Domingo, 23 de diciembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › LOS VENEZOLANOS ANTICHAVISTAS QUE VIVEN EN MIAMI
Viven en lujosos condominios con piletas, laguna artificial, canchas de tenis y campo de golf. Siguen la actualidad venezolana por televisión y critican todas las medidas del gobierno de Chávez. Sus miradas sobre el escándalo del viaje de Antonini Wilson y sus 800 mil dólares.
Por Irina Hauser
Desde Miami
“¡Callen a ese hombre!”, regaña una mujer de labios pulposos y acento caribeño mientras hace la cola para pedir su comida. Ese hombre que grita desde tres televisores de plasma amurados en hilera es Johnny Yanez Rangel, gobernador del estado venezolano de Cojedes. Se lo ve fuera de sí, rodeado de micrófonos, mientras protesta frente a la embajada de Estados Unidos en Caracas para exigir que lo despeguen de Guido Antonini Wilson, con quien jura no tener nada que ver. Los parroquianos no sacan la mirada de la pantalla. Se devoran la historia de la valija como a una telenovela. El parador de comida rápida, pegado a una estación de servicio, es un punto de reunión de los venezolanos que viven en Miami, una multitud acomodada casi ciento por ciento anti Chávez. El lugar se llama El Arepazo, porque allí los inmigrantes pueden deleitarse con arepa, una comida típica de su patria.
El local, lleno de banderitas de Venezuela que cuelgan del techo, ofrece como atractivo extra la posibilidad de ver Globovisión, el canal venezolano. El noticiero salta de Caracas a Buenos Aires, donde se escucha a la fiscal María Luz Rivas Diez confirmar que una funcionaria aseguró que Antonini estuvo en la Casa Rosada. Luego pasa a Miami, donde el Gran Jurado anuncia que habrá un juicio contra los ex socios del valijero por actuar como agentes ilegales para ocultar el origen y destino de ese dinero: la campaña de Cristina Kirchner, según grabaciones que dice tener el fiscal Thomas Mulvihill.
“Ahí hay gato encerrado entre Argentina y Venezuela”, le dice Yarli de Blanco a Página/12, mientras toma un café parada y con apuro junto al televisor. Tiene 37 años y lleva dos en la Florida, adonde llegó desde Caracas tras los pasos de su marido, que emigró hace 20. El, Andrés Blanco, asiente detrás de unos anteojos negros y le tira de la blusa con flores negras, rojas y marrones en señal de partida. “Es que estamos en el break del trabajo”, justifica ella. “Pero déjame que te diga algo”, agrega como quien ha llegado a una gran conclusión. “Chávez está hasta la médula, ya se sabe, pero ahora están buscando la manera de que el gobierno argentino quede libre en todo esto”, acusa mientras camina hacia la puerta.
El Arepazo está ubicado en una de las avenidas de ingreso a El Doral, una urbanización de clase media alta donde se concentra la mayor parte de los venezolanos de la zona, que son unos 300 mil desde Orlando hasta Miami. También viven allí colombianos, cubanos y brasileños de buen pasar. Al boliche no para de entrar gente que se sumerge en el olor a fritanga a la hora del almuerzo como si llegara a un oasis. “Bar, café, sodas”, ofrecen los carteles de neón. La arepa, especialidad de la casa, es un pan redondo hecho a base de maíz cocido y molido que se rellena con queso, verduras o trocitos de carne saltada.
“La mía tiene queso amarillo”, exhibe su arepa desbordante Olga Fontana, que se instaló hace apenas cinco meses y extraña la comida. Tiene 49 años y a casi toda su familia en Miami. Entre otros, a su hijo de 25 años, ciudadano norteamericano. “Me vine a vivir con él, me puede mantener. ¡Para algo lo parí!”, festeja. “Muchos venezolanos vinieron para acá desde que llegó Chávez al poder. Tengo algunos vecinos que trabajaban en Pdvsa, pero cuando cambió quedaron afuera”, comenta. Como tiempo libre no le falta, Olga –pelo corto y blusa rosa con pintitas blancas– conoce vida y obra de Antonini Wilson y sus ex socios. “Hay algo que está mal desde el comienzo: en Venezuela hay control de cambios y nadie puede sacar 800 mil dólares del país ni mucho menos”, afirma con aires de sabiduría. La acompaña un sobrino de 20 años, Fernando Alvarez, que mira por sus anteojos rectangulares de marco negro para otro lado. Estudia ingeniería en Michigan pero tiene vacaciones por las fiestas. “Mi papá, que vive en Venezuela, dice lo mismo que ella”, se suma con fastidio adolescente.
