EL PAíS › TRES PRESOS RELATAN LOS ABUSOS QUE SUFREN EN EL PENAL DE MAGDALENA
La oscura vida en el penal de la muerte
La revuelta del sábado, dicen los convictos, pudo ser armada por los penitenciarios: pusieron presos de mala conducta en un pabellón con detenidos de buen comportamiento. Los que no quisieron pelear habrían iniciado el fuego. Historias de abusos y explotación tras las rejas.
Por Raúl Kollmann
“Metieron cachivaches (presos de mala conducta, peligrosos, violentos) en el módulo de autodisciplina. Los mandaron al choque. Sabían perfectamente que iba a haber pelea, porque algunos de los cachivaches estaban fajados, listos para pelear. Todo lo armó la Gorra (los hombres del Servicio Penitenciario) y después se les fue de las manos. Los pibes que no querían pelear trataron de salir, no los dejaron y ahí, algunos de la bronca, del odio, de la protesta, de la desesperación por salir, les prendieron fuego a los colchones para que les abran la puerta que da a un patio. No es que desde ese patio uno se puede escapar. No hay ninguna chance, todo es cerrado, con rejas y está lejos del muro. Pero igual no les abrieron.” El hombre, cortado en los brazos, mide casi dos metros y debe pesar 120 kilos. Hace seis años que está en Magdalena y conoce la Unidad y el módulo al milímetro. Así, El Oso (no es su verdadero apodo), junto a otros dos internos de Magdalena, le relataron a Página/12 la siniestra vida de un penal en el que –según ellos revelan en detalle– funciona un desarmadero de autos, una fábrica clandestina de muebles, se arroja a los presos sin experiencia (los giles) al dominio de los cachivaches, para que éstos los destrocen, y luego los oficiales del Servicio Penitenciario les dan una supuesta protección a cambio de dinero y toda clase de mercancías y abusos.
La crisis penitenciaria nacional estalló esta vez en Magdalena, pero los relatos se confunden con el de las mujeres hacinadas en un container en Jujuy, en Córdoba o Coronda y las denuncias en la Justicia sobre las cárceles federales.
“Arriba del módulo, en un lugar que se llama la matera, está el encargado –describe el más bajito de los tres detenidos que hablaron con este diario–. El ve todo lo que pasa con los que están ahí. Así que cuando meten los cachivaches ya saben que va a haber pelea y encima el de la matera está ahí mirando. Cuando los del módulo (de autodisciplina) le dicen que se va a armar goma, el otro les sale con que ahora no puede hacer nada, que mañana hablen con el jefe del penal y todas esas cosas. Pero a los cachivaches los mete el jefe del penal, así que no hay nada que hacer. Y el de la matera ve que empieza el quilombo, tiene el teléfono al lado, pero deja hacer a los cachivaches. Después todo se va al carajo.”
–¿Pero para qué les sirve meter a presos peligrosos con presos tranquilos?
–A veces no sabés. Por ahí hay mucho “ruido” (conflicto) en un pabellón de máxima (seguridad) y entonces rompen el pabellón (separan a los presos). Sacan a un grupo de los cachivaches y, de golpe, te los meten en el de autodisciplina. Otra veces quieren ellos armar el lío, que haya un gran tumulto, y así consiguen que no les manden más gente. Como hay muchísimos internos, la Gorra trata de que no les metan más. Y no sé si quieren el lío por razones políticas o por problemas del Servicio. Lo único que podemos decir es que te meten los cachivaches y saben que es para quilombo, lo ve el de la matera y lo deja correr. Después se les fue de las manos.
En el módulo de autodisciplina están los que trabajan o estudian y tienen buen concepto o “conducta”, como se le dice en la jerga carcelera. Igual, el ambiente tiene cierta tensión, porque son 60 internos, con una sola cocina, hacinamiento, recelos y envidias. En las vísperas del Día de la Madre o después de una visita como la del sábado, a veces la tensión sube todavía más porque algunos internos recibieron víveres de sus familiares, mientras que otros quedaron como parias, sin visitas. Las pastillas y la “pajarita”, una especie de sopa de alcohol, agudizan el mal ambiente, pero nada pasa a mayores si el SP mantiene el control. El ínfimo equilibro termina de romperse con la llegada de cachivaches. Más allá de la circunstancia en la que empieza el drama del sábado a la noche, el trasfondo es el mundo sórdido que los presos relatan. La extorsión, maltrato, autoritarismo y, sobre todo, explotación del preso y su familia provocan una situación de odio al borde de la explosión.
