo y delicado ajedrez de las relaciones entre el añejo dispositivo creado por Perón y el vástago que había nacido de él en las circunstancias del más grande descalabro nacional atravesado en mucho tiempo. A diferencia de otros procesos emergentes en América latina, la agenda posneoliberal no se abrió en nuestro país de la mano de una expresión de cuestionamiento raigal del sistema de partidos vigente durante el neoliberalismo sino de una de las estructuras “tradicionales” del bipartidismo argentino. Una estructura que había pasado por la experiencia de una derrota en la elección que reinauguró la democracia y por la de haber sido la base política de sustentación de la reconversión neoliberal en la Argentina. Se dice con razón que el peronismo como movimiento y como memoria histórica no puede ser reducido a la estructura del partido justicialista; hubo peronistas que resistieron el giro conservador de los noventa. Pero no puede ignorarse la importancia decisiva del partido: en una democracia representativa es el único camino al gobierno y, por lo tanto, el discurso partidario es el que sustenta las aspiraciones de poder. El peronismo ganó elecciones y gobernó en la década del noventa con un discurso neoliberal.
Néstor Kirchner construyó su legitimidad sobre la base del antagonismo con el pasado neoliberal. Es decir, el peronismo había vuelto a emerger como fuerza de gobierno de la mano de la crisis terminal que había sido provocada por el proyecto neoliberal. Los años del gobierno del santacruceño están marcados por la búsqueda de fórmulas políticas novedosas –de la transversalidad a la concertación– que pudieran constituir respuestas políticas a la crisis de representación que acompañó el múltiple derrumbe de 2001. Nunca, sin embargo, el presidente dejó de conducir la estructura del PJ, que poco a poco se fue revelando como la forma orgánica real de la disputa por mantener y reproducir el poder político. Curiosamente, fue en los años de conflicto político más agudo, a partir de la rebelión de las patronales agrarias en 2008, cuando el kirchnerismo decidió activar los mecanismos de funcionamiento del partido. El control de la estructura justicialista se combinó con una nueva articulación del discurso político, que volvió sobre los símbolos constitutivos de la identidad peronista –las clásicas banderas del peronismo– como soporte ideal de un proceso político en el que la cuestión nacional, la idea de justicia y de soberanía habían recuperado su lugar. Acaso sea en esa compleja trama de las relaciones entre los líderes de la experiencia política argentina de estos doce años y la estructura justicialista donde haya que buscar el motivo del éxito de Scioli, la razón por la que el kirchnerismo tomó el pasaje Scioli.
La imposibilidad constitucional de la reelección presidencial abrió la cuestión de la sucesión en el peronismo. Las elecciones legislativas de 2013 son un hito clave, ahí se partieron las aguas: mientras Massa se desprendió de la estructura con el proyecto de capturarla desde afuera y colocarla contra el gobierno, Scioli –cuyos cabildeos de entonces fueron ampliamente registrados por los medios– decidió mantenerse, tal como lo había proclamado en 2012, como candidato desde el interior del oficialismo “siempre que no sea posible la reelección de Cristina”. Hay que decir al respecto que la candidatura del bonaerense fue clave para el fracaso del operativo de captura de esas estructuras que se proponía Massa. Scioli pudo jugar un papel de garantía en la doble dirección: la de contribuir a defender y sostener los recursos políticos de la Presidenta y, al mismo tiempo, preservar el espacio del peronismo territorial en el futuro político. Es decir que el fracaso del tigrense y el éxito de Scioli son las dos caras de una misma moneda. Y no estamos hablando de un detalle menor: solamente hay que imaginarse en qué condiciones llegaríamos a las elecciones si hubiera tenido éxito el intento de aislamiento del Gobierno respecto de sus soportes territoriales de poder. Hubiera sido la tormenta política perfecta, la consumación del plan A de los poderes fácticos: vaciamiento político del Gobierno, caos económico y desorden callejero. Así se creaban las condiciones para una nueva hora cero del capitalismo argentino con ajuste ortodoxo justificado por razones de fuerza mayor y escarmiento efectivo para cualquier intento futuro de retomar el camino del “populismo autoritario”.
De manera que la reconocida ambigüedad de Scioli, la que le permitió ser vicepresidente de Kirchner y gobernador del principal distrito del país sin dejar de suscitar confianza entre los grupos de poder económico concentrado, es funcional a otra ambigüedad, la de las relaciones entre kirchnerismo y peronismo. Su candidatura es la que mayor esperanza crea en todo el espacio de alcanzar una victoria en la elección de octubre, lo que elevaba altamente los costos de tomar por otro camino: pagar el precio de una derrota electoral del movimiento en su conjunto a causa de una decisión a favor de una de sus partes era un camino que facilitaba la estrategia conservadora de reducir la experiencia kirchnerista a un malentendido fugaz y rápidamente reversible en el interior del peronismo. Por otro lado, el Scioli entusiasta defensor de las políticas gubernamentales que emergió en la última etapa contribuyó a la consolidación de la centralidad de la Presidenta y a la gran posibilidad de que aun fuera del gobierno Cristina pueda conservar un alto nivel de autoridad política en el movimiento. La incorporación de Zannini a la fórmula opera como un importante refuerzo de la estrategia, tanto por el inequívoco mensaje de continuidad y profundización del rumbo que emite, como por el rol práctico que puede cumplir en el eventual escenario de un triunfo del Frente para la Victoria en octubre.
Se insinúa un nuevo contexto para la cuestión de la sucesión peronista. Hay una presidenta que deja el gobierno en condiciones de gran fortaleza política y un candidato que acepta o adopta (para el caso da lo mismo) una lucha electoral con un fuerte compromiso simbólico a favor de la continuidad del proyecto político gobernante. Además está la madre de todas las premisas, que es la alta probabilidad de un triunfo. ¿Está garantizada la continuidad del rumbo político de estos años en el futuro inmediato, en el caso de que gane Scioli? La pregunta, que circula hoy de modo intenso, entre los partidarios del gobierno es políticamente impertinente. Sencillamente porque la política no tiene garantías hacia el futuro. Imaginémonos si nos hubiéramos preguntado si la fórmula Kirchner-Scioli garantizaría todo lo que ocurrió en el país en los últimos doce años. Claro que el acuerdo político alcanzado tiene en su interior garantías y contraprestaciones. Tiene, entre otras cosas, la vicepresidencia y la composición de los bloques legislativos con una gran influencia de la presidenta. Pero todas esas son herramientas. Como tales dependen de la continuidad del impulso transformador en la sociedad argentina y del liderazgo de Cristina Kirchner. Definitivamente el kirchnerismo no es un objeto fijo, una estructura, una táctica ni una orgánica. El kirchnerismo es una dinámica política. Convulsiva, conflictiva, contradictoria, transformadora. Propia de una época histórica de crisis mundial de un paradigma económico, cultural y político y de transformaciones que recorren el mundo. Heredera a la vez de las grandes corrientes nacionales y populares argentinas, el peronismo en primer lugar.
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