Domingo, 14 de octubre de 2007 | Hoy
EL PAíS › EL EPISCOPADO Y VON WERNICH
La condena por crímenes de lesa humanidad conmueve a la Iglesia Católica, según dijeron sus líderes. Se comprende, porque sólo en Ruanda había ocurrido lo mismo. Von Wernich es un caso extremo (aunque ya hay otro sacerdote procesado), pero la verdadera excepcionalidad es la de la Iglesia argentina. En su historia hay que buscar la explicación acerca de cómo fue posible que en vez de amparar a los perseguidos santificara a los verdugos.
Por Horacio Verbitsky
Cuando el tribunal de La Plata terminó de leer la sentencia, el columnista político de un canal de noticias comentó que eran “gravísimos los cargos contra Bergoglio”. El locutor lo corrigió: “Contra Von Wernich”. El columnista asintió sin comentarios y continuó con el desarrollo del tema. Menuda confusión: Jorge Mario Bergoglio es el actual presidente de la Iglesia Católica argentina y nunca fue sometido a ningún proceso; Christian Von Wernich fue capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires y la justicia lo condenó a reclusión perpetua por participar en secuestros, torturas y asesinatos durante la dictadura militar.
El acto fallido reveló un aspecto subyacente del juicio. Es obvio que la responsabilidad penal atañe sólo a la persona sometida a proceso, a ninguna otra y, mucho menos, a una organización. Uno de los abogados defensores, Juan Martín Cerolini, se concentró en atenuar la situación de Von Wernich. La tarea del otro, Marcelo Peña, quien fue contactado en la Universidad Austral de Buenos Aires para que se hiciera cargo del caso, consistió en el control del daño para la Iglesia Católica. Sin embargo, la actitud del Episcopado amplió la significación del proceso. La falta de transparencia eclesiástica impide saber si Von Wernich mencionó a Bergoglio ante el tribunal para involucrarlo porque se sentía abandonado, o si hubo un acuerdo entre ambos. El domingo 7, durante la misa que dijo en Luján luego de la peregrinación, Bergoglio habló del “padre de la mentira, el demonio”, sin referencia a ningún hecho específico. Von Wernich completó ese significado en su descargo, que entonó como si fuera un sermón y estuviera en el púlpito, con una expresión tan crispada pero menos meliflua que la del cardenal: con esa cita se refirió a quienes narraron su participación en las torturas. “El testigo falso es el demonio”, dijo, antes de instar a la reconciliación y ampararse en dos mil años de historia para negar los cargos por los que fue condenado: nunca un sacerdote ha violado o usufructuado con otros fines el sacramento de la confesión, agregó.
A un cuarto de siglo de la conclusión del último régimen de facto sólo quedan en actividad dos obispos de aquella época y no han tenido responsabilidad en la mezquina respuesta episcopal. Uno de ellos, Vartan Waldir Boghossián, es el Eparca de los armenios, nació en Brasil, se ordenó sacerdote en Roma, y por su jurisdicción sobre los armenios de toda América recorre otros países de la región. El otro, Jorge Casaretto, tuvo una posición más generosa que la Comisión Ejecutiva e inspiró la declaración de Justicia y Paz, una comisión nacional integrada por seglares como el ingeniero agrónomo Eduardo Serantes pero conducida por la longa manus episcopal. Ese organismo deploró sin mayor reticencia las “acciones directas, en colaboración o complicidad, que algunos integrantes de la Iglesia Católica pudieron llevar a cabo y que posibilitaron el secuestro, la tortura y la desaparición de personas durante la última dictadura militar”. También expresó solidaridad con las víctimas y la esperanza de que “la justicia pueda actuar como reparación y consuelo para los sobrevivientes y los familiares de los desaparecidos”.
