EL PAíS › LOS ULTIMOS DIAS DE ERNESTO “CHE” GUEVARA EN BOLIVIA

Diarios del final de vida

Entre cercos militares y un asma que lo muerde, el comandante escribe. En papeles salvados están las muertes que le duelen, los apoyos que fallan, la creciente angustia de presentir lo que viene. La historia terminó en las afueras de La Higuera, mañana hace cuarenta años.

 Por Susana Viau

Asma (del latín “asthma”, jadeo): enfermedad de los bronquios, caracterizada por accesos ordinariamente nocturnos e infebriles, con respiración difícil y anhelosa, tos, expectoración escasa y estertores sibilantes (Diccionario de la Real Academia). Angustia (del latín “angustia”, angostura, dificultad). 1) aflicción, congoja; 2) temor opresivo sin causa precisa; 3) aprieto, situación apurada; 4) sofoco, sensación de opresión en la región torácica; 5) dolor o sufrimiento; 6) náuseas, 7) p. us. estrechez del lugar o del tiempo (Diccionario de la Real Academia). A mediados de julio, una palabra comienza a reiterarse con monótona periodicidad en las pequeñas libretas que el Che garabatea con letra de médico: asma. En abril, las fuerzas regulares han hecho debutar el napalm y los meses que siguen son cada vez más duros: el contingente guerrillero no puede establecer contacto con “Joaquín” (Juan Vitalio Acuña), el campesino de la Sierra Maestra ascendido a capitán a quien Guevara ha designado su 2º jefe militar en la selva boliviana, a cargo de la retaguardia. La columna insurgente tiene otros problemas: están bloqueados los contactos con La Paz y con Manila, que en lenguaje cifrado no es otra ciudad que La Habana; en abril han muerto dos de sus cuadros, “el Rubio” (Jesús Sánchez Gayol) y, lo peor, el capitán “Rolando” (o “San Luis”, Eliseo Reyes), elegido para comandar un eventual segundo frente. Una bala le rompió el fémur y arrasó la arteria. El Che escribirá: “Hemos perdido al mejor hombre de la guerrilla y, naturalmente, uno de sus pilares, compañero mío desde que, siendo un niño, fue mensajero de la columna 4 hasta la invasión y esta nueva aventura revolucionaria. De su muerte oscura, sólo cabe decir para un hipotético futuro que pudiera cristalizar: “Tu cadáver pequeño de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma”. Extraña expresión de afecto que, además, apela a Pablo Neruda para homenajear al caído en ese “día negro”. Un homenaje privado, personal, reservado a la intimidad de su libretita, el lugar privilegiado donde el Che volcará sus momentos de malestar y también la otra palabra que comienza a hacerse presente: “angustia”. Frente a sus hombres, sin embargo, despide a “Rolando” –“San Luis”– Eliseo al modo austero de un comandante. El jefe de su custodia, también compañero desde Sierra Maestra y jefe de servicios, el capitán Harry Villegas Tamayo, “Pombo”, reseñará en su propio diario que “Fernando” (tal el nombre de guerra con que el Che había sustituido al de “Ramón”) les dice: “Hemos perdido a uno de nuestros más valiosos cuadros, tanto como dirigente político o como militar, pues ya era un combatiente probado. Para mí, en lo personal, ha sido una gran pérdida, porque además de todas estas cualidades era un hombre formado bajo nuestra dirección”. El ex ministro de Industria de la Revolución Cubana había reconocido en un conversación con Régis Debray que carecía del carisma de Fidel y, entonces, a su aparente distancia la había elevado a categoría de virtud, la había convertido en una condición del mando.

