Viernes, 9 de junio de 2006 | Hoy
- En el Gran Salón donde transcurren las audiencias, para los espectadores está prohibido hablar, tipear o entrar y salir a piacere. Una alfombra roja con dibujos de colores que abarca todo el recinto, del techo penden arañas con miles de caireles. Sólo se habla en inglés o francés. Al costado hay una cabina con tres empleados que hacen la traducción simultánea a uno u otro idioma.
- En los recreos de diez minutos, la gente sale desesperada al pasillo. En uno de los corredores hay bustos, entre ellos el de Gandhi, Nelson Mandela y Carlos Calvo. “¿Será o no será?”, dudaban los argentinos cuando pasaban al lado de la estatua de este jurista, historiador y diplomático nacido en Uruguay –argentino por adopción– que formó parte del Instituto de Francia, por donde habían pasado Benjamin Franklin, Abraham Lincoln y el emperador Pedro III.
- Los jueces casi ni hablan entre ellos, algunos no pueden evitar caer en un sueño repentino. La presidenta, de a ratos, intenta desacartonar el evento. “Por favor, me apaga esa imagen que no me puedo concentrar en usted”, le pidió a un abogado en alusión a las proyecciones en la pantalla gigante. Cuando su vecino de asiento, el juez Raymod Ranjva, de Madagascar, volcó sin querer su vaso de agua, la británica se dirigió a la sala con su inglés bien articulado: “Disculpen, que casi se nos ahoga un juez”.
- El maestro de ceremonias, un joven anfitrión de ojos claros y pelo húmedo, cosechó todas las miradas de las latinas, con su frac y una gruesa cadena al cuello que simboliza la Corte Internacional. Su función, además de anunciar la llegada de los jueces, es retar a los que incumplen las reglas.
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