En cambio el texto de la Comisión Ejecutiva, firmado por Bergoglio y por los obispos Luis Villalba y Agustín Radrizzani, muestra que pese a su renovación casi completa el cuerpo episcopal no ha conseguido articular una reflexión sobre el desempeño eclesiástico en aquellos años que reconcilie la imagen institucional con las percepciones de la sociedad. Su posición evoca la que adoptaron durante y después de la dictadura las conducciones castrenses, cuyo rechazo a cualquier crítica institucional y la pretensión de que sólo podían reprocharse errores o excesos de determinadas personas consiguió el efecto paradojal de colocar bajo sospecha a todos sus cuadros, incluso aquellos que ingresaron después de los hechos investigados. Por supuesto, el cuerpo eclesiástico se manifestó ahora con mayor sutileza que los mandos militares de hace dos décadas, porque el tiempo no ha corrido en vano y hay una distinta densidad cultural. Pero su texto ni siquiera nombra a Von Wernich y al referirse a los crímenes que cometió agrega con ostensible toma de distancia “según la sentencia del Tribunal”. En términos similares a los que usó el condenado, la Comisión Ejecutiva señala “el camino de la reconciliación”, y agrega una fórmula de magistral ambigüedad que viene usando en los últimos años: encomia la justicia que termina con la impunidad y al mismo tiempo la equipara con “el odio o el rencor”. Ningún obispo acepta el diálogo con los comunes mortales para explicar cómo se concilian ambos conceptos. Similar asepsia discursiva utilizó al día siguiente Martín de Elizalde, el obispo de Nueve de Julio de quien depende Von Wernich. “El Tribunal lo ha considerado culpable”, escribió. También lamentó que haya habido “en nuestra Patria tanta división y tanto odio, que como Iglesia no supimos prevenir ni sanar”. Esta sugerencia de un pecado de omisión se hace explícita en la sentencia siguiente: “Que un sacerdote, por acción o por omisión, estuviera tan lejos de las exigencias de la misión que le fue confiada, nos lleva a pedir perdón, con arrepentimiento sincero”. Más próximo a un reconocimiento de la realidad parece cuando pide a Dios que otorgue a Von Wernich “la gracia que necesita para comprender y reparar el daño ocasionado”. Sobre la reconciliación, menciona las condiciones explícitas en el catecismo católico, “el arrepentimiento y el [pedido de] perdón”, y los reclamos que la sociedad ha hecho propios, de verdad y justicia. Pero aun así, Elizalde difirió para otro momento cualquier resolución sobre el estado eclesiástico del condenado, que se resolverá “oportunamente” de acuerdo con la ley canónica. Este Episcopado tan rápido para colgar piedras de molino en cuellos ajenos se vuelve parsimonioso cuando se trata de sus propias filas.
Como reflejo del conflicto interno entre quienes querían ser más explícitos en el repudio al cura torturador (como el salesiano Radrizzani, quien hizo su carrera sacerdotal en Neuquén junto a uno de los principales denunciantes de los crímenes dictatoriales, Jaime de Nevares) y quienes consideran el proceso como un ataque a la Iglesia (“perseguida, calumniada y difamada” según la homilía de Bergoglio al inaugurar la Asamblea Plenaria de abril), la declaración episcopal se remitió a dos documentos anteriores, de 1995 y 2000, testimonio de las dificultades para enfrentar la propia historia. El 3 de marzo de 1995 el capitán de la Armada Adolfo Scilingo confesó su participación en el asesinato de treinta personas a las que arrojó desde aviones en vuelo sobre el mar. Según Scilingo, el Comandante de Operaciones Navales, vicealmirante Luis María Mendía anunció a los oficiales reunidos en la base naval de Puerto Belgrano que ese procedimiento había sido aprobado por la jerarquía eclesiástica, que lo consideró “una forma cristiana de muerte”. Cinco días después, el 8 de marzo, la Comisión Permanente negó que sus autoridades hubieran sido consultadas y dijo que “si algún miembro de la Iglesia, cualquiera fuera su condición, hubiera avalado con su recomendación o complicidad alguno de esos hechos, habría actuado bajo su responsabilidad personal, errando o pecando gravemente contra Dios, la humanidad y su conciencia”. La Conferencia Episcopal lo reiteró en 2003, en respuesta al dictador Benito Bignone, quien dijo que la jerarquía había avalado el uso de la tortura a prisioneros. Ese documento escrito en condicional subjuntivo era explicable ante una afirmación genérica sobre la jerarquía, pero aplicado al caso del ya condenado Von Wernich sólo transmite desdén por la justicia.
