Domingo, 7 de octubre de 2007 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Arrancó la revolución verde en Estados Unidos y, como suele suceder en estos casos, las decisiones políticas corren por detrás de los cambios económicos y culturales, cuando no a contramano.
El New York Times informó esta semana que el precio del etanol, un biocombustible a base de alcohol de maíz, cayó un 30 por ciento en promedio desde mayo. La caída se debe a una sobreproducción de plantas de etanol. El boom empezó en el 2005, cuando el Congreso pasó una ley que obliga a las petroleras a mezclar una parte de sus gasolinas con etanol. Se supone que así se obtiene un combustible más limpio y sobre todo se reduce la necesidad de importar petróleo de países extranjeros poco confiables para Washington. La ley requería una producción de 7500 millones de galones de etanol para el año 2012, pero este año ya se excedió esa meta y proyecciones de la industria estiman que en dos años la producción llegará a casi 12.000 millones. En dos años 48 plantas de etanol entraron en funcionamiento. Ya suman 129 y otras 80 se están construyendo.
Mientras cae el precio del biocombustible, sube el precio de su materia prima, el maíz, por la creciente demanda. También sube el precio del petróleo, la fuente de energía que el etanol viene a reemplazar, por la creciente escasez del combustible fósil. En base a estos datos, los lobbystas de la industria auguran que la sobreoferta de etanol es temporaria y que los precios se van a recuperar. Pero hay problemas de fondo.
El etanol es corrosivo y no se puede transportar por oleoductos. Esto hace necesario el uso del tren, pero no hay suficientes vagones acondicionados para cargar biocombustible. Por otra parte, los trenes funcionan a base de energía contaminante y cuando se incluye todo el proceso, el etanol termina siendo un combustible tanto o más sucio que la nafta. Tampoco hay suficientes plantas mezcladoras de etanol con gasolina y, menos aún, estaciones de servicio que ofrezcan naftas mezcladas con biocombustible. Apenas mil bocas de expendio ofrecen nafta E85 (85% etanol, 15% nafta) entre las 29.000 estaciones de servicio que hay en Estados Unidos, para los cinco millones de vehículos con capacidad para utilizar ese combustible.
El precio del etanol varía: sube en estados más alejados de los estados productores de maíz y soja en el Medio Oeste (Iowa, Indiana, Illinois, Missouri) y sube también en los estados que exigen mayor uso de etanol en las naftas, como California.
El apoyo político es fundamental, porque la industria recibe fuertes subsidios. Pero a medida que aparezcan inconvenientes como la suba de precios de alimentos, la escasez de agua o la contaminación por el uso de fertilizantes, el apoyo puede erosionarse, advierte Aaro Brady, de la firma Cambridge Energy Research Associates, citado por el New York Times.
Si el Congreso aumenta considerablemente las exigencias del uso de biocombustibles, entonces la industria podrá invertir en desarrollo de biocombustibles en base a pasto y otras sustancias no alimentarias y las petroleras podrán acelerar la reconversión de sus equipos. Pero un proyecto de ley que aumentaba considerablemente los requerimientos de biocombustible acaba de ser derrotado en la Cámara de Representantes. Y es probable que cuando se acabe la guerra de Irak el año que viene, la demanda pública de reducir la dependencia de petróleo importado dejará de ser tan prioritaria como ahora.
La revolución verde es una amenaza para la producción de alimentos en el tercer mundo, como no se cansa de advertir Fidel Castro. Pero es también un bálsamo para los pequeños y medianos granjeros del mediooeste norteamericano, que a pesar del proteccionismo acérrimo que los beneficia, en los ’90 estuvieron al borde de la ruina por la caída del precio de los commodities. El gobierno federal les compraba, y les sigue comprando, todos su excedentes a precio de mercado. Los marca “government surplus” y los reparte en los barrios pobres de las grandes ciudades, donde a uno le basta presentar una boleta de luz o teléfono acreditando su pertenencia al ghetto para hacerse de una horma de queso, una lata de aceite, un pote de miel, una barra de manteca y alguna sorpresa en entregas trimestrales. Pero hasta ahora no alcanzaba. La crisis del campo en los ’90 sensibilizó a los artistas de música country, que se pusieron en campaña para salvar a los granjeros quebrados. Liderados por Willie Nelson, protagonizaron una serie de megaconciertos llamados “Farm Aid”, una versión local del “Live Aid” que por esa época juntaba fondos para paliar el hambre en Somalia y Etiopía.
