Lunes, 21 de agosto de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
Escribo esto cuando acabo de leer que en todas las terminales aéreas de Londres y de Israel, y ya también en Estados Unidos, resolvieron vigilar actitudes y caras “sospechosas” de los pasajeros.
Leo que el método fue desarrollado por psicólogos para el ejército israelí, y que consiste en determinar quién es cada persona de acuerdo con la expresión de su rostro. Que el blanco es, por ejemplo, gente con signos de nerviosismo, sudoración o rabia. Y leo el caso de Rafi Taraq, un joven empresario británico de origen paquistaní. En Heathrow lo demoraron dos horas por portar la característica piel oscura de los sudasiáticos, ojos negros brillantes y pelo azabache y grueso.
Ninguno de esos rasgos coincide con los míos y no formo parte de Al Qaida, pero definitivamente resuelvo que ninguno de esos lugares, ni otros que adopten el método, estarán entre mis próximos destinos turísticos o periodísticos. Aunque lo periodístico nunca se sabe, es cierto. Así como para ellos uno puede ser un sospechoso según la cara, la mirada, el pelo, los gestos, la ropa, la piel que tenga, uno ahora pasa a verlos a ellos como sospechosos de sospechar de todo y en capacidad de hacerle pasar un rato muy desagradable, en nombre de sus negocios, de sus bombas, de su comida chatarra, de su petróleo, de sus películas. Ellos y sus gendarmes mundiales. Es así que el rato es en nombre de la vida que ellos quieren y que los aeropuertos son nada más que el primer paso, imagino.
¿Qué hacer? Tengo los ojos marrón oscuro, pero estoy seguro de que cuando veo la cara de Bush deben ponérseme brillantes de odio. Y no hay día en que el rostro de ese degenerado no se publique en cualquier diario o revista de cualquier parte del mundo. Y yo voy a estar en un aeropuerto con alguna cosa que tenga la foto de Bush, o simplemente pensaré en él, y me van a agarrar.
Los pelos los tengo más bien ceniza aunque todavía tirando a negruzcos, pero si esté donde esté me pongo a pensar en la gusanería cubana de Miami empiezan a parárseme todos. Y si me asaltan la cabeza los periodistas y animadores de la radio y la televisión argentinas que sacan al aire a esos tipos, se me ponen como si hubiera puesto los dedos en el enchufe.
Puedo no llevar diarios ni libros ni revistas ni papeles ni apuntes. Puedo no llevar nada de nada más que los documentos y la radio. Si me sacan la radio empezaré a transpirar, pero apenas descubran que no lleva un explosivo líquido que se acciona al sintonizar Radio 10 me dejarán tranquilo. El problema es si antes, durante o después de eso, justo se me aparecen las imágenes de los invitados de Grondona, las proclamas apocalípticas de Morales Solá, el periodismo fashion que juega de víctima porque no tiene publicidad del Estado y los chacareros que lloran arriba de una 4x4 importada. Porque ahí me empieza la sudoración.
No llego a entender cómo se detectan con exactitud los signos de rabia en un aeropuerto, pero imagino que los músculos de la cara deben tensarse de una forma demasiado llamativa, como si fueran a explotar, tipo lo que me pasa cuando me acuerdo de Videla o de Astiz, o de los tilingos que exigen mano dura mientras las cárceles y las comisarías están hacinadas, o de Blumberg diciendo que su convocatoria no es política, o de la Iglesia convocando a la abstinencia sexual y a no ponerse forro. ¿Qué hago si me pasa eso en el aeropuerto?
Otra cosa jodida es que suelo reírme solo. Pongamos: cuando leo sobre el cisma de los radicales, entre los que ya mismo se van con Kirchner y los que se quedan nadie sabe dónde diletando sobre la salud de la República. Y no es risa pero sí una mueca de gracia, como de mucha gracia, cuando me entero de que acceder a los presuntos nuevos créditos para comprar vivienda significa ganar alrededor de 4000 mil pesos mensuales, siempre que hablemos de un cuchitril en algún barrio venido a menos. En cambio, lo de no demostrar nerviosismo se hace cuesta arriba. Irrefrenablemente cierro los puños cuando leo las cifras del superávit fiscal, y el crecimiento de los índices industriales, y las cifras de la construcción, y la cantidad de horas ocupadas. Y lo contrasto con que los más ricos de este país son cada vez más ricos, y los más pobres cada vez más pobres. Cuando veo que la política impositiva se reduce a las anunciadas acciones mediáticas del amigo Montoya, me muerdo el labio inferior. Y cuando constato que los gángsters del aparato bonaerense del PJ se pasan al kirchnerismo con abrazo de bienvenida, me aliso la barba con fruición. En síntesis, no llego ni al hall de preembarque.
Pero la cosa peor, hoy por hoy, no es ninguna de todas esas. Tomada la coyuntura, me taladra cada fascista, consciente o no, que le llama antisemita a quien se opone a la masacre desatada por Israel. Porque se me juntan los ojos brillosos, los pelos de punta, la rabia, el nerviosismo, los puños cerrados, los labios mordidos y la sudoración.
Algo me dice que somos muchos los terroristas que pensamos así. Y que en todo caso deberíamos cuidarnos de no juntarnos todos en algún aeropuerto de ésos.
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