La era del pájaro

El desánimo, las primeras deserciones, los conflictos personales y el hambre, paliado apenas con palmitos y pequeñas aves cazadas con hondas (“parece que entramos en la era del pájaro”, estampó con sorna el Che en su diario de campaña) habían comenzado a instalarse en el grupo guerrillero compuesto por una mayoría de cubanos, élite militar en la que –para desmentir los insidiosos rumores acerca de las diferencias políticas con Fidel– revistaban tres altos mandos (comandantes), dos primeros capitanes, siete capitanes, dos primeros tenientes y dos tenientes. A ellos se habían sumado cuadros rebeldes del Partido Comunista Boliviano (Roberto “Coco” Peredo, su hermano Osvaldo “Inti” –“sol”, en quechua– Peredo y la joven estudiante paceña Loyola Guzmán, encargada de organizar el apoyo urbano al foco) y un puñado de militantes de base. La dotación se completaba con un pequeño número de miembros del ELN peruano, a cuya cabeza estaba Juan Pablo Chang “el Chino”, y con la germano-argentina Haydée Tamara Bunke, “Tania”, enlace y agente de inteligencia por sus contactos con el mundo empresario y funcionarios del gobierno. El cuadro, coyunturalmente, lo completaban el sociólogo francés Régis Debray, pro cubano y encargado de regresar a París para organizar la solidaridad de los intelectuales con la guerrilla del Che, y otro argentino, Ciro Bustos –vinculado a Jorge Ricardo Masetti y el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP)– cuya misión consistía en reunir a los argentinos resueltos “a subir” para integrarse a la lucha armada en Bolivia. Al regresar a La Paz, acompañados por el fotógrafo inglés George Roth –un individuo extraño al que se le adjudicaron relaciones con la CIA–, Debray (“Danton”) y Bustos (“Carlos”) caen en poder del ejército e informan de la presencia de Ernesto Guevara en el país. Bustos sostendría luego que no tuvo otro recurso “que admitir lo innegable”. Para mayor desagrado del Che, y en un exceso de locuacidad, Bustos y Debray dan cuenta al enemigo de los alcances continentales del plan.

“Tania”, enferma, no ha podido regresar a La Paz y queda en la retaguardia con “Joaquín”, de quien la columna principal no ha vuelto a tener noticias: “Hay indicios de que éste se ha movido hacia el norte”, se apunta en el balance del mes. Las consecuencias nefastas del cruce de los combatientes con el campesino Honorato Rojas, el 9 de febrero, se medirán más tarde. Tan poca importancia le adjudican en ese momento al encuentro que el Che lo mencionará a la ligera en su block: “El Médico curó los hijos, engusanados, y a otro pateado por una yegua y nos despedimos”. Al final, aclara, sin saber que es para la historia: “(El campesino se llama Rojas)”. A fin de junio, la guerrilla sufre una nueva baja: en un encuentro con los soldados, “Tuma” (Carlos Coello) es herido de muerte, un balazo le destroza el hígado. Deciden operarlo con “lo que tienen”, pero “Tuma” no supera la intervención. “Día negro para mí”, asegura el Che y agrega: “Con él se me fue un compañero inseparable de todos los últimos años, de una fidelidad a toda prueba y cuya ausencia siento desde ahora casi como la de un hijo. Al caer pidió que se me entregara el reloj (...) Lo llevaré toda la guerra”. Pombo no lo lloró menos: “El hígado se le salía por la herida (...) Con esta pérdida sentí que parte de la vida me abandonaba pues Tuma era para mí algo más que un combatiente, fue mi compañero, mi hermano, mi amigo...”.

Esos días y los que vendrán son una tortura para el Che, el asma lo acosa y su intensidad hace disminuir el acopio de medicación: “Mi asma sigue dando Guerra”, señala (3 de julio), “el asma me trató duro y se van acabando los míseros calmantes” (27 de julio); “Ricardo (...) es otra pérdida sensible por su calidad. Somos 22, entre ellos dos heridos, Pacho y Pombo, y yo, con el asma a todo vapor” (31 de julio); “el asma me apuró bastante y estuve toda la noche despierto” (30 de julio); “hoy se cumplen 9 meses exactos de la constitución de la guerrilla con nuestra llegada. De los 6 primeros, dos están muertos, uno desaparecido y dos heridos; yo con asma que no sé cómo cortarla” (7 de agosto); “parece que la pava me hace mal, pues me dio un poco y se la regalé a Pacho” (11 de agosto); “...mi asma tiende a aumentar desde ayer; ahora tomo tres tabletas al día” (13 de agosto); “el noticiero dio noticias de la toma de la cueva (con señales tan precisas que no puedo dudar. Ahora estoy condenado a padecer asma por un tiempo no definible” (14 de agosto). La cueva ha sido “cantada” por dos bolivianos desertores. De ellos, Coco Peredo dirá que han sido sacados de los burdeles, descalificando así de manera implacable los criterios de reclutamiento de su compatriota Moisés Guevara. Lo cierto es que en la cueva cercana a la casa que ha servido de primer asentamiento de la guerrilla han caído medicamentos, fotos, mapas, documentación y 21 pasaportes que permiten al ejército hacer una muy acertada composición de lugar. De todo lo incautado los servicios de inteligencia deducen que están en presencia de una fuerza de 50 hombres (el Che los había unificado en un solo grupo de 47), de los que unos 12 son cubanos (en realidad, 14) y que, de ellos, cuatro han estado en el Congo con el Che (“Tuma”, “Pombo”, “Moro” (el médico Octavio Concepción de la Pedraja) y “Papi” (José María Martínez Tamayo).