Carlos Aular, 36 años, está sentado a una de las mesitas de afuera. Lleva una remera blanca adherida al cuerpo y se presenta como manager de una empresa de software. Habla enojado: “Esto de la valija es más de lo mismo: negocios de Chávez. Y al final nadie va a ser culpable”. Carlos ya cuenta seis años en Miami y, con una esposa norteamericana y un puesto de trabajo importante, ninguna razón para volver, asegura.
Las calles de El Doral son anchas y hay un condominio al lado del otro. Cada cual con su gran piscina, su laguna artificial, canchas de tenis, algún que otro campo de golf y enormes parques con césped reluciente, bien cortado, y flores de colores dignas de revista de jardinería. En 2003 los pobladores impulsaron la ruptura de lazos con el condado y consiguieron convertirse en una ciudad independiente. Ahora tiene administración, autoridades, recaudación y policía propia. Periódico también. Es un importante centro de negocios, a unos 20 kilómetros del downtown de Miami. Por estos días, en las tiendas sólo se escuchan canciones de Navidad en versión hip hop, soul, rock’n roll, reggae, country, o lo que sea.
El restaurante Brasero’s, situado en un centro comercial de la zona, también es frecuentado por venezolanos. Colmado de campanitas, muérdagos y caritas de Papá Noel, propone un menú especial para ir despidiendo el año. “Estamos tan ocupados con la Navidad que no tenemos tiempo de hablar de Antonini Wilson, aunque por supuesto sabemos quién es. Política ahora no, ¿me comprende?”, advierte María Corina, una venezolana de 55 años que oficia de recepcionista. Rubia platinada, con corte carré y una blusa que parece a punto de estallar, María se deshace hablando de la hija que la invitó a vivir a Miami “mucho antes de Chávez”, aclara.
El “antes o después de Chávez” es una referencia temporal que marca todas las biografías de por aquí. “Me vine a hacer un posgrado en bussines diez años antes de que él llegara al poder. Después me quedé por eso, porque ganó Chávez”, dice Alejandra Arrieta, 37 años, dos hijos, maquillada con glamour. Alejandra trabaja en una compañía que vende persianas y pertenece al club de los que intentan huir de las noticias de su tierra. “No tenemos Globovisión en casa. Pero me tiento cada vez que veo en un televisor sintonizado en ese canal”, dice mientras espera su almuerzo en El Arepazo y escucha las noticias.
El encono con el gobierno de Hugo Chávez, llevado a extremos irracionales, es una constante entre la gran mayoría de los habitantes de Miami, sean latinos o norteamericanos. Forma parte del lenguaje y es exhibido casi como un rasgo de pertenencia. Es, incluso, un punto infaltable en cada emisión del programa televisivo de Jaime Baily. A partir del escándalo de la valija y la respuesta del Gobierno argentino a la Justicia estadounidense el repertorio popular local incorporó un nuevo lugar común: el que describe a Cristina Kirchner como una “izquierdista revolucionaria”.
En diagonal a Brasero’s, los venezolanos comen el postre y toman café en la pastelería Don Pan. Edith Monaca, 25 años, de cachetes regordetes blancos y con pequitas, abona de lleno la teoría del financiamiento político. “No me sorprende que Chávez haya ayudado a Cristina Kirchner con su campaña, debe ser eso. Chávez está tratando de comprar a todos los países izquierdistas latinoamericanos”, sostiene, mientras saborea un postre relleno de dulce de leche con el que celebra que se acaba de graduar como licenciada en relaciones internacionales. “El tema es turbio por donde se lo mire. De hecho, por el control de cambios nadie puede sacar más de 600 dólares en cash de Venezuela”, se explaya Edith, que usa una chomba rosa con el logo Lacoste. Daniela Morales, una amiga suya que vino a estudiar inglés, se muestra en sintonía, pero dice que no está convencida de intentar instalarse en Estados Unidos. “Allá hay pobreza e inseguridad. Corrupción también, claro”, dice, y se queda pensando. Hasta que descubre su propia conclusión: “Allá tenemos lo que tenemos, pero aquí te encuentras un psicópata en cualquier momento”. “Peor –enfatiza–, aquí hay como una gran locura mental”.
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