Domingo, 1 de julio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por María Pía López *
El gobierno nacional portó la novedad de actuar sobre un doble reconocimiento: el de la profundidad de la crisis –dicho una y otra vez con la metáfora del infierno y con la alianza entre el tiempo de la urgencia y el de la transformación– y el de las fuerzas sociales organizadas. Si este reconocimiento le permitió valorar los sucesos del 2001 como resultado de una movilización política novedosa y llevó al diálogo –y no represión– con los movimientos sociales, también lo arrojó a alianzas con las estructuras partidarias más conservadoras en distintas provincias. El realismo parecía conducir, a la vez, a uno y otro camino. Esa duplicidad hizo, desde el principio, difíciles los compromisos con el Gobierno –tanto los aliados de los antiguos aparatos, como los provenientes de otras sensibilidades políticas, caminan siempre en el filo de la decepción– y hace inestable su cauce electoral. En cierto sentido, el kirchnerismo, en sus equívocos, balbuceó un modo de tratar la complejidad de la sociedad que conduce.
El tipo de candidato que fue Macri, el tipo de discurso que enarbola, la puesta en escena del Pro –tanto en campaña como en los momentos de triunfo– invierten radicalmente ese balbuceo. No hay equívoco, tampoco. Se puede decir sólo reiteradas gracias, o que el actual es el siglo de las responsabilidades. O que los empleados y maestros deben trabajar. Esa lengua imagina una lisura de las tramas vitales, que la política pensada como decisión y gestión podría reorganizar. Una vez más, las palabras que parecen arraigarse en lo más directo y concreto portan una imaginación de una fuerte abstracción. Si el kirchnerismo es el reconocimiento de la conflictividad social y la búsqueda de formas de transitarla y conducirla, el macrismo habla desde el voluntarismo moral y eficientista. “Gestión”, “eficacia”, se enarbolan como banderas, pero privándolas de los enlaces con las tramas reales que constituyen una gestión. Por ahora, con la colaboración inusitada del gobierno de la ciudad, que asume los peores trámites –despidos, ajustes– en pos de allanar el camino a los vencedores.
En muchos sentidos, el partido electo en la Capital expresa una derecha tradicional: en sus compromisos con el catolicismo, en el origen de sus dirigentes, en su modo de tratar el conflicto como crimen. Pero porta algo nuevo que las derechas de los partidos mayoritarios –que en esos puntos no se alejarían mucho de la propuesta triunfante– no tenían: la gestión como ideología. Con los olvidos y enmascaramientos que eso supone. La nueva política es, así, una despolitización profunda. Bien recibida, como se ha visto, por una serie de votantes que prefiere la ilusión rápida y voluntarista que el titubeo del candidato del oficialismo. Martínez Estrada cuestionó en Sarmiento su momento iluso: aquel en el que su profunda intuición sobre el drama argentino resultaba traicionado por la publicística contraposición de civilización y barbarie. Como si lo que conocemos como civilización no fuera la barbarie arropada de otros modos. Como si –escribía un filósofo alemán– todo documento de civilización no lo fuera también de barbarie.
El reconocimiento menos ingenuo ha estado de parte del gobierno nacional. Allí está su valor. Sin embargo, no podría creerse que falló en constituir una ilusión que seduzca a las mayorías capitalinas. Fracasó en algo más profundo: aceptando la imbricación de fuerzas disímiles y tendencias contrapuestas –a las que, despojándolas de sus contenidos sarmientinos, podríamos nombrar “civilización y barbarie”–, fracasó en afirmar el momento civilizatorio. En mostrar que no da lo mismo construir sobre la base de los movimientos sociales que sobre la alianza con estructuras partidarias sospechadas de corrupción. En expandir los espacios democráticos en lugar de desdeñarlos. Ese fracaso en transformar el balbuceo en afirmación tiene el revés necesario en el triunfo de la ilusión tecnocrática del macrismo. Buenos Aires –nosotros, sus habitantes– padecerá las consecuencias.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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