El otro texto citado ahora, “La reconciliación de los bautizados”, fue emitido en setiembre de 2000 por la Conferencia Episcopal, en Córdoba. En el capítulo “Confesión de los pecados contra los derechos humanos” colocó en un mismo plano “la violencia guerrillera y la represión ilegítima”, por lo cual suplicó a Dios “que acepte nuestro arrepentimiento y sane las heridas de nuestro Pueblo”. Pidió perdón a Dios, no a las víctimas, por los actos de otros, no por los propios (“por los silencios responsables y por la participación efectiva de muchos de tus hijos...”), en una variedad de hechos como el atropello a las libertades, la tortura, la delación, la persecución política y la intransigencia ideológica, “en las luchas y las guerras y la muerte absurda que ensangrentaron nuestro país”. Entre los invitados a la ceremonia estaba el jefe del Ejército pero ningún representante de las víctimas del terrorismo de Estado. En la misma celebración litúrgica, el enviado papal Rosalío Castillo Lara explicó que “el perdón no elude la justicia pero sí hace que la exigencia de justicia no sea una venganza disfrazada”.
Esta curiosa asociación entre justicia y venganza contradice el conocimiento histórico y jurídico, tanto nacional como internacional. Cinco siglos antes de Cristo, Esquilo presentó en La Orestíada el momento del tránsito de una forma a la otra. Orestes venga la muerte de su padre Agamenón, matando a su madre, se presenta en Atenas para responder por su crimen y un jurado de ciudadanos lo absuelve. El imperio de la ley y la justicia impartida por el Estado cierran el ciclo de represalias sangrientas. Pero la caída del imperio romano retrotrajo las cosas a su estado anterior. En el derecho germánico no existía ningún representante de la sociedad que ejerciera la acción pública y el proceso era una continuación de la lucha entre dos contendientes. Mientras ese derecho germánico prevaleció en Europa, la prueba judicial no guardó relación con la verdad, sino con la fuerza de cada parte. Recién en la Edad Media se repite el tránsito de la venganza a la justicia con la aparición de la sentencia, que Michel Foucault describe como “la enunciación por un tercero de lo siguiente: cierta persona que ha dicho la verdad, tiene razón; otra, que ha dicho una mentira, no tiene razón”. Con la monarquía medieval la justicia deja de ser un pleito entre individuos y se convierte en la imposición de un poder superior, un tercero imparcial que no puede ser a su vez víctima de la venganza en razón de su sentencia.
Del mismo modo, la condena a las Juntas Militares en diciembre de 1985 fue el cierre civilizado de un ciclo de tres décadas de violencia y represalias, que se había abierto con el bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955 por aviones que llevaban sus alas pintadas con la consigna “Cristo Vence” y que incluyó el secuestro y ejecución de Aramburu (“que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma”, decía el comunicado del comando Juan José Valle), la masacre de Trelew, los atentados personales de la guerrilla, los crímenes de la Triple A y la fábrica represiva montada por las Fuerzas Armadas a partir del golpe de 1976. Que no haya habido represalias de los familiares de las víctimas, habla de la capacidad regeneradora de la convivencia que tuvo aun la escasa medida de justicia que el país conoció entonces y que se reanudó en 1996 con el primer juicio por la verdad que impulsó Emilio Mignone, se amplió en 1998 con los procesos contra Massera y Videla por la apropiación de bebés, y en 2001 con la nulidad de las leyes de impunidad dispuesta por el entonces juez Gabriel Cavallo, confirmada en 2003 por el Congreso a pedido del presidente Néstor Kirchner y por la Corte Suprema de Justicia en 2005.