La venganza de Mario Monje

Pese a los argumentos chauvinistas del dirigente del Partido Comunista Boliviano (PCB) Mario Monje, el Che se niega a traspasarle el mando militar. En consecuencia, de allí el Che no recibirá ni hombres, ni apoyo logístico, ni nada. La visita de Monje al campamento termina en un rotundo fracaso, con una comida poblada de tensiones y un durísimo enfrentamiento con los hermanos Peredo. El boicot del PCB, el retraso de las operaciones de apoyo en Argentina, la falta de contacto con La Habana y con la Paz hacen crecer el aislamiento del grupo que marcha, combate y triunfa en los combates mientras se debilita moral y físicamente. Como una paradoja, la patrulla harapienta que lleva meses buscando a su retaguardia y pierde uno a uno sus mejores hombres, crece sin proponérselo, en términos de leyenda. Claro que de la leyenda ni se vive ni se come y Dariel Alarcón (“Benigno”), otro viejo revolucionario cubano, pondrá en evidencia el estado de ánimo del ya a esas alturas bautizado ELN con una frase: “la nostalgia en la selva es una compañera bien tristona, ciertamente”.

El 27 de agosto “el día transcurre en una desesperada búsqueda de una salida”; el 28 es “gris y algo angustioso”; el 29 resulta “un día pesado y bastante angustioso”; el 30 “la situación se torna angustiosa”. En el balance, agosto “ha sido el mes más malo en lo que va de guerra”, sin contactos y sin esperanzas de tenerlos. La disnea del Che no afloja. En algunas ocasiones, para respirar, se recuesta de espaldas, arqueado, con un tronco debajo del torso; en otras, les pide a sus hombres que le hagan masajes para descontracturarlo. Ellos le recuerdan que él mismo ha dicho que hay un enorme componente psíquico en la enfermedad. Y allí, en Ñancahuazu, todo convoca a lo peor: la humedad, la vegetación, los fríos, los calores, el cansancio y la angustia del derrumbe.

Al llegar septiembre, al hambre se ha sumado la sed. Pasan hasta tres días sin una gota de agua y en ese tiempo algunos desesperados tomarán su propia orina, con secuelas de vómitos y calambres. El Che no logra evitar un par de episodios de furia: en uno de ellos apuñala a su yegua, para convertirla en alimento; en otro, al ver que Antonio (Olo Pantoja), por error, ha disparado sobre su propia tropa, lo toma de la camisa. Antonio –se cuenta en Pombo, un hombre en la guerrilla del Che, Buenos Aires, Editorial Colihue, 2007)– le dice: “Fernando, coño, ningún hombre me ha hecho esto”. Su indignación calma a Guevara, que lo suelta y pide disculpas. No lo saben, pero quizá lo intuyan: ya no habrá buenas nuevas. En esos primeros días descubren que han vuelto sobre sus pasos y están, por segunda vez, en las proximidades de la casa de Honorato Rojas. La vivienda está vacía, sólo quedan víveres y unos chivos. Los arrieros les relatarán que la mujer de Honorato se ha quejado al ejército porque los soldados han golpeado al marido. El 2, revela el Che, “la radio trajo una noticia fea sobre el aniquilamiento de diez hombres dirigidos por un cubano llamado Joaquín en la zona de Camiri”. Fernando, el Che, cree, quiere creer, que la versión es falsa y sólo busca desalentarlos. Se equivoca: el 31 de agosto, Honorato Rojas ha entregado a Joaquín y su gente al ejército, que les tiende una emboscada cuando se aprestan a vadear el río Grande. Las bajas fueron Apolinar Aquino Quispe (“Polo”), Freddy Maymura Hurtado (“Ernesto” o “Médico”), Gustavo Machín Hoed de Beche (“Alejandro”), Moisés Guevara (“Moisés”), Israel Reyes (“Braulio”); Walter Arancibia (“Walter”), Haydée Tamara Bunke Bider (“Tania”), la única mujer en la guerrilla rural, y el jefe Juan Vitalio Acuña (“Joaquín”). El médico Restituto Cabrera Flores (“Negro”) logra huir pero es capturado y asesinado cuatro días después. “Fue identificado por Ciro Roberto Bustos –precisó Pombo–, todo indica que él estaba colaborando con el ejército.” El golpe es demoledor. Para mayor decepción, la radio anuncia la detención de Loyola Guzmán.

