Viernes, 16 de octubre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Carlos Raimundi *
Parte de la extraordinaria herencia que recibirá el nuevo gobierno, pero fundamentalmente nuestro pueblo, al cabo de estos doce años de proyecto nacional y popular kirchnerista (aunque la Presidenta sea remisa a ponerle un apellido), está en el nuevo panorama que ofrece el sistema universitario argentino.
Esto, no dicho sólo desde la disponibilidad de mayor infraestructura universitaria para los miles y miles de nuevos matriculados en su mayoría provenientes de hogares humildes, sino que constituye todo un reto a la pesadez de buena parte de las grandes universidades preexistentes, por caso la UBA, La Plata, Córdoba o Rosario. Universidades a las que se atribuye prestigio internacional, en algunos casos por sus méritos, pero en otros por haber desempeñado un papel de convalidación de las categorías impuestas por los grupos sociales y económicos de carácter dominante.
Las nuevas universidades han conmovido la hegemonía ejercida históricamente en la conducción del sistema, por sectores del progresismo liberal expresados habitualmente por el partido radical, bajo pretexto de expresar los principios de la reforma universitaria de 1918. La vigencia o no, de la reforma de 1918, en cuyos parámetros confieso haberme formado como dirigente universitario, plantea como uno de sus estandartes la autonomía universitaria. Esta, a lo largo del tiempo, fue circunscribiendo su alcance al poder político de turno. Pero si abrevamos en sus propias raíces, el haberle arrancado a la cúpula de la Iglesia Católica el manejo de las universidades, la esencia misma de la autonomía estaba referida a la independencia respecto del poder de clase, que tanto ideológica como económicamente expresaba la cúpula eclesiástica. Tanto no se trataba de autonomía respecto del Gobierno, que fue precisamente gracias al clima político instalado por el gobierno popular de Hipólito Yrigoyen que aquella reforma fue posible.
El desafío del momento no es confrontar con la reforma del 18, sino resignificar sus postulados esenciales como la autonomía y la laicidad. Y completarlos con otro principio fundamental para la universidad popular, que es el de la gratuidad de la enseñanza universitaria, implantada por el decreto 29.337/49, bajo la primera presidencia del general Juan Domingo Perón. En términos políticos, se trata de una expresión más de la coherencia histórica entre las etapas conducidas por los grandes movimientos populares. Por eso, esta etapa del movimiento nacional y popular también se corresponde con un avance inocultable de una institución vital como la universidad pública y gratuita.
Un avance que debe reflejarse en la formación de miles de estudiantes mucho más comprometidos que sus antecesores con un modelo productivo, y no con la mera investigación teórica, que solía estar al servicio de los sectores privados que la requerían, y no de las necesidades del pueblo que financia con su trabajo el sistema universitario. Y con la formación de un nuevo segmento social que por nivel de conocimientos y de ingresos, debería englobarse en lo que se conoce como clases medias. Pero que, ante esta nueva realidad, debería expresar un comportamiento mucho menos individualista y mucho más agradecido a las políticas públicas que le permitieron ese ascenso social, esa movilidad ascendente.
Y, por último, que estas nuevas universidades ayuden a sacar de sus moldes tradicionales a las grandes universidades preexistentes, a ensanchar los espacios innovadores que trabajosamente tratamos de abrir en algunas de ellas.
Como docente universitario que ganó su primer concurso de oposición en La Plata hace 27 años, no puedo dejar de señalar que en mi materia –Derecho Político– todavía predominan muchas de aquellas categorías legitimadoras de los poderes dominantes y no de los intereses y necesidades concretas de nuestro pueblo. En muchas de nuestras cátedras se sigue impartiendo la historia de las ideas políticas desde la referencia cronológica de edad media, moderna y contemporánea, que remite exclusivamente a la realidad europea, pero que nada tiene que ver con la realidad histórica de nuestro continente, ni de otras latitudes que se están integrando a una nueva interrelación a nivel global como las culturas orientales.
Muchas de nuestras cátedras comparten la idea de que la Argentina debe priorizar su relación con las principales potencias capitalistas por ser la cuna de nuestras ideologías, aunque hoy son las causantes de la miseria y el desamparo que se resume en aquella conmovedora fotografía del niño sirio muerto al intentar ingresar en Europa, esa Europa liberal que trastrocó aquel Mediterráneo de Serrat en la fosa común más extensa de estos tiempos. Y rechazan que nuestro país se relacione con los que el poder considera Estados villanos, sin sacar las cuentas de cuál es el Estado que fabrica más armas, que ha matado más inocentes y que ha financiado más dictaduras.
Muchas de nuestras cátedras siguen ubicando como paradigma político a las repúblicas liberales que supimos importar sin atender a nuestra propia sociología, sistemas creadores de una pila de mediaciones que tergiversaron absolutamente la voluntad de nuestros pueblos. Y desprecian al llamado populismo latinoamericano, que nada tiene que ver con la xenofobia (la xenofobia es, más bien, lo que está expresando la Europa “liberal” de nuestros días), y no es otra cosa que el acortamiento de la distancia entre la voluntad popular y las decisiones políticas adoptadas por sus líderes.
En definitiva, enhorabuena el desafío de las nuevas universidades nacionales, publicas, gratuitas y populares, para la construcción de un mejor futuro para la Argentina y para la región.
* Diputado nacional Frente para la Victoria.
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