“No existe reconciliación justa y durable sin que sea aportada una respuesta efectiva a los deseos de justicia” dicen los “Principios para la protección y la promoción de los Derechos Humanos y la lucha contra la impunidad”, elaborados en 1996 por el relator especial de las Naciones Unidas Louis Joinet. El derecho a la justicia “implica que toda víctima tenga la posibilidad de hacer valer sus derechos beneficiándose de un recurso justo y eficaz, principalmente para conseguir que su opresor sea juzgado, obteniendo su reparación”. El perdón es un “acto privado” y supone, “en tanto factor de reconciliación, que la víctima conozca al autor de las violaciones cometidas contra ella y el opresor esté en condiciones de manifestar su arrepentimiento; en efecto, para que el perdón sea concedido es necesario que sea solicitado”. La propia Iglesia Católica ha codificado las condiciones de ese perdón: el reconocimiento de los yerros, su detestación y la búsqueda de posibles caminos de reparación. Lo que le sigue costando es llevarlas a la práctica cuando se trata de yerros, o crímenes, de alguno de sus hombres. Eso es muy humano.
En sus breves pero expresivas palabras, Von Wernich dijo que le parecía que habían cambiado el crucifijo de la sala de audiencias, que “antes había uno más chico”. Notable alucinación, como se comprueba con las fotos y filmaciones de diversas audiencias. “Miro el crucifijo, donde está Cristo, y pienso que está aquí porque, como ahora, hubo un juicio apoyado por el pueblo”, agregó. No menos significativo que esa arrogante comparación es el reconocimiento del consenso social del que gozan los juicios por violaciones a los derechos humanos. Entre los aspirantes a la presidencia en los comicios del 28 de este mes, sólo el ex ministro de Defensa Ricardo López Murphy los cuestionó. Dijo que no se podía juzgar dos veces a una persona por el mismo delito, cosa que no se aplica a Von Wernich, quien no había sido procesado antes de ahora. En cambio, CFK, Roberto Lavagna, Elisa Carrió y Alberto Rodríguez Saa, con matices diferentes en cada caso, aprobaron el juicio y la condena. El porcentaje de votos que sumarán estos aspirantes a la representación popular, que cubren desde el centro derecha hasta el centro izquierda, coincide con el de rechazo a la impunidad y de apoyo al proceso judicial que se registró de 1984 en adelante cada vez que se realizó algún sondeo al respecto.
El de Von Wernich es un caso extremo, pero no único. También está procesado el capellán del Batallón de Ingenieros de San Nicolás, Miguel Angel Regueiro. En la misma causa el juez Carlos Villafuerte Ruzo procesó la semana pasada al ahora ex asesor en temas de seguridad de la Coalición Cívica Libertadora bonaerense, comisario Edgardo Mastrandrea. Regueiro deberá enfrentar el juicio por la privación ilegal de la libertad de Carlos Fernando Alvira, quien en 1977 era un bebé y cuyos padres siguen desaparecidos. El teniente coronel Manuel Fernando Saint Amant se lo entregó luego del ataque a la casa donde vivía la familia, mientras continúa la investigación respecto de la desaparición forzosa de María Cristina y Raquel Rosa Alvira y de Horacio Arístides Martínez. El juez también le embargó bienes por un millón de pesos. El sacerdote explicó que sus funciones eran dar misa, enseñar catecismo, dar primeras comuniones, bautizar soldados, atender desertores o personal con problemas específicamente militares. Sin embargo está acreditado que primero entregó el bebé a un vecino, luego se lo quitó y lo llevó a un asilo y por último participó en una operación de chantaje sobre los abuelos: para restituirles el chico los militares de la guarnición exigían que firmara un documento acusando a sus hijas de delincuentes subversivas. El cura lo traía y cuando los abuelos intentaban tomarlo se lo llevaba. Si no firmaban, no volverían a verlo, era la amenaza. La abuela “nunca pudo entender la dureza del cura, que los maltrató”. Regueiro había enfrentado al obispo Carlos Ponce de León, quien en julio de 1977 fue asesinado en un falso accidente de carretera. La verdadera excepcionalidad que el juicio a Von Wernich puso de relieve es la del Episcopado argentino en el contexto regional: mientras los de Chile, Brasil y Uruguay protegieron a los perseguidos por las respectivas dictaduras, el Episcopado argentino santificó la persecución. El mejor aporte que podrían hacer sus actuales integrantes a la sociedad y a sí mismos es ofrecer una explicación para este hecho, de la que se deriven efectos palpables, con propósito de enmienda. Formados para recibir confesiones ajenas, les cuesta enfrentar las propias.