Estas son algunas de las mecánicas:
- A los presos sin experiencia (giles), los jefes del SP los meten un día en un pabellón de cachivaches. “Tomá, te mando un gato para que me lo saques”, les dicen a los capangas más peligrosos y violentos. Como es obvio, el monono (así les dicen también a los presos nuevos y lindos) corre peligro de que lo violen o lo destrocen. Pide ayuda a los gritos y entonces los hombres del SP le dan la protección, lo cambian de pabellón, a cambio de algo: dinero, mercancía en cada visita e incluso presión para mantener sexo con su esposa o hermana.
- “Mire, yo le di una mano y lo puedo seguir ayudando –dice el hombre de uniforme–, pero, bueno, dígale a esa hermana que vino ayer que venga a verme acá a la oficina.” A partir de ese momento, la cita luego se hace afuera.
- La ofensiva sobre alguno de los giles o mononos y el acoso respecto de sus hermanas y esposas se da también ante la mirada aprobatoria de los penitenciarios, en el propio momento de la visita. El lugar donde concretan el salvaje apriete es en el baño.
- La presión sobre el preso consiste también en darle privilegios a la hora de las visitas, alterando el orden en el que llegan o dejándole pasar cosas. En los casos más light, la cuestión tiene que ver con comida, pero lo central es el ingreso de droga, embolsada en un profiláctico, dentro de la vagina de la familiar.
- Muchos presos tienen pareja, pero no están casados, por lo que tienen dificultades para tener “visita higiénica”, el derecho a tener relaciones sexuales con su pareja. Eso también se arregla en Magdalena a cambio de dinero o ventajas para los oficiales.
- El movimiento de un pabellón a otro, de más peligrosos a menos peligrosos, es un instrumento de extorsión constante en Magdalena. “Te voy a tener que sacar de ahí, porque me llegó otro que viene recomendado”, argumentan cuando quieren presionar a un interno para que su familia entregue algo.
- Algunos de los presos entrevistados por este diario sostienen que después de la visita hay una especie de cola con “morochas” (bolsas de residuos negras) con elementos que se entregan a los oficiales.
- La cuestión del trabajo levanta polémica. Los internos sostienen que los hacen trabajar –por ejemplo en la limpieza, la sanidad, el taller, la carpintería– a cambio de diez pesos mensuales en horarios que van de ocho de la mañana a cinco de la tarde. El trabajo da cierta libertad de entrar y salir del pabellón, trae privilegios a la hora de las visitas, pero constituye un régimen de explotación y servilismo de los oficiales. Uno de los entrevistados por este diario sostuvo que incluso trabajó como lustrabotas de los penitenciarios.
- Según los tres presos entrevistados por este diario, en el taller mecánico de Magdalena entran autos privados destartalados y salen casi nuevitos, con repuestos flamantes que son introducidos de forma clandestina en el penal.
–¿Es un desarmadero? –preguntó Página/12.
–Ahí lo que se hace es armar el coche con el trabajo de presos a los que no nos pagan nada, aunque te dan privilegios a la hora de las visitas.
- La carpintería también es denunciada por los internos. Aseguran que fabrican muebles que se venden después en mueblerías comerciales, o sea que se montó un negocio clandestino con trabajo gratuito de presos.
- Hacen figurar que distintas personas limpian, por ejemplo, cuatro lugares distintos, mientras que la realidad es que un solo preso limpia todo. El escaso dinero de la diferencia se lo quedan.
En la Argentina hay pabellones en los que conviven 90 violines (violadores) o anticonchas (homicidas de mujeres), que tienen penas altísimas, con diez giles que robaron un almacén. O están los mononos que dependen de los cachivaches. Unos están sometidos y, otros amparados por un poder que se enriquece explotando al preso. Desde hace seis años –cuenta El Oso– vive en la cárcel con una obsesión tan elemental que asombra: “Quiero salir vivo, nada más”.