Con la llegada de la revolución verde los granjeros ya no parecen necesitar de la caridad de sus artistas populares. Aliviada, la Casa Blanca empieza a dar señales de flexibilidad en el tema de los subsidios agrícolas en negociaciones internacionales, a cambio de concesiones para sus productos terminados y sus licencias de propiedad intelectual.
Mientras la industria y el comercio se acomodan a los cambios que se vienen, los viejos hippies y músicos indie ahora se dedican a la producción de biocombustible casero. Es el caso del Rob del Bueno, ex bajista de una banda de surf-rock Man o Astro-man? Según Los Angeles Times, Del Bueno descubrió que podía fabricar biodiésel a base de aceite reciclado y grasa de pollo de los restaurantes de comida chatarra. Se lo dijo otro viejo músico de rock, que le contó que su banda se había ido de gira en un camión que funcionaba lo más bien consumiendo aceite de cocina puro. Del Bueno se metió en la web y descubrió que hace 10 años los motores diésel funcionaban a base de aceite vegetal. También encontró una receta sencilla para transformar aceite en biodiésel: compró etanol en una estación de servicio y lo mezcló con lavandina y aceite. Listo, ya tenía biodiésel. Después comprobó que su combustible tenía emisiones mucho más bajas que la nafta y el gasoil. Puso una caldera en el jardín de su casa y empezó a producir. Se compró un Mercedes Benz gasolero construido en 1974 por 1500 dólares y empezó a usar su producto y a venderlo a los vecinos. El precio, cinco dólares por galón, está por encima de lo que se paga por la nafta, pero a Del Bueno no le faltan clientes. “Así como se paga un poco más para consumir productos orgánicos, hay gente dispuesta a pagar para consumir combustible no contaminante producido localmente”, razonó el ex músico.
Su producto es bueno, pero no mágico. El biodiésel puro puede congelarse a bajas temperaturas y el desgaste que le produce al motor sólo justifica su uso en vehículos viejos y baratos. Pero resuelve un problema que la industria no ha sabido manejar. “Si estás trayendo materias primas desde lejos, y estás gastando una cantidad significativa de energía, posiblemente energía basada en petróleo, para producir energía renovable, ¿cuán renovable es esa energía?”, pregunta Rachel Burton, presidenta de Piedmont Biofuels, en el artículo de Los Angeles Times. Hace dos años Del Bueno encontró apoyo para su proyecto en la persona de Vanessa Vadim, la hija de la actriz Jane Fonda, un icono de la revolución hippie de los años ’60. A través de la fundación Fonda, le financió la instalación de un tanque de biocombustible y una planta procesadora que Del Bueno fabricó con los restos de una destilería. “Usa aceite comestible reciclado, lo vende localmente y se usa localmente: la única manera de mejorar lo que hace es enchufar un auto a un panel solar”, dijo Vadim de su protegido.
El impacto económico de las refinerías caseras –ya hay otras en Berkeley y Austin– es insignificante, pero marcan el comienzo de un cambio cultural que no parece tener retorno. “Si sirve para que la gente empiece a pensar, no sé, en cualquier momento empiezan a instalar paneles solares en los techos de sus casas”, se esperanza Del Bueno.
El mensaje llegó a Washington. Después de desentenderse del Protocolo de Kioto y de dudar de la existencia del cambio climático durante nueve años, la semana pasada Bush convocó a una cumbre mundial de medio ambiente y, para sorpresa de la concurrencia, propuso mejorar el cronograma de reducción de emisiones que antes rechazaba.
La favorita del Partido Demócrata, Hillary Clinton, es la esposa del ex presidente Clinton, signatario del Protocolo de Kioto, que nunca fue ratificado en el Congreso y luego fue rechazado por la administración Bush. Su principal rival es un candidato no declarado, el ex vicepresidente Al Gore, que hace campaña dando vueltas al mundo con su mensaje ecológico.
El tren verde se puso en marcha, con destino incierto y Bush colado en el último vagón.
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