En un país cuya burguesía fue incapaz, antes de Maurizio Macri, de crear un partido político que representara sus intereses dentro del sistema democrático, la Iglesia cumplió el rol decisivo de evangelizar a las Fuerzas Armadas hasta convertirlas en Partido Militar al servicio de esa clase incompetente. Esto explica tanto la sucesión de golpes militares a partir de 1930, como la dificultad eclesiástica para evolucionar hacia un rol menos totalizador o integral. La Iglesia universal dejó de defender los sistemas totalitarios en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, con el célebre mensaje radial de Pio XII en la Navidad de 1944, cuando la derrota del Eje era inminente. Pero en la Argentina la Iglesia Católica fue conducida durante los veinte años previos al golpe de 1976 por dos obispos integristas, convencidos de la identidad entre la Nación y el catolicismo y, en consecuencia, de la asociación entre cualquier diversidad y una subversión del orden natural que debía ser extirpada en defensa de la única verdad admisible. Ambos presidieron la Conferencia Episcopal y al mismo tiempo fueron titulares del Obispado Castrense. Antonio Caggiano encabezó el Episcopado desde 1955 hasta 1970, fue vicario general castrense desde 1959 hasta 1975 y primado de la Argentina hasta su muerte, en 1979. Adolfo Servando Tortolo lo sucedió como presidente de la Iglesia hasta 1976 y como vicario castrense hasta su muerte, en 1981. El arzobispo cismático Marcel Lefebvre reveló su simpatía por ambos. Dijo que Caggiano había compartido sus posiciones durante el Concilio y que Tortolo no pudo ser cardenal por “su fidelidad al rito tradicional”. Durante esas dos décadas tuvieron como provicario castrense al obispo Victorio Bonamín. Sin oposición del resto del Episcopado, abrieron las puertas de los cuarteles a la prédica de religiosos y civiles integristas, que importaron la doctrina francesa de la guerra contrarrevolucionaria. A la muerte de Tortolo los integristas hicieron desde sus publicaciones un sincero análisis sobre el rol que cumplió y postularon a Bonamín para sucederlo porque, según el diario bahiense La Nueva Provincia, sólo él podría evitar la formulación de objeciones morales al comportamiento de las Fuerzas Armadas en la represión. La revista Cabildo sostuvo que “la guerra contrasubversiva se libró bajo una inspiración, según una doctrina y desde una óptica, en última instancia religiosa” que, gracias a la conducción enérgica y unitaria de los capellanes, transformó “su campaña en una cruzada”, sin dejarse tentar por “el humanismo modernista, contemporizador y tramposo, con que los profetas de la izquierda cristiana buscaron quebrar y alterar los sentidos de la lucha”. Esos capellanes explicaron “la justicia de la muerte propia y ajena”. La lucha contra la guerrilla fue una “causa cristiana y nacional” en la que se expresaban los ideales comunes entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas, por lo que era “el momento de que la Espada defienda a la Cruz que defendió a la Espada”. El nuevo vicario castrense, responsable de la salud espiritual de las Fuerzas Armadas, sólo podría ser un pastor “convencido de la legitimidad, de la bondad y de la necesidad de la guerra antisubversiva hasta sus últimas consecuencias”. Por eso recién en 1982, con el documento “Iglesia y comunidad nacional” el Episcopado argentino admitió que también las dictaduras de la seguridad nacional habían pasado a la historia. Pero ese tardío reconocimiento de la soberanía popular como fuente de autoridad no fue más que una resignación. Es improbable que la Iglesia Católica pueda ir más lejos de ese punto sin ayuda de la sociedad política, de la que se ha ido separando por etapas, con el Concordato de 1966 y con la reforma constitucional de 1994. El próximo paso es obvio.
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