La columna sigue su marcha. El 24 de septiembre arriban a un caserío conocido como Loma Larga. Los campesinos le aconsejan al Che que tome por el camino de La Higuera porque puede encontrarse con los soldados. El Che desconfía y prefiere hacer caso a su propia intuición y “se mete por abajo, por el Yuro”. Al salir de La Higuera los sorprende la Compañía Galindo y caen Miguel (Manuel Hernández Osorio), Coco (Roberto Peredo Leigue) y Julio (Mario Gutiérrez Ardaya). En el Resumen del Mes, el Che debe escribir en su diario que “La tarea es zafar y buscar zonas más propicias”. Será necesario ocultarse para hacer creer al ejército que han logrado huir de la zona. Pasan tres días ocultos en el cañadón. En la noche del tercer día logran romper el cerco. “Nacimos dos veces”, le comenta a Pacho. Pacho reconocerá que “sólo la voz del Che hace que la gente camine”. Están sedientos, buscan desesperadamente agua. El seis de octubre la encuentran. En la madrugada del 8 reinician la caminata por la cañada del Yuro. Al Chino (Juan Pablo Chang) se le pierden “sus espejuelos” y lo hace casi a ciegas. El Che lo toma a su cuidado para que nadie le recriminara su falta de aptitudes para la lucha rural. No pueden cumplir con las previsiones: a la una y media del mediodía comienza un tiroteo. Los soldados al mando de Gary Prado han descubierto a dos guerrilleros moviéndose en la quebrada. Pombo y Urbano (Leonardo Tamayo Núñez), desde su puesto en lo alto, escuchan que la balacera se hace más intensa “por la Quebrada del Yuro arriba”. El Che desaparece del puesto de mando. Lo descubren en su intento de huir. Antes ha ordenado a los heridos y se parapeta junto a Pacho (Alberto Fernández Montes de Oca), Willy (Simón Cuba), Chino, Antonio y René como grupo de contención. Una ráfaga lo hiere en la pantorrilla y un plomo le quiebra el caño del fusil; a su pistola 9 milímetros se le ha caído el cargador. El Che y Willy son los únicos que sobreviven al ataque. Willy lo carga y, se narra, grita a los soldados que se detengan: “Este es el Che Guevara y lo van a respetar”. La historia posterior recoge datos verosímiles pero difícilmente corroborables: que en camino hacia la escuela de La Higuera se ofreció a curar soldados heridos, que al ser amarrados tranquiliza al capitán Gary Prado con un “no se preocupe, capitán, esto ya terminó”. En la ciudadela de Miraflores, entre tanto, el ministro de Guerra, general Ovando Candia, el jefe del Estado Mayor Juan José Torres, el comandante del Ejército, general Lafuente Soto y otros dos altos oficiales dictan la sentencia de muerte: el Che prisionero será siempre un factor de agitación y revuelta. La orden la ejecuta un suboficial, Mario Terán. De los siete impactos que contabilizó la autopsia, dos, el del corazón y el de la garganta, fueron necesariamente mortales. Terán, la vieja que le sirvió su última comida, una sopa de maní, y muchos otros quisieron tener su souvenir y se fotografiaron junto al cuerpo del jefe guerrillero asesinado.

Uno de sus mejores biógrafos, Paco Ignacio Taibo, tuvo el tino de refutar la tesis, extendida entre enemigos y charlatanes, de que las disidencias políticas y las miserias de la Revolución impulsaron al Che a abandonar Cuba y encontrar su destino en el Congo, primero, y en Bolivia después. No obstante, Taibo no consigue evitar que su educación de narrador se imponga a la visión militante del protagonista de su obra y, validando lo que ha querido negar, conjetura: “Hay además una tentación de volver al pasado, salir de las penurias de la dificilísima construcción del socialismo y volver a la época de la gloria, de la que la memoria filtra lo peor y va dejando el regusto de los mejores momentos, las solidaridades, las entregas totales, la adrenalina fluyendo, el olor de la pólvora y, por qué no, el heroísmo”. Se lo puede pensar de otra manera: entre los libros que Ernesto Che Guevara seleccionó para llevar a Bolivia, se encontraban dos textos de León Trotsky, que conocía mucho mejor que los historiadores el alma del militante, un espécimen que, como dijo en el entierro de Esenin, a pesar de los pesares, ama la época que le toca vivir porque “es su patria en el tiempo”.

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Imagen: AFP
 
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